(...) La importancia del Diccionario llanero radica, más que en su contribución académica a los estudios regionales, a la comprensión de nuestra forma de ser y estar en el mundo, y a la construcción de un imaginario que nos permita conocernos e identificarnos como seres distintos.
La lectura de esta obra, que desde aquí recomiendo a legos y expertos, es un viaje que muestra en su esencia la geografía, la fauna, la flora y los habitantes del llano, reflejados en sus dichos, en su habla y en su vida cotidiana.
Henry Benjumea Yepes
(...) El Diccionario llanero tiene el mérito de estar al alcance lingüístico de cualquier habitante de la región o de lugares lejanos. Sus definiciones son comprensibles y se adaptan al nivel corriente de uso del habla. Apoyándose en abreviaturas y símbolos propios de la técnica lexicográfica, incorpora con alta precisión las características de cada vocablo para evitar ambigüedades.
(...) El Diccionario llanero es una herramienta muy útil en escuelas, colegios, universidades, bibliotecas, y en cualquier ámbito donde sea necesario precisar el sentido de un término. Su uso posibilita que de él se desprendan actividades relacionadas con la pedagogía, la escritura literaria, el descubrimiento histórico, el reconocimiento de contextos y la mejora de la ortografía. Esta obra dispone de una invaluable información para todo aquel que busque explicar o precisar un término especial, dado que permite un uso didáctico para profundizar en las realidades de la región llanera. Su lectura resulta ser un medio de entretenimiento que amplía, divulga y fortalece el uso de un léxico vernáculo, además de conservar el acervo cultural llanero.
Nayib Camacho O.
Título original: Diccionario llanero
Dirección editorial: Jaime Fernández Molano
Coordinación: Orlando Peña Rodríguez
Diseño y diagramación: Diego Torres
Asesoría general: Luis Antonio Eslava Sarmiento
Corrección idiomática y de estilo: Henry Benjumea Yepes,
Nayib Camacho Oviedo y Jaime Fernández Molano
Quinta edición: mayo de 2017
Primera reimpresión: julio de 2017
© Hugo Mantilla Trejos
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ISBN 978-958-56176-2-9
Hecho el depósito legal
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Preprensa digital e impresión:
Entreletras
Prólogo
Eduardo Mantilla Trejos
Sobre los Llanos Orientales de Colombia se viene deteniendo la mirada de científicos y diletantes que intuyen la torsión de rumbo que habrá que darle al país para sobreaguar en la tempestad que amenaza con echar a pique la economía nacional. Los dirigentes se convencen de que la “economía cafetalera” es incapaz de conjurar los problemas que se tienen parrandeada la patria y con evidentes síntomas de fatiga miran al Oriente, punto cardinal donde antes no veían sino indios levantiscos y culebras ponzoñosas. El petróleo, para señalar un caso, ha motivado más de un ¡Eureka!, en las altas esferas y por ahí, en los cenáculos de las cuentas nacionales, se filtra uno que otro comentario vivalavidero: “¡Uf!, ¡de la que nos salvamos!”
Aunque en cantidad y profundidad no son los que debieran, existen estudios serios sobre la Orinoquia colombiana, orientados casi todos hacia el desiderátum que agobia y aporrea los gobiernos: ¡la producción nacional! Los levantamientos aeromagnéticos, agrológicos, edafológicos, geológicos; los atlas; los estudios e informes especializados que han elaborado instituciones criollas o foráneas apuntan sus baterías hacia el condumio, es decir, la explotación de los recursos naturales del vasto territorio orinoquense. Merced a estos esfuerzos discontinuos, sabemos que hay un llano bien drenado y otro mal drenado; que el andén orinoquense difiere radicalmente del piedemonte llanero; que la cuenca geológica de los llanos es potencialmente rica en hidrocarburos por haber servido de lecho a un mar sustituido. Hasta aquí, ¡santo y bueno! Pero... ¿qué tanto se ha estudiado al hombre llanero? ¿Qué tanto significa su cultura? ¿Cuál será su destino? Sobre estos interrogantes no hay guías significativas en el cartapacio nacional. Los sociólogos se fijan en el proceso de las colonizaciones; los antropólogos, en los usos y costumbres indígenas; los lingüistas en los sistemas fonológicos arcaicos, pero poco, o muy poco, es lo que se sabe del mestizo sufrido y tesonero, burlón y autárquico, que la tipología colombiana denomina “llanero”.
El léxico del llano, valga el caso, apenas si ha merecido brevísimas apuntaciones por parte del Instituto Caro y Cuervo, pese a la riqueza y variedad de esta habla. Parece que esta entidad rectora del lenguaje hizo causa común con la regla centralista que prescribe “No otorgar nada a quien nada puede dar”.
Las provincias más aisladas y por tanto inconexas con los grandes núcleos urbanos, de España e Italia, son las que mejor han preservado la terminología del castellano viejo y el italiano de los anticuarios. Para no ir tan lejos, baste decir que Colombia —especialmente la andina— tiene fama de hablar y escribir, con gran conexión y gusto depurado, el idioma español pero, por otra parte, también la tiene por ser el “Tíbet de Suramérica” en materia de aperturas internacionales de todo orden. Nuestros llanos, por razones similares, han conservado en sus faltriqueras idiomáticas un glosario riquísimo compuesto de palabras españolas caídas en desuso y voces indígenas de admirable construcción y consonancia. (Piénsese en ‘Marandúa’). Para intentar una aproximación a este fenómeno lingüístico, no se debe perder de vista que el llanero autóctono es mezcla de andaluz y amerindio orinoquense con una levísima salpicadura de manumisos negros que se enrolaron con Bolívar en la refriega independentista. El guajibo (así, con j), con su instinto neto de supervivencia como individuo y como etnia, ha enriquecido de manera notable el vocabulario llanero.
No obstante lo anterior, el habla llanera no es una sola así como no es uno solo el llano. Los llanerismos de Casanare están impregnados del hálito de las misiones religiosas que, a lo largo de siglos, bautizaron a los hombres y los objetos a su leal saber y entender; los de Arauca, más irreverentes y heterodoxos, se guían por los usos y modismos barineses y los que trajeron consigo inmigrantes europeos a comienzos del pasado siglo; los de San Martín obedecen a patrones semejantes a los de Casanare, y, finalmente, los llanerismos auténticos del Vichada contienen ingredientes de voces sálibas, achaguas, piaroas y, sobre todo, guajibas.
Llaneros, gauchos y charros
El habla llanera presenta notables coincidencias y diferencias con la propia de algunas regiones de México y Argentina. Muy autorizadas obras como Martín Fierro , de José Hernández, y El llano en llamas , de Juan Rulfo, nos atestiguan que parte del vocabulario usado por los charros de Jalisco o los gauchos rioplatenses sería entendido al punto por un ‘sabanero’ de Cravo Norte o de Paz de Ariporo, mientras que el significado de otras expresiones lo desconcertarían totalmente. Veamos algunos ejemplos:
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