Se vio en la obligación de comprobar por tres veces que el agua era dulce y sin ni el más leve punto de salobridad para convencerse de que no se trataba en absoluto de un extraño lugar en el que se mezclaran el mar y un río de mediano tamaño, sino que, en efecto, aquella gigantesca masa líquida de color marrón parecía llegar, imparable, día tras día, hora tras hora y minuto tras minuto, de tierra adentro.
¡Santo Dios!
¿Qué tamaño tenía que tener un lugar que se perdía de vista en la distancia para que fuera capaz de recoger, acumular y devolver al mar tan inconcebible caudal de agua?
En La Gomera no existían más que pequeños arroyos que se salvaban de un simple salto, en una isla tan extensa como Santo Domingo la desembocadura del río Ozama podía atravesarse de veinte brazadas, y en la «Tierra Firme» del sur había navegado por un río de considerable tamaño, pero que en nada, ¡nada!, se parecía ni remotamente a lo que ahora tenía a la vista.
Y es que para un ser humano más o menos civilizado, aunque a decir verdad el canario no lo fuera en exceso, la sola idea de que se pudieran estar arrojando continuamente al mar casi veinte mil metros cúbicos de agua cada segundo resultaba de todo punto inconcebible.
Cienfuegos se encontraba en aquellos momentos sentado sobre las raíces de un cedro en lo alto de una pequeña colina, contemplando las orillas del gigantesco Misisipi –que en el dialecto de los seminolas venía a significar «Todas las Aguas»–, y que a decir verdad debían serlo puesto que el canario recordaba que cuando años atrás Ingrid le hablaba de su adorado Rin, que según ella era uno de los cauces fluviales más importantes de Europa, sus entusiastas descripciones le hacían quedar, no obstante, como una meada de burro frente a lo que ahora tenía delante.
–¡No posible! –se repetía una y otra vez–. ¡No es posible que esto sea realmente un río!
Y es que en ninguna mente de su tiempo cabía la idea de que aquellas aguas vinieran fluyendo desde seis mil kilómetros de distancia, porque sería tanto como admitir que a ese Rin de Ingrid se le hubiera ocurrido la absurda idea de cambiar de dirección para ir a desembocar al golfo de Cádiz, aumentando proporcionalmente de anchura, profundidad y caudal en relación con la distancia que iba recorriendo.
Idiotizado ante la magnificencia del paisaje, el canario tuvo una especie de primera visión, a su modo de ver aterradora, sobre el inconcebible tamaño del lugar al que le habían empujado las corrientes, y pese a que cuando al fin se convenció de que aquello era realmente un río y buscó en lo más profundo de sí mismo los adjetivos más apropiados para la ocasión, lo único que se sintió capaz de exclamar fue:
–¡La leche!
Hubiera dado años de vida por tener a su lado a Ingrid, Araya o cualquiera de sus hijos o amigos con quienes comentar la fastuosidad de un hallazgo de semejantes características, y lo que en aquellos momentos más le molestaba era la certeza de que si por casualidad algún día tenía la oportunidad de contar lo que había visto nadie se avendría a creerle.
Era cosa sabida que los «adelantados» del Nuevo Mundo tenían la inveterada costumbre de exagerar cuando hacían mención de sus descubrimientos, razón por la que solía decírseles: «Confórmate con la mitad de la mitad, y aún te sobra»; pero lo cierto es que incluso «la mitad de la mitad» de aquel río aún sobraba, y mucho, para que se convirtiera sin lugar a dudas en el mayor conocido hasta la fecha.
Años más tarde el tuerto Francisco de Orellana descubriría el Amazonas, más largo, ancho y caudaloso que el Misisipi de los «seminolas», pero por el momento aquella era sin lugar a dudas la masa de agua dulce más asombrosamente impresionante que ningún cristiano hubiera visto nunca.
