Alberto Vazquez-Figueroa - Tierra de bisontes. Cienfuegos VII

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Tierra de bisontes. Cienfuegos VII: краткое содержание, описание и аннотация

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En la séptima entrega de la serie Cienfuegos, el genial gomero se adentra en la isla de Santo Domingo, en el paradisíaco territorio de Xaraguá, donde reina la princesa Anacaona, carismática líder de los indígenas cuya vida marca un hito en el antes y el después de las relaciones de «civilizados» y oriundos del nuevo continente.Una saga apasionante para conocer cómo nunca se había hecho el descubrimiento y la conquista de América. Lo mejor y lo peor del ser humano en una serie de aventuras ambientadas en el contexto histórico más interesante de nuestra historia.

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Ingrid le había contado, ¡la mayor parte de las cosas que sabía se las había contado Ingrid!, que existían personas que nunca habían visto el mar de tan apartado de él como vivían, y aunque siempre estuvo convencido de que la mujer que amaba era incapaz de mentirle, lo cierto es que en los primeros tiempos le había costado mucho trabajo aceptar que semejante aseveración pudiera ser cierta.

¿Cómo de lejos del mar podía encontrarse un lugar que en tres o cuatro días de marcha no se llegara a él?

La Gomera, Guaraní, Cuba, Santo Domingo o las Pequeñas Antillas en las que vivió prisionero de los caníbales no eran más que islas, y fue necesario que pasase mucho tiempo, hasta su accidentado desembarco en las costas de «Tierra Firme», para que comenzase a entender cuáles eran las auténticas dimensiones de un continente.

Abandonó sus refugio de arena poco antes del amanecer, y pese a que un cierzo helado barría la playa, avanzó contra el viento forzando la vista de tal modo que con el alba llegó al convencimiento de que, efectivamente, lo que se distinguía al otro lado de un pequeño promontorio de rocas eran los mástiles de un navío.

Corrió hacia él temiendo que con la marea que empezaba a subir decidiera zarpar dejándolo en tierra, y cuando, sudoroso y jadeante coronó el promontorio dispuesto a gritar a pleno pulmón anunciando su presencia, se quedó mudo de asombro y desencanto.

Se trataba en efecto de un navío, y casi con toda seguridad de un navío español, pero no se trataba de un navío que se encontrara a punto de zarpar, puesto que resultaba evidente de que jamás volvería a surcar los mares.

Clavado en la arena, proa al norte, cabría pensar que una gigantesca mano lo había sacado de las aguas con el fin de depositarlo, con exquisita delicadeza, a más de trescientos metros de la orilla.

Podría creerse, también, que se encontraba dispuesto a continuar su singladura, playa adelante, si no fuera por el hecho de que parte del tablazón de la amura de estribor había desaparecido dejando a la vista las cuadernas.

No se distinguía a su alrededor presencia humana de ningún tipo, ni indígena ni cristiana, por lo que cabía imaginar que las gaviotas y los cormoranes que se posaban en la cruceta de su palo mayor se habían convertido en su única y peculiar tripulación,

Pese a ello, ¡siempre la prudencia!, prefirió aguardar oculto entre las rocas del promontorio hasta cerciorarse de que no había en efecto alma humana alguna en cuanto alcanzaba su excelente vista, y tan solo entonces se decidió a continuar su avance.

El «Princesa del Mar», que así rezaba el nombre grabado a fuego en popa, se había convertido por caprichos del destino en esclavo de las arenas, y al estudiarlo de cerca se llegaba a la conclusión de que debía llevar en semejante estado un mínimo de cuatro o cinco años.

Por todas partes se distinguían restos del desastre, las anclas, cordajes, tablones e incluso barricas que habían acabado por desperdigarse a todo lo largo y ancho de la playa, y entre unas piedras se advertía el punto en que había ardido una hoguera en la que sus tripulantes se habían calentado o preparado la comida.

Las dos lanchas de salvamento que llevaba a bordo permanecían en sus puntos de amarre pero completamente inútiles y desfondadas.

Quienes quiera que fuesen los que habían llegado tan lejos no habían regresado por el mismo lugar.

O estaban muertos, o se habían internado en tierra firme.

