–Tú también eres español –le recordó Fray Bernardino, que parecía tan impresionado o más que él mismo.
–Ya no me siento español –masculló el cabrero con rencor–. Canario, gomero o guanche, ¡cualquier cosa!, menos parte de un pueblo capaz de traicionar a una mujer que los recibe como amigos.
–Tenemos que ayudarla –intervino Ingrid–. Tenemos que hacer cuanto esté en nuestra mano por convencer a Ovando de que está cometiendo un error. Ella tan solo quiere la paz.
–¡Olvídalo! –puntualizó el fraile con amargura–. Ya intenté disuadirle pero resultó inútil. Mucho más lo será ahora que ha hecho el viaje y ha conseguido apresarla. La ahorcará.
–¡No será capaz!
–Ovando es capaz de todo –sentenció el franciscano, apesadumbrado–. Para él no cuenta más que lo que beneficia a la Corona, y ahora imagina que la Corona quiere a Anacaona muerta.
–¡Pero eso es absurdo! –protestó la alemana–. ¿Qué daño puede hacer con sus escasas fuerzas?
–Ninguno que yo sepa –admitió el fraile–. Pero los gobernantes no piensan como el resto de los mortales. A la mayoría de los seres humanos les gusta compartir la vida con otros seres humanos, pero los gobernantes odian compartir el poder. Siempre ven una amenaza en todo.
–Lo dice como si un gobernante no fuera un ser humano.
–Es que con demasiada frecuencia dejan de serlo. La autoridad les incita a considerarse superiores, sin caer en la cuenta de que ese simple error les vuelve inferiores, puesto que distorsionan la visión de las cosas.
–Pero ahorcan a sus enemigos –medió Cienfuegos cortando su disertación–. Me importa poco lo que piense o deje de pensar Ovando –añadió–. Lo que ahora importa es que al apoderarse de Flor de Oro se ha adueñado de Xaraguá, y aquí corremos peligro.
–¿No pensarás huir? –se sorprendió Ingrid.
–No, desde luego. Pero mi principal preocupación es ponerte a salvo. Después iré a ver qué puedo hacer por la princesa.
–No podrás hacer nada, hijo –le advirtió de nuevo el de Sigüenza–. El gobernador ha cometido un error al apresarla, pero no puede permitirse el lujo de cometer uno aún mayor al consentir que se le escape.
–¿Y cree que estoy dispuesto a dejar morir a alguien que ha hecho tanto por nosotros? –se sorprendió el gomero.
–No, desde luego. Conociéndote como te conozco, no lo creo, pero la única esperanza de la princesa se centra en la posibilidad de que yo interceda ante el gobernador para que no la ejecute, limitándose a enviarla a España.
–Para Anacaona el cautiverio sería aún peor que la muerte,–musitó apenas doña Mariana.
–Siempre hay una posibilidad de regresar del cautiverio, hija, mientras que, ya se sabe, la muerte resulta irremediable. Ruega a Dios para que encuentre argumentos con los que salvarla de la horca.
–Si Dios no ha sido capaz de echarle una mano a tantos cristianos como he visto en apuros, menos lo hará por una pagana –masculló el cabrero–. Su intención es de agradecer, padre, pero temo que si no se la arrancamos por la fuerza, Ovando no le permitirá seguir viviendo.
–¿Y cómo piensas hacerlo? –inquirió el religioso en un tono levemente despectivo–. ¿Enfrentándote solo a los soldados del gobernador, o poniéndote al frente de los guerreros de Xaraguá en contra de tus compatriotas?
–Ya le he dicho que quienes traicionan mujeres no son mis compatriotas.
–Tu gente es tu gente, comoquiera que te pongas, hijo –sentenció el franciscano–. No niego que en momentos como este incluso a mí me dan ganas de renegar de mi sangre, pero aquí está, bajo mi piel corriendo por mis venas, y a ver cómo lo evito. –Abrió los brazos en un gesto de resignación e impotencia que mostraba a las claras su negro estado de ánimo–. Lo que tienes que hacer, como bien has dicho, es poner a salvo a tu familia y hacer que alguien me lleve junto a Ovando. Le rodean demasiados exaltados y necesita que alguien le frene.
