¡País de locos!
¡Ni de locos…!
Durmió con la cabeza apoyada sobre la tierra del túmulo de la tumba de aquel amigo que nunca había conocido, pero si por casualidad esperaba que acudiera a visitarlo en mitad de la noche sufrió una decepción, porque los únicos que hicieron acto de presencia fueron una familia de escandalosos coyotes que se dedicaron a aullar durante horas.
Al amanecer le despertó un viento helado, y cuando lanzó una ojeada hacia el punto al que pensaba encaminarse le sorprendió descubrir que allá a lo lejos, a casi dos millas de distancia, la monótona llanura, por lo general verdosa o amarillenta, había cambiado de color y en aquellos momentos aparecía de un marrón oscuro hasta donde alcanzaba la vista.
Por más que rebuscó en su memoria no puedo recordar haber encontrado jamás en su camino unas plantas de semejante tonalidad, y menos aún que maduraran de golpe y al unísono de la noche a la mañana.
Desayunó sin prisas porque al fin y al cabo lo mismo daba iniciar la aburrida marcha a una hora que a otra, y permaneció luego un largo rato tumbado al sol esperando a que se le calentara la sangre.
Cuando al fin decidió emprender la marcha descubrió perplejo que la mancha de hierba marrón había avanzado de forma visible en la dirección en que se encontraba.
Aguzó la vista y tras un largo rato de observar atentamente llegó a la conclusión de que la mancha continuaba aproximándose a todo lo largo del horizonte.
¡País de locos!
¿Qué podría ser aquella masa informe que se movía como su estuviera dotada de vida?
¿Agua quizás?
Por unos instantes aceptó la idea de que se trataba de una gigantesca extensión de agua oscura, tal vez de denso fango proveniente de un sucio lago desbordado, pero al poco rechazó semejante posibilidad para acabar por aceptar la casi increíble realidad de que lo que avanzaba hacía el era un ejército de enormes bestias que pastaban mansamente la alta hierba.
Miles, ¡tal vez millones!, de altos bueyes gibosos de cortas pero poderosas cornamentas, los animales más grandes e impresionantes a que se hubiera enfrentado nunca.
Permaneció donde estaba, tan clavado al suelo como la cruz que marcaba el punto donde habían enterrado al infeliz Dorantes, incapaz de reaccionar puesto que el espectáculo al que estaba asistiendo superaba todo lo imaginable.
¡País de locos!

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