Joan Martínez Alier - El ecologismo de los pobres

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El ecologismo de los pobres tiene la intención explícita de contribuir a consolidar dos áreas de estudio recientes, la ecología política y la economía ecológica, al tiempo que analiza las relaciones entre ambas. El libro analiza diversas manifestaciones del creciente 'movimiento por la justicia ecológica', así como el 'ecologismo popular' y el 'ecologismo de los pobres', que en las próximas décadas se convertirán en fuerzas motrices para lograr una sociedad ecológicamente sostenible. El autor estudia detalladamente muchos conflictos ecológicos a lo largo de la historia y actuales, en ámbitos urbanos y rurales, mostrando cómo los pobres con frecuencia favorecen la conservación de los recursos. El medio ambiente es, por lo tanto, una necesidad de los pobres y no un lujo de los ricos. Martínez Alier concluye con el interrogante fundamental: ¿quién tiene el derecho de imponer un lenguaje de evaluación y quién tiene el poder de simplificar la complejidad?

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Los economistas ecológicos (Norgaard, 1990) discrepan del punto de vista que fue expresado en los años sesenta por Barnett, Krutilla y otros eco­nomistas, quienes dijeron que el precio barato de los recursos naturales era señal de que éstos abundan. Los mercados son miopes, infravaloran el futuro, no pueden ver la escasez futura de recursos o sumideros ni incorporan tam­poco incertidumbres a largo plazo. La sustentabilidad se debe evaluar no en términos económicos sino a través de una batería de indicadores biofísicos. La distribución de los derechos de propiedad, los ingresos y el poder, determinan el valor económico del llamado «capital natural». Así, por ejemplo, los precios dentro de la economía serían distintos a los actuales sin el uso gratuito de los vertederos y depósitos de carbono. Otro ejemplo: si la ley requiriera que los minerales dispersados fueran reconcentrados hasta alcanzar otra vez su estado previo y que la capa vegetal fuese restaurada, esto cambiaría el patrón de precios de la economía. Uno puede fácilmente imaginarse que algunos grupos sociales exijan otras restricciones: renunciar al uso de la energía nuclear, bajar la AHPPN al 20%, prohibir el uso de autos en las ciudades, «huellas ecológicas» nacionales que no excedan el doble del tamaño del territorio, ritmo de extracción de combustibles fósiles igual al ritmo de introducción de energías renovables, un programa mundial para la viabilidad económica a largo plazo de la mayoría de los agricultores tradicionales y para la conservación in situ de la biodiversidad agrícola producida por esas prácticas. Dichos cambios en la economía claramente cambiarían el patrón de precios.

Más allá de los valores económicos, los posibles usos del capital natural implican decisiones sobre qué intereses y formas de vida se sostendrán y cuáles serán sacrificados o abandonados. No se dispone de un lenguaje común de valoración para tales decisiones. Cuando decimos que alguien o algo es «muy valioso» o «poco valioso», ésta es una declaración que lleva a otra pregunta, ¿valioso en qué estándar o tipo de valoración? (O’Neill, 1993). Para las decisiones políticas, lo que se necesita es, como hemos visto, un enfoque multicriterial no compensatorio capaz de acomodar una pluralidad de valores inconmensurables (Munda, 1995, Martínez Alier et al., 1998, 1999). Pero en vez de aceptar la inconmensurabilidad de valores, hay quienes, para diseñar políticas, prefieren llamar a las autoridades (a la policía ambiental, podríamos decir) y escoger el enfoque del coste-eficiencia. Las metas, normas o límites de la economía los establecen desde afuera los llamados «expertos científicos» (por ejemplo, se considera aceptable incrementar la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera hasta 550 ppm cuando ahora está en algo más de 370 ppm) y la discusión luego se centra en cuáles son los instrumentos más baratos para mantenerse dentro de tales límites (por ejemplo, la implementación conjunta, el comercio de permisos de emisiones, o los impuestos). Se trata, cuando es posible, de lograr resultados en los que todos ganan económica y ambientalmente. Muy lindo. Sin embargo, las metas, y de hecho los indicadores mismos, deberían estar abiertos a la discusión. El enfoque coste-eficiencia no puede sacarnos del dilema de la valoración.

