Alejandro Bullón - Compartir a Jesús es todo

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¿Por qué somos llamados tú y yo a compartir nuestra fe? La respuesta es simple: de eso dependen nuestro propio crecimiento espiritual e incluso nuestro destino eterno. Testificar no tiene que ver con llenar la iglesia con miembros nuevos. No tiene que ver con el crecimiento institucional ni con alcanzar objetivos. Compartimos el evangelio a fin de glorificar a Dios y preparar a la iglesia para encontrarse con Jesús cuando regrese. Y logramos eso al compartir a Jesús.

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Jesús siempre tuvo dificultad para que sus discípulos lo entendieran. Ellos decían que lo entendían, y tal vez oyeron sus palabras, pero no captaron el sentido de lo que decía. Daba la impresión de que el Maestro les hablaba en una frecuencia, y ellos sintonizaban otra. Era así. Jesús hablaba de cosas espirituales y los hombres, limitados por su humanidad, solo entendían las cosas desde el punto de vista material.

Por ejemplo, un día el Maestro se encontró con Nicodemo y le habló del nuevo nacimiento. Él hablaba de un nacimiento espiritual, de la conversión. Todo ser humano necesita ser convertido para vivir la vida cristiana, pero Nicodemo preguntó: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?” (Juan 3:4). Nicodemo, a pesar de ser un líder espiritual del pueblo de Dios, no entendió el sentido espiritual del mensaje de Jesús.

En otra ocasión, el Maestro se encontró con la mujer samaritana y le habló del agua de la vida. Jesús se refería a la gracia maravillosa que sacia la sed espiritual del ser humano, pero la pobre mujer no tenía capacidad de entender las cosas del espíritu, e inmediatamente preguntó: “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, tienes el agua viva?” (Juan 4:11). Jesús hablaba del agua que venía del cielo y ella miraba el agua del pozo. ¡Qué tragedia!

En el capítulo ocho del Evangelio de Marcos encontramos registrada otra historia que muestra la dificultad de los seres humanos para entender las cosas espirituales. Está relatada así: “Habían olvidado de traer pan, y no tenían sino un pan consigo en la barca. Y él les mandó, diciendo: Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos, y de la levadura de Herodes”. ¿De qué levadura estaba hablando Jesús? De la doctrina. Sin embargo, los discípulos “discutían entre sí, diciendo: Es porque no trajimos pan” (Mar. 8:14-16). Llega a ser jocoso. Ellos entendían todo mal. Veían las cosas solo desde el punto de vista humano y material.

Jesús había venido al mundo a establecer su reino, y en todo momento fue claro cuando les dijo que su reino era espiritual. Juan ya lo había anunciado: “En aquellos días vino Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea, y diciendo: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mat. 3:1, 2). Tanto Juan como Jesús hablaron siempre del “reino de los cielos”. El Señor mencionó 126 veces la naturaleza espiritual de su reino en los cuatro evangelios. Jamás dio motivo para que los discípulos pensaran que se estaba refiriendo a un reino terrenal. Fue enfático cuando usó ilustraciones como la sal, la luz, la levadura y el grano de mostaza. Cosas pequeñas, pero de consecuencias trascendentales y eternas, como son las cosas espirituales. Pero ellos pensaban que Jesús era un mesías guerrero, y que había llegado solamente para derrotar a los romanos y establecer el reino terrenal de Israel. Los discípulos pensaban en el reino de los cielos en términos humanos, aunque trataban de “espiritualizar” sus conceptos. Mencionaban con frecuencia la expresión “reino de los cielos”, pero inconscientemente lo hacían dentro de los parámetros de las cosas de esta Tierra. Como cuando discutieron acerca de quién de ellos sería el más grande en el “reino de los cielos”. ¡Qué ironía!

A lo largo de sus tres años de ministerio, Jesús trató de enseñarles una y otra vez la naturaleza espiritual de su reino, y ellos siempre creyeron que lo habían entendido. La realidad, sin embargo, era dolorosamente cruel. Ellos jamás entendieron. Por eso, cuando Jesús murió, se sintieron frustrados, derrotados y tristes. Sus expectativas políticas habían llegado a su fin. Para ellos, el “reino de los cielos” no había pasado de ser una ilusión. Y aquel domingo, mientras dos de ellos retornaban a Emaús con sus esperanzas frustradas, Cleofas, sin reconocerlo, le dijo al propio Señor Jesucristo: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días? Entonces él les dijo: ¿Qué cosas? Y ellos le dijeron: De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo le entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y le crucificaron. Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido” (Luc. 24:18-21).

¿Por qué las palabras de Cleofas están cargadas de pesimismo? “Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel”, dijo entristecido. ¡Pobres discípulos! Habían entendido mal lo que era el reino de Dios. La redención que Jesús les había prometido estaba en plena acción. Era esa la razón por la que el Señor había aceptado la muerte de cruz, y ellos pensaban que Jesús les había fallado. Habían sido desaprobados en el examen final.

Pero Jesús nunca desecha a los que fracasan. Él es el Dios de las oportunidades, siempre dispuesto a escribir una nueva historia en una página en blanco. Por eso, aquella misma noche apareció ante sus discípulos, que estaban dominados por el miedo, escondidos con las puertas trancadas y las esperanzas rotas. Los consoló, les dio ánimo y les encomendó la edificación de su reino.

¿Qué reino edificarían, si en tres años no habían entendido nada? Pero Jesús nunca pierde las esperanzas, y se quedó con ellos cuarenta días más para ayudarlos a entender la naturaleza espiritual de su reino. Lucas relata la historia de la siguiente manera: “A quienes también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” (Hech. 1:3).

¡El reino de Dios! Ese había sido el tema central de su ministerio durante los tres años anteriores. Ellos no habían entendido. Ahora, resucitado, antes de subir a los cielos, se queda con ellos cuarenta días más, y el tema central de sus enseñanzas en esos días volvió a ser el reino de Dios. Les dice más; les pide que no salgan de Jerusalén, sino que esperen la promesa del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque el reino de Dios es un reino espiritual y solo puede ser edificado con la participación del Espíritu.

Después compara ambos reinos con el bautismo de Juan y el bautismo del Espíritu. Juan bautizaba con agua. Era un bautismo visible. Todo el mundo veía. Quedaban las “fotos”, ese recuerdo visual, como registro del acontecimiento; los nombres eran escritos en los libros de la iglesia. Pero el bautismo del Espíritu es diferente. Nadie ve. No hay fotos. Porque el reino de Dios empieza a trabajar por dentro, como lo hacen el grano de mostaza, la sal y la levadura. Los nombres no están escritos en los libros de la secretaría de la iglesia, sino en los libros de la vida allá en los cielos.

Este es el último día que Jesús pasa con sus discípulos. Este es el último mensaje que les deja. Quiere tener la certeza de que ahora sí entendieron la naturaleza espiritual de su reino; pero, de repente, ellos le preguntan con una ingenuidad que duele: “Señor, ¿restaurarás el reino de Israel en este tiempo?” (Hech. 1:6).

Imagina la decepción de Jesús. Él ya estaba listo para partir, y sus amados discípulos todavía no habían entendido la misión. Entonces, al registrar sus últimas palabras, les dice cómo construir el reino espiritual, la iglesia gloriosa, sin arruga, ni mancha, que él desea encontrar cuando vuelva: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hech. 1:8). Para construir el reino de Dios, cada discípulo tendría que volverse un testigo. Sin el testimonio personal de cada cristiano, jamás existiría el reino de Dios.

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