Ameritaba tomarse un par de días de descanso regodeándose en la fastuosa serenidad del irrepetible paisaje, por lo que el gomero no dudó a la hora de quedarse junto al frondoso roble, disfrutando de algo que sabía que nunca volvería a presentársele por largo que fuera su camino, y consciente de que el Creador, que tantas cosas buenas y malas solía hacer por él, le había conferido el privilegio de ser el primer espectador «civilizado» de gran parte de los fabulosos prodigios con que había enriquecido aquel Nuevo Mundo al que un bendito o malhadado día, dependiendo de cómo se mirase, había llegado como polizón de la carabela «Santa María».
–No se puede cruzar este río sin haberlo grabado antes muy bien en la memoria –se dijo–. Quiero que, si llego a viejo, pueda cerrar los ojos y ver lo que ahora estoy viendo.
Y sabía que sería así porque en ocasiones los seres humanos presienten que algo que están contemplando, pese a que no sea en sí mismo importante, se grabará para siempre en su retina, más aún que en su memoria, y regresará de pronto, sin razón aparente, pero con tan absoluta fidelidad como si estuviera viéndolo en aquel mismo instante.
La imagen de un sol muy rojo descendiendo en el horizonte y lanzando sus últimos rayos sobre el cauce de un gigantesco río cuyas aguas sobrevolaban en esos momentos docenas de ánades era algo que tan solo desaparecería cuando los ojos que lo ahora contemplaban se cerraran definitivamente.
Cuando tres días más tarde el Misisipi desapareció por completo a sus espaldas, Cienfuegos tuvo la impresión de que su vida quedaba un poco más vacía, que su soledad era aun mayor, y que la nostalgia amenazaba con apoderarse una vez más de su alma.

Los distinguió muy a lo lejos, justo al caer la tarde, pero como cerró la noche antes de tener tiempo de cerciorarse de que se traba de lo que en un principio le había parecido, hizo un hueco en la arena, muy cerca de los primeros árboles, se introdujo dentro y se cubrió de nuevo con ella porque le constaba que al amanecer el frío arreciaría y había noches en las que le calaba hasta los huesos.
¡Odiaba el frío!
¡Dios! Cada día lo odiaba con más intensidad.
Por las mañanas se sentía acalambrado, entumecido e incapaz incluso de pensar con claridad, por lo que en ocasiones se tumbaba un largo rato al sol como un lagarto que necesitase que se le calentara la sangre antes de empezar a moverse.
Esa noche tardó en dormirse mucho más de lo que tenía por costumbre, dándole vueltas a la idea de que si, pese a la considerable distancia, sus ojos no le habían engañado, tal vez podría abrigar la esperanza de regresar pronto junto a sus mujeres y sus hijos.
Necesitaba más que nunca que amaneciera cuanto antes.
Más incluso que aquella otra noche en que oyeron volar cientos de pájaros sobre sus cabezas, síntoma inequívoco de que se encontraban cerca de tierra, con lo cual la ciega y peligrosa travesía del llamado «Océano Tenebroso» tocaría a su fin, demostrando así que la absurda teoría de que el mar acababa en un profundo abismo por el que se precipitarían sin remedio carecía de sentido.
Y es que en cuando ocurrió el «Descubrimiento», del que pronto se iban a cumplir diecisiete años, el gomero navegaba con docenas de amigos y compañeros con los que compartir el miedo de estar equivocados y la ilusión de no estarlo, mientras que ahora se encontraba absolutamente solo en mitad de un mundo desmesurado del que lo ignoraba todo.
Isleño de pies a cabeza, Cienfuegos amaba el mar, y el hecho de saber que siempre lo encontraría en cualquier dirección en que se encaminara le producía una extraña sensación de seguridad, puesto que ese mar era una especie de padre protector al que siempre se podía recurrir en caso de apuro.
Pero la tierra firme, aquel gigantesco territorio sin límites por el que un ser humano podía caminar durante días y semanas sin llegar nunca a su destino –la orilla del mar– le producía un profundo desasosiego, probablemente un tanto infantil para quien no compartiera sus temores, pero contra el que resultaba difícil enfrentarse.
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