Jorge Ayala Blanco - La madurez del cine mexicano

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La madurez del cine mexicano: краткое содержание, описание и аннотация

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La decimotercera entrega del célebre abecedario del cine mexicano (precedida de La aventura / búsqueda / condición / disolvencia / eficacia / fugacidad / grandeza / herética / ilusión / justeza / khátarsis / lucidez del cine mexicano) presenta en exclusiva material inédito de la investigación en curso del crítico cinematográfico con mayor trayectoria en nuestro país. De originalidad y vivacidad únicas y proyectando un inusitado ejercicio de la invención verbal libérrima, el uso creativo y expresivo del lenguaje es uno de los acentos distintivos de la prosa inconfundible con la que Ayala Blanco va tejiendo, meticulosamente y película por película, el panorama del cine mexicano en el periodo comprendido entre 2011 y 2015.

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La madurez macabrona resume y rezuma, padece y disfruta los peores defectos y los mejores aciertos (¿o eran los mejores defectos y los peores aciertos?) del cine intuitivo del salvajemente autodidacta Laborde capaz de caer en pavorosos desbarrancaderos formales, así como de explotar provechosamente sus ideas geniales: expresivas, dramáticas, brillantes dentro de una búsqueda quasi hiriente de la opacidad y la miniatura desmesurada, contándose entre los primeros ese constante recurso de la cámara más o menos borracha pero siempre en la mano como sinónimo de inquietud permanente o inmitigable zozobra interior de los personajes socavados, ese empleo indiscriminado de disolvencias y cadenas de disolvencias y sobreimpresiones ad nauseam (ante todo al principio, en el relamido arranque inflasecuencias) que no permiten ver la película ni disfrutar de la efusión de los cuerpos así escamoteados (ímpetus calenturientos, recorrido de pieles ardorosas, enhiestas tetas duras como piedras, coitos con el calzón puesto) ni apreciar apenas la exactitud de encuadres y visiones, y al último pero no lo más insignificante, ese uso súbito de facilonas hiperfragmentaciones amorperrunas en las escenas clave de violencia (sobre todo en la ultimación matricida), y así, de manera delicuescente, amén.

La madurez macabrona adopta una estructura de rompecabezas no sólo en el relato que tarda eternidades en hallar su presente, o un presente posible de identificar como tal, o siquiera estable, sino también con respecto a la secuencia, cada secuencia en sí, trabajada de modo dislocado, para lograr con mayor eficacia e intensidad la realización de su metamórfica escalada estilística y genérica, del melodrama erótico al crispado thriller sexual y de ahí a un horror asesino cercano al gore sin jamás solazarse en el guinda y blanco, el guinda de la sangre y el blanco de alma en pena, que deberán atascarse al final con las hipermisóginas consecuencias de la chava diabólica de inofensiva sudadera sonriente que confirma el dictum hustoniano según el cual quien chantajea y traiciona al último chantajea y traiciona mejor, que para eso esta hostil Karina ostenta en todo momento y circunstancia su neopremingeriana Cara de inocencia / Angel Face (1952), revelando un equivalente de aquella hermosa e insospechada ambigüedad maléfica de Jean Simmons, para traspasar y trastocar una inocente perversidad femenina polimorfa bastante menos que aparente.