Con un cierto respeto, como si estuviera hollando un lugar sagrado, el gomero penetró al fin por entre los rotos tablones en el interior de lo que había sido una pesada nave de casi treinta metros de eslora por seis de manga, probablemente una «carraca» más apropiada para realizar tareas de cabotaje en las tranquilas aguas del Mediterráneo que para adentrarse en la inmensidad del Océano Atlántico, pero era cosas sabida que los desesperados que en la lejana España no encontraban remedio a sus desdichas se aventuraban con harta frecuencia en tan poco prácticas embarcaciones en busca de una vida mejor en un Nuevo Mundo del que tantas cosas maravillosas habían oído contar.

El gomero los había visto llegar por docenas a Santo Domingo, andrajosos y hambrientos, convencidos de que en la isla el oro corría por las calles, y seguros de que desde el momento en que pusieran el pie en la otra orilla del océano todas sus penurias pasarían al olvido.

La estructura de la nave aún se mantenía milagrosamente en pie, guarida de avispas y cangrejos, lo cual decía mucho a favor de la clase de madera que se había empleado en las gruesas cuadernas, y Cienfuegos recorrió despacio las bodegas, repletas de enormes barricas, los tambuchos en los que aún perduraban restos de las hamacas en que durmiera tiempo atrás la tripulación, se tiznó con el hollín de la vieja cocina y subió luego a cubierta, desde donde contempló el mar que quedaba a popa y al que evidentemente el «Princesa del Mar» nunca regresaría más que cuando un violento huracán mandara gigantescas olas playa arriba y lo arrastrase de un lado a otro convertido ya en simples maderos.

Por último derribó de una patada la puerta que comunicaba con la camareta del capitán, que se había atascado al hincharse la madera, y lo primero que llamó su atención fue un pergamino que aparecía clavado en el mamparo frontal.

Le costó un gran esfuerzo descifrarlo puesto que la tinta había comenzado a decolorarse, pero al fin llegó a la conclusión de que al parecer la vieja «carraca» había sido empujada a tierra por una inesperada tormenta el ocho de agosto del mil quinientos seis, sin tener que lamentar pérdidas humanas, pero sin que existieran posibilidades de intentar reflotar la despanzurrada nave.

Pero lo que en verdad impactó al canario fue la última frase del escueto mensaje:

«Es muy posible que nos encontremos en la isla de Bímini.

Las coordenadas coinciden. Intentaremos averiguarlo».

картинка 9

¡Dios fuera loado…!

¡La isla de Bímini!

Tomó asiento en lo poco que quedaba en pie de la litera del capitán, sin poder apartar la vista de un documento que ni siquiera se había atrevido a tocar.

No podía dar crédito a lo que decía.

¡«La isla de Bímini»!

Los desgraciados ocupantes de aquella nave, cuantos y quienes quiera que fuesen y de donde quiera que proviniesen, habían ido a estrellarse contra una lejana y desconocida costa de lo que empezaba a temer que fuera un gigantesco continente, cuando lo que en realidad venían buscando era el mítico y fabuloso lugar del que todos hablaban casi desde el mismo día en que se descubrió el Nuevo Mundo.

¡«Bímini»!

¡Pobres estúpidos!

Habían caído en la más absurda de las trampas.

Era cosa sabida que en Santo Domingo había existido años atrás un pequeño grupo de pícaros que habían obtenido jugosos beneficios vendiendo a incautos recién llegados mapas falsos de la fabulosa isla.

Para ello le proporcionaban a un muchacho de poco más de veinte años la partida de nacimiento de un cuarentón, y cualquier noche, cuando detectaban a un nuevo «cliente» que se ajustaba a sus planes, permitían que el muchacho hablara de acontecimientos pasados de los que por su aparente edad no podía haber sido testigo.

Cuando el incauto se sorprendía por tal hecho, le notificaban, con mucho secreto, que lo que ocurría era que la apariencia de su interlocutor se debía a que era uno de los pocos afortunados que habían desembarcado en Bímini, y por lo tanto había bebido de la fabulosa «Fuente de la Eterna Juventud».

El pequeño grupo de astutos estafadores, capitaneado por el desalmado Melquíades Corrales, sabía ingeniárselas para que a la larga y tras muchas negativas y discusiones fueran sus víctimas las que ofrecieran una considerable suma de dinero a cambio del «Derrotero Secreto» que permitía llegar hasta una maravillosa fuente en la que llenarían a rebosar barricas del agua mágica, lo que evidentemente les haría jóvenes y ricos para siempre.

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