Claudio Rizzo - La verdad, fuente de santidad

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En este libro octavo trato el contraste entre la verdad bíblica que hallamos en Cristo, Fuente de toda Santidad, y las mentiras y envidias, fruto de las sombras de nuestras vidas, siendo estas en un lenguaje paulino: frutos de la carne, es decir, aquello aún inconverso en nuestras vidas.
JESUCRISTO es la Verdad. Se oye a menudo una frase en la que, quienes no conocen o se niegan a aceptar el Señorío de Cristo utilizan y es: «Nadie es dueño de la verdad». Cuán incierta es esta frase apologética (defensiva) que los hombres del mundo, varones y mujeres, usan, y a menudo con mucha firmeza, para frenar que les comuniquen o intenten hacerlo otros desde su fe.
Algunos opinan que aquellos que la afirman no conocen al Señor. Otros sostendrán que lo hacen por ignorancia. Sin embargo, existe la posibilidad de hacerlo para contraponerse en defensa del secularismo (prescindencia de Dios) que se advierte en muchos ambientes ciertamente mundanos, esto es, el mundo como mundanidad.
Algunas personas no conocen a Cristo, el Señor, por falta de conocimiento, como sostiene el profeta Oseas. Otros, porque nadie les predica, como enseña San Pablo en la Carta a los Romanos. Y otros, porque hacen la opción de oponerse a las exigencias que el Evangelio nos ofrece.
JESUCRISTO es la verdad. El Señor lo reveló «Yo soy la Verdad», Jn 14, 6. Y al enseñarnos que «la verdad nos hará libres», Jn 8, el Señor nos está manifestando que solo en Él seremos libres si «en él vivimos, nos movemos y existimos», Gal 2.
La verdad implica optar por su Evangelio, generar y honrar una identidad bautismal que nos libera del peso del pecado.
Nuestra alianza con Cristo suscita el deseo de la inocencia de vida, de descubrir que su Luz es nuestra única claridad, de movernos a conciencia sabiendo que ésta es «el primer vicario de Jesucristo». Así nos lo enseña San Ambrosio (s. IV), de optar por incorporar los valores del Reino. Así el resto viene por añadidura.
El sentido de desnudez interior que produce andar en la verdad otorga mucha paz y bienestar en nuestra alma lo cual genera serenidad dado que se hacen vida aquellas palabras del Sal 62: «Solo en Dios descansa mi alma».
Sugiero siempre releer cada capítulo por sus contenidos y sus reflexiones.
Agradezco a nuestro Padre Eterno en la persona de Cristo por donarnos su Espíritu para provecho común, 1 Co 12, 7.
A la Virgen Santa por acompañarme en cada predicación e instruirme con su oración. Y a todos los hermanos que tanto en mis programas radiales desde hace veinticuatro años consecutivos están en las sintonías buscando al Dios de la Vida…
Agradezco renovadamente a Pedro, sacerdote verbita, que como director de la Editorial Guadalupe me acompaña cercanamente en todas mis publicaciones.
Sigamos construyendo el Reino.

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“El Señor es justo y ama la justicia,

y los que son rectos verán su rostro”.

Salmo 11, 7

4ª Predicación

“Beneficios divinos: andar en la verdad IV”

La verdad y la discreción (2)

“Indícame, Señor tu camino

para que yo viva según tu verdad”.

Salmo 86, 11a.b

Podemos iniciar nuestra reflexión con la posibilidad de pensar que en nuestra vida todo está sujeto a cambios (culturales, anímicos, espirituales, económicos, sociales, religiosos, nocionales, afectivos). En nuestra historia la mayoría de las personas pasa por el desafío de la cultura del esfuerzo y del trabajo, los cuales, en sí mismos, dignifican a todo ser humano. Sin embargo, se entrelazan, muchas veces, en nuestra dialéctica, aciertos y desaciertos. Hay etapas de la vida en las que nos podemos mover con “la moral del deber por el deber”; la del “deber por necesidad” o por la “moral del deseo”. La que en verdad debemos priorizar en cuanto a nuestras opciones se refiere es la moral del deseo… Esta sostendrá la libertad interior a la cual estamos convocados a vivir la vida… Es algo muy personal que solo en la libertad en el Espíritu podemos vivenciarla…

Las personas que somos orantes intentamos por nuestra parte caminar conforme a la Voluntad de Dios. Y El Espíritu es advirtente…por tanto, a pesar de nuestra debilidad humana, El Espíritu nos va instruyendo… y posee como Dios la facultad previsora y previniente. Siempre, no obstante, debemos dejar un espacio para nuestras malas interpretaciones tal vez… La humildad y discreción seguramente serán buenas compañeras en nuestro discernimiento.