Y la madurez macabrona culmina con la intensísima secuencia del destazamiento / evacuación / traslado en bicicleta / liquidación / desentendimiento del cadáver de la suegra y examante vuelta masa sanguinolenta a eliminar, una larguísima secuencia de 25 minutos sin diálogo alguno y sólo apoyada por la desesperación del chavo-chivo expiatorio y una contundente música reducida a simples efectos electroacústicos o ecos corales, la más bella y magistralmente absurdista secuencia nunca filmada por Laborde (“el tercer acto de mi película”, gusta llamarla de manera tan cariñosa cuan irónica), un desquiciante bloque observacional pero cinematográficamente virtuosístico que se ha resuelto en exclusiva a base de concentraciones, nerviosismo en seco, atmósferas agobiantes, penumbras cobalto, amenazantes frondas de árboles desde un contrapicado sin cesar avanzando, audaces cambios de plano, claridades deslumbrantes apabullando a un impasible reposo imposible, nexos malvados con los espacios que bordean los fuera de campo subjetivos, contacto de acres desnudeces necrofílicas cargando el fardo inanimado, archiconvincentes maquillajes truculentos perfectos (por Gamaliel de Santiago) y blancuzcos azulejos chorreantes de tinta sangre y moronga monologal en tajante silencio renovable en ritualistas coros subrepticios, hitchcockianos chorros de duchas postsuspenso cuando ya toda tortuosidad se ha consumado, roces insinuantes con un onirismo al acecho en todas las oscuridades verdiazulosas, cielos restallantemente listados, postrer reparto macabro en dificultosa bici de llanta gruesa, despavorido escape a pie por el fondo del sendero bien trazado, parpadeos de negrura total, y muchos más, muy precisos muchos más, actos puros de cine puro, ya sin manierismos expresivos de ninguna especie (ni cámara borracha, ni disolvencias, ni hiperfragmentaciones), situándose a fin de cuentas la obra fílmica entre el subgénero Macabro Fantástico (podría intitularse también El muchacho que aprendía a comunicarse con los muertos) y el subgénero Z-Extreme (podría intitularse asimismo Visceral, entre los pliegues de la locura), con espléndido rigor palpitante y perturbador, donde el personaje al parecer ya no volverá a estar a solas, pues lo acompañarán de una vez y para siempre el espectro casi autista que le ha sido tan propio, la necesidad de esconderse de sí mismo, su depresión consustancial, su imposibilidad para reconocer y diferenciar estados afectivos, su evidente trastorno mental y de personalidad agravándose agravándose y acosándolo, su inestabilidad inalterable, su alexitimia evidente, su ausencia de cognición interior, su agresivo laconismo tan similar de la película en sí, sus silencios sobrecargados de profundidad y sentido, su pavorosa incapacidad para identificar y expresar verbalmente sus emociones, su disfunción para distinguir entre la realidad y la fantasía (una conducta desconectada de lo concreto en verdad muy representativa de los chavos de su generación, según el director), su vulnerada posición a la defensiva contra el entorno, su concreción irreemplazable jamás intimista, para mejor capturar el desconsuelo absoluto y radical donde quedará sembrado, andando cabizbajo hacia la cámara en retroceso, encogido a la orilla de la banqueta matinal, ovillado en el desplome cercado de aplastantes edificios de cristal, ya no bufante en la apesadumbrada flagrancia de su impunidad sobre todos impuesta, menos ante sí mismo, ahora con la mirada fija o doblegada hacia ninguna parte.

