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Alberto Vazquez-Figueroa: Tierra de bisontes. Cienfuegos VII

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Alberto Vazquez-Figueroa Tierra de bisontes. Cienfuegos VII

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En la séptima entrega de la serie Cienfuegos, el genial gomero se adentra en la isla de Santo Domingo, en el paradisíaco territorio de Xaraguá, donde reina la princesa Anacaona, carismática líder de los indígenas cuya vida marca un hito en el antes y el después de las relaciones de «civilizados» y oriundos del nuevo continente.Una saga apasionante para conocer cómo nunca se había hecho el descubrimiento y la conquista de América. Lo mejor y lo peor del ser humano en una serie de aventuras ambientadas en el contexto histórico más interesante de nuestra historia.

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TIERRA DE

BISONTES

Alberto Vázquez-Figueroa

Categoría Novela histórica Colección Biblioteca Alberto VázquezFigueroa - фото 1

Categoría: Novela histórica

Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: Tierra de bisontes

Primera edición: 2006

Reedición actualizada y ampliada: Mayo 2021

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN:9788418263996

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

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La luz de la luna penetraba incluso hasta los arrecifes que se encontraban casi a veinte metros de profundidad.

Allí, en el archipiélago que más tarde sería conocido como «El Jardín de la Reina», el agua aparecía siempre tan quieta y transparente que cabría pensar que más que agua era un cristal sobre el que la vieja barca se deslizara como si patinase sobre una fina capa de hielo que tan solo era atravesado, de tanto en tanto, por los alegres saltos de silenciosos delfines.

Las quietas noches de plenilunio de la costa suroeste de Cuba, en las que la suave brisa que llegaba de la isla traía olor a tierra mojada y vieja selva, tenían mucho de embriagador y mágico, por lo que hacía años que el canario Cienfuegos había tomado la costumbre de hacerse a la mar a la caída de la tarde con el fin de dedicar la noche a pescar o a extasiarse con uno de los paisajes más hermosos que hubiera contemplado nunca.

Tal vez la luna rielando sobre el mar le devolvía a aquel día de su ya muy lejana infancia en que, poco antes de morir, su madre lo condujo por entre los mil vericuetos de los peligrosos senderos que bordeaban los precipicios de la isla de La Gomera en busca de la orilla de un mar que hasta aquel momento el chicuelo tan solo había contemplado desde lo alto de las montañas.

Para alguien nacido y criado en la cima de un impresionante risco, el mar y el cielo eran puntos casi igualmente lejanos, por lo que de niño Cienfuegos siempre mantuvo el disparatado convencimiento de que algún día se introduciría en el cielo de la misma forma en que su madre le había introducido en el mar.

Pasaron en la quieta ensenada tres días y tres noches, sin duda los más hermosos de la infancia de un crío que jamás conoció a su padre y que perdió a su madre dos semanas más tarde, lo cual siempre le obligó a sospechar que cuando le llevó a ver el mar su madre ya debía saber que iba a morir.

Durmieron acurrucados el uno junto al otro sobre la tibia arena negra, escuchando en suave rumor de las olas batiendo contra las rocas del acantilado y aspirando un fresco aroma salado que poco tenía que ver con el acostumbrado hedor de los machos cabríos con los que se veían obligados a lidiar a diario.

Su madre había sido una pastora montaraz, hija y nieta de los antaño famosos «Garaones», una de las escasas familias de rebeldes aborígenes «guanches» que en La Gomera prefirieron huir a las montañas antes que someterse a los caprichos de los conquistadores españoles, pero que evidentemente había acabado por sucumbir al asedio de algún aguerrido invasor que le dejó como único recuerdo de su incruenta conquista un hermoso retoño de piel clara, ojos verdes y cabellos sorprendentemente rojizos.

Tal vez la palpable e incuestionable evidencia de que al fin había sido vencida por sus eternos enemigos era lo que había impulsado a «La Garaona» a mantenerse oculta entre barrancos y montañas hasta el fin de sus días.

Si, tal como algunos aseguraban, había sido violada por un capitán con ayuda de dos brutales soldados, o si la plaza fuerte se había rendido voluntariamente ante el irresistible ataque de un verbo fácil y una deslumbrante sonrisa, era algo que nadie supo nunca, pero como resulta evidente que una derrota es casi siempre deshonrosa, la cabrera había optado por mantener el fruto de tal acción lo más lejos posible de la curiosidad ajena.

Otros opinaban que su «conquistador» había sido en realidad un gigantesco marino llegado de nadie supo nunca, y cuyo barco se había estrellado contra los acantilados del norte durante una noche de tormenta.

Por lo visto se había propinado tal golpe en la cabeza en el momento de naufragar que a partir de ese instante, y hasta el día en que murió, casi cinco años después, la única palabra que aprendió a decir en castellano fue «cagarruta».

Ahora, treinta y tantos años más tarde, nadie podría saber exactamente cuántos, el hijo del capitán o del marino se encontraba a miles de leguas de la negra playa canaria, pero aún el olor a mar conseguía devolverlo a aquellos tres maravillosos días en que su madre lo abrazaba consciente de que muy pronto dejaría de hacerlo.

Para algunos seres humanos, la infancia dura once años.

Para otros, únicamente tres días.

Los recuerdos son por lo tanto infinitamente menores, pero permanecen en la memoria como grabados a fuego.

El resto de esos once años se habían limitado a perseguir cabras por entre peñas y barrancos, ordeñarlas, ayudarlas a parir o degollarlas y despellejarlas cuando ya no servían más que de alimento o vestimenta.

Cienfuegos aborrecía todo cuanto se relacionase con las cabras, empezando por su olor, y acabando con el sabor de su carne, y por lo tanto era el único animal que se había negado a llevar a la isla caribeña en que decidió establecerse definitivamente con su extensa «familia».

Y es que, a su modo de ver, pocas cosas activaban de una forma más rápida la memoria que un olor, y esa memoria tan solo le traía a la mente años de tristeza, penurias y angustiosa soledad.

De todo ello, la soledad era a lo único a lo que le agradaba regresar a menudo, dado que en la pequeña isla en que se habían establecido era tanta la actividad y tanta la gente que pululaba a todas horas a su alrededor que pocas ocasiones tenía de detenerse a meditar en lo que había sido su más que agitada vida.

Cebó por enésima vez el anzuelo con un grueso gusano y permitió que el sedal en cuyo extremo había atado una piedra se deslizara hacia un arrecife en el que se distinguían las manchas de una increíble cantidad de peces de todas las formas, tamaños y colores.

Con harta frecuencia la piedra ni siquiera tenía tiempo de llegar al fondo.

Un tirón le avisaba de que una presa había mordido el anzuelo y se iniciaba entonces un apasionante lucha en la que lo más importante era impedir que, por muy grande y poderoso que fuera el enemigo, este consiguiera romper la liña, lo que significaba una costosa pérdida.

Se necesitaba mucha paciencia y habilidad puesto que el gomero sabía muy bien que ningún pez valía lo que valía el anzuelo y el aparejo con los que estaba intentando capturarlo.

Incontables horas solían pasar sus dos mujeres y sus hijos trenzando largas sogas de cáñamo, pero por mucha que fuera su habilidad raramente conseguían obtener la resistencia y calidad de los cientos de brazas traídos años atrás desde la lejana Sevilla.

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