San Benito advierte a sus hermanos que han de ser elegidos como abad a entender la discreción como “sabia mesura”: el discernimiento. Ahora podemos preguntarnos: ¿de dónde viene ese don? Por una parte, hay algo natural que nos capacita para el discernimiento hasta un determinado grado. A ese don natural le llamamos “tacto” o “delicadeza” y es fruto de un cultivo del alma y de una sabiduría heredada o bien adquirida por diversas actividades formativas o experiencias vitales. El Cardenal Newman decía que el perfecto “gentleman” se confunde casi con el santo. Su actitud alcanza sólo hasta un determinado nivel de sobrecarga. Por encima de ese nivel se rompe el equilibrio del alma. La discreción natural no llega tampoco a niveles muy profundos. Ella sabe “cómo tratar a los hombres” y cómo un aceite suave se adelanta a los roces en el engranaje de la vida social, pero los pensamientos del corazón, el centro más íntimo del alma, le son desconocidos. Allí llega solo el Espíritu que todo lo penetra, hasta las profundidades mismas de la divinidad. La verdadera discreción es sobrenatural. Ella se encuentra solamente allí donde reina el Espíritu Santo, donde una persona, mediante el ofrecimiento indivisible de sí misma y la capacidad de entregarse libremente, escucha la voz suave de su huésped y está atenta a sus inspiraciones. Y es aquí donde realmente podemos redimensionar que la discreción es un don del Espíritu Santo. Sin duda alguna no se la puede tomar como uno de los siete conocidos ni tampoco como un octavo nuevo. La discreción pertenece a cada don en particular y se puede llegar a afirmar que los siete dones constituyen la huella visible de este único don.

El don de temor “distingue” en Dios lo que es propio: Su Divina Majestad y por eso determina la distancia inconmensurable entre la santidad de Dios y la propia imperfección. El don de la piedad distingue en Dios la “pietas”, el amor paternal, y le contempla con amor filial y respetuoso, con un amor que sabe distinguir lo que es debido al Padre en el cielo. En la prudencia es donde se ve con más claridad que la discreción es un don de discernimiento: ella determina qué es lo que más conviene para cada situación concreta. Claro que es un camino a recorrer: caridad-tolerancia-paciencia y prudencia…y así la prudencia es madre de virtudes…En la fortaleza podríamos inclinarnos a pensar que se trata de algo puramente voluntario. De todos modos, la distinción entre la prudencia que reconoce el camino recto y una fortaleza que se impone ciegamente es posible sólo en el ámbito natural. El espíritu humano obra dócilmente y sin disgusto allí donde reina el Espíritu Santo. La prudencia determina el obrar práctico sin ninguna restricción y la fortaleza se ve de esa manera iluminada por la prudencia.

Ambas (la prudencia y la fortaleza) nos posibilitan adaptarnos flexiblemente a las más diversas situaciones. Precisamente cuando ella se ha entregado sin resistencia al Espíritu, es capaz de sobrellevar todo lo que le acontece. La Luz del Espíritu le permite, como don de ciencia, ver con absoluta claridad todo lo creado y todo lo acontecido en su ordenación a lo eterno…comprenderlo en su estructura interna y otorgarle el lugar debido y la importancia que le corresponde.

Luego, por don de entendimiento, el Espíritu nos concede perpetrar en la profundidad de la divinidad misma y deja resplandecer ante ella con toda claridad la verdad revelada. Tengamos presente aquellas palabras de Is 55, 3 c.d.: “Yo haré con ustedes una alianza eterna, obra de mi inquebrantable amor a David”.

Debemos entender que la alianza que Dios pensó para nosotros es iniciativa divina…lo cual anticipa la voluntad del Padre expresada por Jesucristo, el Señor “Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes”, Lc 22, 20c.

En su punto culminante la discreción vista desde el don de sabiduría es una experiencia inefable de unidad con la Trinidad que genera un acceso a la misma fuente eterna y hasta todo aquello que emana de ella y que le tiene como sustrato en ese movimiento vital y divino que es amor y conocimiento juntamente.

Vamos descubriendo en nuestro desarrollo que lo que clásicamente se conoce con el nombre de “sancta discretio” se distingue radicalmente de la inteligencia humana, aun de la más aguda dado que ésta no distingue a través de un pensamiento discursivo escalonado como el espíritu humano que investiga; ella no desmembra y resume, no compara y reúne, sino que da un cierre (concluye) y prueba lo que discierne.

La “sancta discretio” distingue de la misma manera que el ojo humano percibe el entorno de las cosas sin esfuerzo alguno a la luz del claro día. La compenetración en los detalles particulares no le hace perder la visión de todo el contexto. Cuanto más alto sube el caminante tanto más se amplía el horizonte, hasta llegar a la cumbre donde la visión del entorno es completa. El ojo del espíritu, iluminado por la luz celestial, alcanza las lejanías más distantes, nada se desvanece, nada se hace indistinguible. Con la unidad crece la plenitud, hasta que todo el mundo se hace visible bajo el simple rayo de la luz divina, como acaeció en lo que en espiritualidad se llama “magna visio” como es el caso de San Benito.

Consideremos que hay tres sacramentos que otorgan un poder instrumental. Este poder se manifiesta a través de un sello indeleble que se denomina “carácter sacramental”. Estos tres son bautismo, confirmación y orden sagrado. Compartamos tres citas bíblicas en las que se manifiesta claramente este poder que actúa en nosotros desde el bautismo y sigue vital para que con la interacción de los dones del Espíritu logremos la discreción que nos genera una nueva visión de la vida y nos conlleva a la Eternidad Gozosa con el Santo y Feliz: JESUCRISTO.

2 Co 1, 21-22: “Y es Dios el que nos reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el que también nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones las primicias del Espíritu”.

En Ef 1, 13 leemos: “En él, ustedes, los que escucharon la Palabra de la verdad, la Buena Noticia de la salvación, y creyeron en ella, también han sido marcados con un sello por el Espíritu Santo prometido”.

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