La madurez burlobviota

En La dictadura perfecta antes La verdad sospechosa cuando todavía la apoyaba en lo económico Televisa (Bandidos Films - Fidecine / Imcine - Estudios Churubusco Azteca - Eficine 226, 142 minutos, 2014), estridente y morbopolíticamente infladísimo séptimo largometraje del exitoso excuequero de 52 años Luis Estrada (añadiendo una cuarta pieza a la satírica saga política iniciada a trompicones con la censura por La ley de Herodes, 1999, y continuada a trompicones con el lenguaje imaginativo por Un mundo maravilloso, 2006, y El infierno, 2010), con guión suyo y de su discreto colaborador habitual Jaime Sampietro, en vista de que el Presidente pelele (Sergio Mayer en el obvio rol de Enrique Peña Nieto) impuesto por Televisión Mexicana (o TV MX en el obvio rol de Televisa) la ha regado gacho de cara al embajador de Estados Unidos (Roger Coudney) enviado por Obama, capaz de provocar un escándalo internacional a pesar de su pésimo inglés pésimamente pronunciado (“We are waiting to do all the dirty jobs not even the negros wanted to do”) y por ende necesita aplicarse con urgencia la Operación Cajas Chinas, o sea, desviar la atención mediática cotidiana hacia otra información escandalosa mayor, para el caso, cierto videoescándalo filtrado a la televisora mediante su entrega en mano por un Coronel del Estado Mayor Presidencial (Jorge Zárate), en el cual aparece el corrupto, putañero y matón gobernador estatal Carmelo Vargas (Damián Alcázar), grabado in fraganti en trance de recibir cuantioso soborno en efectivo por parte del crimen organizado, y de inmediato difundido en el noticiero estelar 24 Horas en 30 Minutos (en el obvio rol de simplemente 24 Horas) de la misma TV MX que conduce el astuto comunicador Javier Pérez Harris (Saúl Lisazo en el obvio rol de Joaquín López Dóriga), capaz de someter a inexorable interrogatorio telefónico al nuevo Gober Precioso en persona, para balconearlo masivamente por su acción injustificable y ponerlo en un grave predicamento, del que el inculpado querrá liberarse volando al día siguiente a la capital de la República en compañía de su secretario de gobierno (Enrique Arreola) y su vocero-ahijado (Arath de la Torre), apersonándose todos en la oficina del prepotente director inaccesible de TV MX Don José (Tony Dalton en el obvio rol de Emilio Azcárraga Jean) e intentando a su vez sobornarlo con una maleta repleta de billetes de alta denominación, que el poderoso magnate rechazará como algo irrelevante, pero aceptándola como donativo para su caritativa Fundación Sí Se Puede (en el obvio rol de Fundación Teletón), de la misma manera que al final asiente en firmar de buena gana un ventajoso contrato estrictamente comercial con Vargas para manejar y reivindicar su imagen pública (“Mi futuro político está en sus manos”), comisionando para ese objetivo a sus más fieles colaboradores arribistas, el célebre productor barboncillo Carlitos Rojo (Alfonso Herrera en el obvio rol de Carlos Loret de Mola parte 1), quien primero deberá abandonar por un rato a su archicodiciada amante secreta la estrella popularísima de telenovelas del rating máximo Jazmín (Livia Brito en el obvio rol de Angélica Rivera La Gaviota más el de Silvia Navarro pronto presente personalmente y en persona), y el reportero bonito Ricardo Díaz (Osvaldo Benavides en el obvio rol Carlos Loret de Mola parte 2) que debe su fama a haber sobrevivido a riesgosas corresponsalías en el Medio Oriente, trasladándose ambos a un peligrosísimo Estado de la Federación cuyos puentes camineros se adornan con ahorcados, ya que allí dominan la narcopolítica, las matanzas y las numerosas ejecuciones sumarias por día, gracias a la colusión del Gobernador con la temible mafia rupestre más cruel y atrabiliaria que emblematiza el ignorantazo capo conocido como El Mazacote (Hernán Mendoza), bajo las miradas cómplices del procurador del Estado (Dagoberto Gama) y su jefe de seguridad (Noé Hernández), sólo cuestionados en su conjunto por un líder de la oposición apodado El Mesías (Joaquín Cosío El Cochiloco en el obvio rol de Andrés Manuel López Obrador injertado al diputado petista Gerardo Fernández Noroña) que pronto deberá ser suicidado ante su compu denunciadora tras exigir la renuncia del Gober en el Congreso local y tras caer en la trampa que le tiende la televisora (a la que creía poder extorsionar) haciéndolo pasar por pederasta violador de una aleccionada niña acusadora (Claudia Pineda), dejando así la vía libre para que el mediáticamente apoyado y fortalecido Gober repelente haga olvidar sus fechorías, ejerciendo reivindicadoramente un chantaje sentimental colectivo muy bien montado que lo hace aparecer como compasivo y misericordioso y providencial esclarecedor triunfante del alevoso secuestro de las gemelitas clasemedieras Ana y Elena Garza (Kiara Coussirat y Karol Coussirat), sustraídas de su propia casa cuando Juanita su nana indígena (Sonia Couoh) coqueteaba con el novio (Juan Pablo Medina), y cuyos angustiados padres (Flavio Medina y Silvia Narro en los roles de los progenitores de la niña Paulette en un célebre caso mexiquense) habían logrado subyugar el corazón de la opinión pública, gracias a que de inmediato fueron contactados-contratados por TV MX para convertirse en celebridades y por ella asesorados en sus negociaciones con el misterioso jefe de los secuestradores (Salvador Sánchez), quien acabaría permitiendo que las nenas se encariñaran con su ajada cómplice Doña Chole (María Rojo) antes de balear a sus propios ineptos sicarios ebrios y motos El Chamoy (Luis Fernando Peña) y El Charro (Gustavo Sánchez Parra), pero logrando que las pequeñas aparecieran sanas y salvas, para mayor gloria del Gober, quien así, encomiado como héroe hipersolidario y eficaz por la televisora (que ha debido fabricar el montaje-simulacro de un final feliz a partir de una épica puesta en escena con teleprompters del asalto liberador de las gemelitas al estilo del caso Florence Cassez), podrá continuar su senda sin obstáculos hacia la grande y, gracias al apoyo de los tres partidos políticos dominantes y la madurez burlobviota del film a su cargo, tomar posesión de la Presidencia de la República para el periodo 2018-2024.

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