Capacidad de carga

Muchos economistas ecológicos han destacado la importancia de la presión demográfica sobre los recursos. ¿La humanidad ha excedido la carrying capacity, la «capacidad de carga»? Esta se define como la población máxima de una especie dada, como las ranas de un lago, que puede vivir en ese territorio sosteniblemente, es decir, sin estropear su base de recursos. No obstante, con respecto a los humanos, las grandes diferencias internas respecto al uso exosomático de energía y materiales significan que la primera pregunta es: ¿población máxima a qué nivel de consumo? Segundo, las tecnologías humanas cambian rápidamente. Por ejemplo, en 1965 la tesis de Boserup sobre el cambio tecnológico endógeno, mostró que los sistemas agrícolas preindustriales cambiaron y aumentaron su producción (no por hora de trabajo ni por hectárea pero sí para todo el territorio, al acortar los periodos de rotación) como resultado de incrementos en la densidad de la población. Eso le daba la vuelta al argumento malthusiano. Tercer argumento en contra de aplicar la noción de «capacidad de carga» a la especie humana: el comercio internacional (parecido al transporte horizontal en ecología, pero conscientemente regulado y aumentado por los humanos) puede incrementar la capacidad de carga cuando a un territorio le falta un bien que es abundante en otro. La «ley del mínimo» de Liebig recomendaría el intercambio. En ese caso la capacidad de carga global de todos los territorios en conjunto sería mayor que la suma de las capacidades de carga de los territorios autárquicos (Pfaundler, 1902). Esto podría vincularse con propuestas de ONG para el comercio justo y ecológico. Por otro lado, la capacidad de carga de un territorio disminuirá cuando esté sujeto al intercambio ecológicamente desigual (ver el capítulo X). Cuarto argumento: los territorios ocupados por los humanos dependen de factores históricos y políticos más que de factores naturales. El resto de las especies pueden ser arrinconadas o eliminadas (como muestra el índice AHPPN). Dentro de la especie humana la territorialidad está construida a través de políticas estatales que permiten o prohíben la migración.1

Debido a la debilidad de la noción «capacidad de carga» como índice de (in)sustentabilidad para los humanos, y debido a los argumentos de Barry Commoner a inicios de la década de los setenta contra Paul Ehrlich que había publicado en 1968 el libro «La bomba de la población», se ha impuesto la fórmula I = PAT, en la cual I es el impacto ambiental, P es la población, A es la riqueza per cápita y T pretende medir los impactos ambientales de la tecnología. Hay intentos de operacionalizar I= PAT. La población sería, por lo tanto, sólo una de las variables que explican la carga ambiental. Las acusaciones de neomalthusianismo contra Ehrlich ahora serían pues infundadas. Pero en realidad la población es una variable muy importante. También es cierto que las políticas neomalthusianas inspiradas y legitimadas por la imagen de la «bomba de población» han provocado muchas esterilizaciones forzadas e infanticidio femenino a gran escala en algunos países, y amenazan a pequeños grupos étnicos sobrevivientes. Sin embargo, hace cien años el movimiento neomalthusiano en Europa y Estados Unidos se opuso a la opinión de Malthus de que la pobreza se debía a la sobrepoblación antes que a la inequidad social, y luchó exitosamente por el control de la natalidad a través del ejercicio de los derechos reproductivos de las mujeres (para usar el lenguaje de hoy), apelando también a los argumentos ecológicos de la presión demográfica sobre los recursos sin olvidarse de la presión del sobreconsumo de los ricos. Las transiciones demográficas no son meras respuestas automáticas a los cambios sociales como la urbanización, y su ritmo no sólo depende de las instituciones sociales como patrones de herencia, edad de matrimonio, tipos de estructura de familiar. La demografía humana es colectivamente autoconsciente y reflexiva. Aunque sigue también la curva de Verhulst, es diferente de la ecología de una población de ranas de un lago.

El neomalthusianismo feminista

Muchas feministas hoy en día aún descartan el vínculo entre el crecimiento poblacional y el deterioro ambiental (por ejemplo, Silliman y King, 1999) en vez de destacarlo como lo hizo el movimiento neomalthusiano hace cien años a través de la propia elección de su nombre. Esas feministas de hoy no parecen ser conscientes de los debates ambientales que se dieron en el propio movimiento feminista neomalthusiano. Les fastidia el énfasis que se pone en la población en la ecuación I = PAT (que de todos modos dependerá de los coeficientes que se asignen a P, A y T), y se sienten molestas, con razón, por el racismo de aquellos insensibles al drama de la desaparición de poblaciones y culturas minoritarias alrededor del mundo, indignadas por la arrogancia patriarcal y estatal respecto a la elección de los métodos contraceptivos introducidos a la fuerza en el Tercer Mundo.

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