De dónde sacó el recatado franciscano tal cantidad de epítetos, y de dónde sacó sobre todo el valor necesario como para endilgárselos a un superior de tan alto rango, es algo que aún permanece en el misterio, pues no lo aclaran las crónicas, pero lo que sí se sabe a ciencia cierta es que la tormentosa entrevista escandalizó incluso a los más broncos capitanes de la guardia, que se preguntaban cómo era posible que todo un gobernador lo aceptase sin exigir que encerraran a semejante energúmeno.
Tal vez se debió a una simple cuestión de amistad; tal vez a que en el fondo de su alma Ovando sabía que estaba obrando erróneamente, o tal vez a que la sorpresa de descubrir que soldados a su mando se dedicaban a violar muchachitas le había dejado mudo, pero lo que resulta de todo punto indiscutible es el hecho de que por primera vez en la historia un mandatario español en las Indias Occidentales tuvo que aceptar las recriminaciones que un religioso le hacía en público por el injusto trato que estaban recibiendo los indígenas.
Con el tiempo tal enfrentamiento se convertiría en algo cotidiano y en el eje sobre el que habría de girar la política imperial en el Nuevo Mundo, pero cuanto se dijese más tarde no sería más que una repetición falta de originalidad de cuanto el franciscano Fray Bernardino de Sigüenza le planteara en Xaraguá al gobernador Fray Nicolás de Ovando al día siguiente de la captura de la princesa Anacaona.
Según él, los nativos no estaban siendo considerados como seres humanos, sino como bestias; no se respetaban sus derechos, y no se tenía en cuenta que eran tan hijos de Dios como pudiera serlo un andaluz, un catalán o un castellano.
En dos palabras: estaban recibiendo un trato propio de herejes o de infieles, y no de simples paganos.
Y ese era un concepto que había que tener muy presente en la España de los Reyes Católicos, y que a menudo olvidaban cuantos cruzaban el océano.
Herejes e infieles se constituían, casi por antonomasia, en los enemigos declarados de Isabel y Fernando, pero los paganos no, puesto que los paganos estaban considerados como pobres seres ignorantes que no habían dispuesto de la oportunidad de conocer al único y verdadero Dios, por lo que los españoles tenían la obligación de llevarlos a la fe de Cristo a base de paciencia y comprensión.
Había que odiar a moros, judíos o cátaros casi con idéntica fuerza con que había que amar a negros de África o cobrizos de las Indias, pues tanto mérito tenía a los ojos de los monarcas cortarle el cuello a unos como salvar el alma de los otros.
Pero esas eran normas que no se estaban cumpliendo, y Fray Bernardino de Sigüenza no parecía dispuesto a consentirlo. La princesa Anacaona aún no había sido bautizada, y, por lo tanto, no había tenido ocasión de renegar de la fe en Cristo y transformarse en hereje. Tampoco había proclamado públicamente formar parte de la comunidad judía o musulmana, y por idéntica razón tampoco podía ser considerada infiel. Era pues una simple y sencilla pagana, lo cual significaba que había que protegerla, defenderla y darle la oportunidad de bautizarse, en lugar de tenderle una trampa y pretender ajusticiarla.
–¿Lo habéis entendido? –fue lo último que se le ocurrió añadir a Fray Bernardino cuando por fin se le acabaron los insultos.
–Lo he entendido –admitió el gobernador con sequedad–. Pero lo que Vos no entendéis es que con reyes no cuentan leyes.
–¿Y qué intentáis decir con semejante mamarrachada?
–Que si Anacaona se empeña en considerarse reina de Xaraguá no puede pretender que se le apliquen unas normas dictadas para el común de los mortales. Es su propio empecinamiento el que los pierde, no mi falta de comprensión.
–Es lo más hipócrita que he oído en mucho tiempo –sentenció el de Sigüenza–. Y lo más rastrero.
–Empiezo a cansarme de vuestras palabras y vuestro tono –le hizo notar Ovando–. Abusáis de mi paciencia y mi amistad, pero todo tiene un límite.
–¿Y qué pensáis hacer? –La agresividad del franciscano no disminuía lo más mínimo–. ¿Ahorcarme? ¿Encerrarme tal vez? Sabéis muy bien que no tenéis atribuciones para ello, y no creo que deseéis enfrentaros a la Santa Madre Iglesia. La primera obligación de un siervo de Cristo es defender a su rebaño, y eso es lo que estoy haciendo, puesto que esas desgraciadas a las que violan vuestros soldados son parte de mi rebaño mal que os pese. ¡Alzad un dedo contra mí y conseguiré que os excomulguen!
–¿Os habéis vuelto loco? –se escandalizó el gobernador palideciendo–. ¿O es que acaso El Maligno se ha apoderado de Vos?
–Ni loco, ni poseído más que por la justa ira de Dios –fue la respuesta–. La misma ira que os invadiría si bajarais de vuestro pedestal y vierais las marcas que los dientes de soldados españoles dejan en la entrepierna de niñas inocentes. ¡Esos son a los que tenéis que ahorcar, no a la princesa!
–Que los busquen y los ahorquen –sentenció el otro volviéndose apenas al capitán de su guardia–. Y Vos, padre, salid de aquí y que no vuelva a veros nunca.
–No volveréis a verme –señaló Fray Bernardino de Sigüenza convencido–. Pero tened por seguro que si vuestro comportamiento sigue siendo el mismo me oiréis con harta frecuencia.
–¿Os atrevéis a desafiarme?
–Decididamente, sí.
Dio media vuelta y se alejó con tanta altivez que podría pensarse que había dejado de ser el maloliente hombrecillo que siempre deseó pasar inadvertido, para transformarse en un llamativo gigante, y su antiguo compañero de Salamanca no pudo por menos que aceptar que tal vez sus amenazas se cumplieran y se vería obligado a seguir escuchando lo que quisiera decirle aunque nunca tuviera ocasión de volver a verle.

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