–Yo le acompañaré –se ofreció el canario–. Bonifacio Cabrera sabe a dónde tiene que llevar a mi familia y dónde tienen que esperarme. –Se volvió luego a doña Mariana tomándola por la barbilla y obligando a que le mirara a los ojos–. Haré cuanto esté en mi mano por la princesa –prometió–. Confía en mí.
A la mañana siguiente, con la primera claridad del alba, el grueso de la familia embarcó en dos grandes piraguas rumbo a la punta este de la isla de Gonave, mientras el canario y Fray Bernardino emprendían el regreso al poblado, para comenzar a cruzarse de inmediato con docenas de ancianos, mujeres y niños que huían de los soldados españoles.
Cienfuegos, que dominaba su lengua, iba traduciendo a su acompañante cuanto los fugitivos le contaban, y el buen fraile no daba crédito a sus oídos cuando dos muchachitas, a las que casi no podían considerarse todavía mujeres, relataron con todo lujo de detalles cómo entre cinco soldados las habían encerrado en una cabaña abusando de ellas hasta cansarse.
–¡No es cierto! –exclamó indignado–. ¡Están mintiendo! Tienen que estar mintiendo.
El canario se limitó a mostrarle las marcas que unos dientes habían dejado en la entrepierna de una de ellas y los moretones y arañazos que ambas mostraban por todo el cuerpo.
–¿Y qué cree que es esto, padre? –quiso saber–. ¿Bendiciones apostólicas? Esto es lo que su amigo Fray Nicolás consiente que hagan con las nativas. Si se tratara de muchachas españolas mandaría ahorcar a los culpables, pero como tienen la piel oscura y andan medio desnudas permite que las violen e incluso que las maten.
–¡Dios sea loado!
–No empecemos, que ahora sí que no estoy para jaculatorias –fue la agria respuesta–. Si en verdad seguís pensando que quienes hacen este tipo de cosas van a tener la más mínima piedad con la princesa es que estáis loco.
–Ovando no debe estar enterado de esto –casi sollozó el otro–. ¡Seguro!
–Cuando un gobernante no se entera de que sus hombres hacen este tipo de cosas, es porque no desea enterarse –le hizo notar el cabrero–. Vuestro amigo Ovando no se diferencia de los Colón o Bobadilla más que en el hecho de que estudió en Salamanca. –Señaló a las muchachas y a una mujeruca que se alejaba en esos momentos tirando de un niño–. Observad a esta gente y el terror que se refleja en sus rostros –pidió–. Os juro que cuando llegamos aquí jamás vi esas caras. Era un pueblo pacífico y feliz que se desvivía por hacernos la estancia agradable. –Se encogió de hombros con gesto de impotencia–. Nos tomaron por dioses, y han descubierto que en realidad somos demonios. ¡Cielos! –concluyó compungido–. ¡Cuánto daño hemos hecho! ¡Cuánto daño!
–Quizás haya sido culpa de la guerra –insinuó sin la menor convicción el de Sigüenza–. Ya se sabe que…
–¿Guerra? ¿Qué guerra, padre? –le interrumpió el gomero–. Recuerde que yo fui de los primeros en pisar esta isla, y no recuerdo que nadie nos recibiese en son de guerra, del mismo modo que Anacaona tan solo pretende que les dejen un rincón donde vivir en paz.
Reanudaron la marcha en silencio, sin volver a detenerse hasta que avistaron las primeras cabañas del villorrio, y en el momento de tener que separarse, el franciscano no pudo evitar abrazar con fuerza a Cienfuegos, sobre cuya frente trazó la señal de la cruz.
–Que el Señor te proteja, hijo –musitó–. Y reza por mí. Reza para que ese maldito hipócrita no me encierre cuando oiga lo que voy a decirle.
No exageraba un ápice el buen fraile, pues en cuanto se echó a la cara a Su Excelencia el gobernador Ovando, le espetó de entrada que era un desgraciado hijo de puta, y de ahí en adelante se explayó aún más a gusto y sin medida.
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