Dicho esto, ¿qué tiene que ver este trabajo de diagnóstico de la actualidad con la filosofía propiamente dicha? Ciertamente, no basta con la cita de autoridad del artículo de Kant –ínfimo, por otra parte, en relación con una obra monumental en la que la pregunta por el hoy resulta totalmente inconducente– para zanjar la cuestión de la pertenencia o no de Foucault al campo de la filosofía, aplicando una regla de tres simple. Lo que hay que preguntarse es más bien en qué medida esa pregunta por la actualidad puede ser considerada como propiamente filosófica. ¿Por qué filosofía y no, por ejemplo, sociología, historia a secas o periodismo? Después de todo, el opúsculo kantiano fue publicado por un periódico, Berlinische Monatsschrift , es decir, un medio periodístico en el que la pregunta por el hoy es, por definición, protagonista. Maurice Clavel, intelectual parisino y amigo de Foucault en plena década del 60, solía describir a su colega como “periodista trascendental”, es decir, un intelectual cuya obsesión por el presente lo hacía mantener un pie en el periodismo. La etiqueta tampoco sorprende si tenemos en cuenta que el propio Foucault, que colaboró durante un buen tiempo como corresponsal para el prestigioso periódico italiano Corriere della Sera , llegó a definirse a sí mismo como un “periodista radical” ( DE I : 1302). (1)
Pero si Foucault era para Clavel un periodista trascendental y no un periodista a secas; en otras palabras, si cabe pensar que su obra se inscribe, a pesar de todo, en el campo de la filosofía, es, en primer lugar, porque a pesar de enfocarse en el presente y no, por así decirlo, en la eternidad, el tema que lo obsesiona es el problema, filosófico por excelencia, de la verdad o, más precisamente, la pregunta por las condiciones de posibilidad –y los efectos– de un discurso verdadero . Esta es una pregunta que atraviesa tanto las obras de Platón, Descartes, Kant o Husserl como todas y cada una de las intervenciones de Foucault: “Puedo seguir coqueteando al infinito con esto de que no me considero un filósofo, lo cierto es que si me ocupo del problema de la verdad, entonces soy un filósofo” ( DE II : 30).
Ahora bien, ¿cómo conviven, en un mismo autor, la obsesión por el presente en su singularidad y la obsesión por la verdad (usualmente entendida como conjunto de enunciados universalmente válidos, es decir, como aquello que es ajeno a los cambios de época, ajeno al tiempo, y que no tiene, en sentido estricto, un presente)? Lo primero a tener en cuenta, para entender cómo se conjugan en Foucault esos dos elementos – o cómo, en rigor, son dos caras de una misma moneda –, es que el abordaje que hace tanto del problema de la actualidad como de la cuestión de la verdad es esencialmente crítico . En otras palabras, así como Foucault no se propone fundar una verdad válida universalmente, tampoco busca ofrecer un diagnóstico imparcial e inocuo de nuestro presente. Antes bien, inspirado ciertamente en Nietzsche y su “filosofía con martillo” (cuya lectura, a fines de los años 50, marcó un punto de inflexión en su formación intelectual), buscará llevar adelante una crítica radical del presunto fundamento de determinados discursos de verdad que le son contemporáneos (en particular el discurso de la medicina, la psiquiatría y el de cierta filosofía), a los que considera especialmente problemáticos por sus efectos en diversos ámbitos.
Lo segundo, ligado a lo anterior, es una triple hipótesis más o menos implícita en todos los análisis foucaulteanos en relación con la verdad: 1) por contradictorio que resulte, la verdad tiene una historia (no habría algo así como una verdad universal cuya historia sería la de su paulatino develamiento, sino que la historia de la verdad es la de su permanente redefinición o, más aún, de su permanente reinvención); 2) pero al mismo tiempo, contra la crítica tan frecuentemente formulada a Foucault según la cual este sería un escéptico para quien la verdad no es nada, él afirmará, una y otra vez, que la verdad es un elemento medular de nuestra civilización, cuyos efectos irradian en todas las direcciones (desbordando ampliamente el campo estrictamente epistemológico); en otras palabras, no se puede entender una época histórica, un determinado presente, ni mucho menos intervenir en él, sin entender cómo operan, en su interior, los discursos de verdad; 3) esos discursos de verdad –que impactan en todos los niveles y no solo en el ámbito teórico– tienen, a su vez, condiciones históricas no estrictamente epistémicas de posibilidad. No porque Foucault considere, como sugieren ciertas caricaturas de su obra, que el saber se reduce al poder –él rechaza de hecho explícitamente la idea marxista del saber como mera ideología, como modo de encubrimiento engañoso de una relación de dominación–, sino más bien porque, como sostiene y demuestra, el surgimiento de determinados saberes se explica a partir de la implementación de determinados dispositivos de poder. En otras palabras, para entender una determinada época histórica hay que analizar sus discursos de verdad; pero para llevar a cabo este análisis, es preciso ir a la historia, sin que haya anterioridad lógica, cronológica u ontológica de un plano sobre el otro.
Por ende, no podemos entender quiénes somos ni cuestionar ese statu quo sin antes comprender cuáles son los discursos de verdad que nos atraviesan, lo cual a su vez implica entender cómo se gestaron esos discursos, cuáles son sus condiciones históricas de posibilidad. En otras palabras, no es posible realizar una “ontología crítica de nosotros mismos” –ontología crítica que tendrá, como veremos más adelante, sus propios efectos de verdad– sin plantear el problema de las condiciones históricas de posibilidad de los discursos de verdad que nos constituyen –como el de la psiquiatría, la medicina, la economía política, la lingüística o la propia filosofía–. El problema de la verdad, central en Foucault, está, por lo tanto, supeditado al proyecto de un diagnóstico crítico de nuestro presente. Crítica, presente y verdad son, por ende, tres elementos estrechamente entrelazados en su pensamiento. Más precisamente, es a partir de la idea de crítica que se esclarece la articulación de su doble obsesión por el presente y por la verdad . Y se entiende mejor también por qué, si cabe inscribir a Foucault en el campo de la filosofía, su forma de ejercerla, su estilo y su método resultarán tan heterodoxos.
Si de lo que se trata es de realizar un diagnóstico crítico de nuestra modernidad, de interrogar aquellos discursos de verdad que a un tiempo nos constituyen y resultan problemáticos, entonces debemos centrar nuestra atención en el humanismo entendido como el intento inclaudicable, de fines del siglo XVIII en adelante, por hacer de una cierta concepción del hombre el fundamento (y el horizonte último) del saber y de la acción. Para hacernos una idea de la omnipresencia y el prestigio de la temática humanista en aquellos años, basta evocar la figura tutelar de Sartre: encarnación –hasta la caricatura– del intelectual comprometido, él reivindicaba para sí la bandera humanista al punto de publicar, en la inmediata posguerra, un manifiesto titulado El existencialismo es un humanismo . Pero Sartre era, apenas, la frutilla del postre. Para Foucault, todas las empresas morales y teóricas (el marxismo, la religión, la filosofía) consistieron desde el siglo XIX en demostrar que el hombre, la existencia del hombre, la verdad del hombre es “el secreto a descubrir y la realidad a liberar”. De ahí su llamado a “liberarnos del humanismo como durante el siglo XVI ha sido necesario deshacerse del pensamiento medieval. Nuestro Medioevo, en la época moderna, es el humanismo”. (2)
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