No estaba segura si actualmente, conociendo el riesgo, casi treinta años después, con sus hijas y su vida actual, lo volvería a hacer. Su vida la condicionaba hasta el extremo de renunciar a toda aventura, aparte de ir de picnic un domingo con ellas y algunos amigos.
Miró el reloj y vio que era ya casi hora de comer. Estaba lejos y tenía hambre, así que dio media vuelta y empezó a desandar el camino. No quería que sus recuerdos le sirvieran de excusa para andar sin destino, como en la ida, y apretó el paso intentando llegar lo antes posible. Aún debía cocinar el almuerzo y también la cena de las niñas. Dejó la vereda del río y subió a la acera de la calle, atravesándola y cortando en dirección a su casa. Ya no paseaba, era un retorno en toda regla.
Ya en casa, peló unas patatas, troceó un pedazo de carne y verduras e hizo un estofado. Mientras se cocinaba a fuego lento, aprovechó para darse otra ducha, había llegado sudorosa y se sentía incómoda. Se vistió con ropa confortable, preparó la mesa, abrió una botella de vino tinto y se sentó a comer su guisado. Encendió la televisión, pero miraba sin ver, oía sin escuchar y al final la apagó porque no se enteraba del programa. “Lo que quede me servirá para esta noche cuando lleguen las niñas. Será más sabroso después de reposar unas horas”, pensó mientras degustaba con fruición el estofado.
Probó el vino y le gustó, era seco con un aroma de sensación contundente. Le pareció elegante y estructurado, por lo que decidió comprar más la próxima vez que fuera al supermercado. No era una gran experta en vinos pero su marido le había enseñado, entre otras tantas cosas, a saborear y reconocer las diferentes sensaciones en boca. Además, simplemente le gustaba.
Por su cabeza aún rondaban los últimos recuerdos de su paseo matutino y de repente pensó en sus padres, en por qué la dejaron con su abuela y en cómo habían actuado. En aquella época, no tenía ni idea de quién eran, creía que podrían estar en Europa, trabajando y mandando un dinero que le permitiera estudiar y vivir sin problemas económicos. En su candidez pensaba que, tarde o temprano, vendrían a por ella o regresarían a Marruecos para pasar tranquilamente su jubilación.
No podía imaginarse cuán equivocada estaba.
V
— ¿Adónde te llevo? —preguntó con acento de Marrakech.
Ilhem se sorprendió cuando se paró un coche, sin haberlo llamado, conducido por un chico joven que no parecía autóctono. Creyó que la habría visto parada en la calle y supuso que esperaba un taxi. Por el acento adivinó que era de allí y pensó que sabría de la vida nocturna y de turistas. Así, que se subió al automóvil sin más.
—Quiero ir a una discoteca a divertirme —le contestó en francés—, donde vayan turistas.
Por su perfecto francés adivinó que era una chica con estudios.
— ¿Qué quieres, un extranjero que te lleve a Europa? —inquirió en un francés también excelente.
Ilhem se puso tensa ante sus palabras. ¿Tan evidente era lo que buscaba? ¿Lo llevaba escrito en la frente? Dudó qué contestar pero de forma instintiva se preparó para lo que pudiera venir.
—Voy a divertirme un rato después de acabar la licenciatura —dijo ella un poco avergonzada—. Además, a ti no te importa lo que yo vaya a hacer y si hay turistas mejor, el ambiente será más internacional.
— ¡Ah! Eres una chica con carrera. Vaya, no es muy normal eso aquí. ¿Qué has estudiado? —preguntó para romper la tensión que notaba en sus palabras.
—He hecho empresariales. Y ahora voy a divertirme para celebrarlo.
El chico calló, arrancó el coche y la llevó al hotel Marrakech sin volver a dirigirle la palabra.
—Son diez dírhams —indicó—.
Ella se los dio y antes de bajarse le preguntó si podría ir a buscarla para volver a casa, ya que no pensaba estar mucho rato.
—Mira, de aquí a la plaza Jemaa— el Fna no hay más de diez minutos a pie. Vas hasta allí y en la parada de taxis pide por Hasan, o estoy o me buscan. Pero no vayas muy tarde, la policía para a las chicas solas por la calle y las empapelan como prostitutas. Vigila mucho.
—Muchas gracias, pero preferiría que vinieras al hotel dentro de una hora y media, por favor. No me gusta ir sola de noche.
—De acuerdo. Si quieres te espero en la entrada principal y me pagas el tiempo de espera.
—Vale, mucho mejor. Hasta dentro de una hora y media —le respondió.
Se bajó y se fue directa a la entrada. Pensó que el chico sabía más de lo que dijo sobre el tema que le interesaba y cuando volviera a casa quedaría con él, quería hablar con tranquilidad. Los taxistas son buenos guías, conocen bien la ciudad y saben de todos los lugares interesantes. Eso sí, buscan siempre una buena propina.
Entró al hotel un poco nerviosa, era toda una aventura para ella. Atravesó el vestíbulo que le recibió con una bocanada de aire frío procedente del interior y que, en contraste con la atmósfera pegajosa y caliente del taxi, le produjo un escalofrío que le endureció los pezones. Intentó, sin mucho éxito, taparse los senos con el mini bolso que llevaba. Pasó el hall y se dirigió al fondo en busca del bar. Pero antes de llegar vio en la esquina derecha una amplia cortina y encima el rótulo con la palabra “DISCOTECA”. En el momento en que iba a separar las cortinas para entrar, se le acercó el policía situado al lado de la puerta.
— ¿Adónde vas? —la interpeló con muy mala educación— aquí sólo pueden entrar los clientes del hotel e imagino que tú no lo eres, ¿no?
Azorada, no consiguió articular respuesta, el policía la cogió del brazo y se la llevó casi en volandas hacia la salida.
—Espera, esta chica viene conmigo. He ido a aparcar el coche —dijo una voz—.
Ilhem, sorprendida, se giró y vio al taxista. Llevaba una chaqueta moderna, unas Rayban en la frente y zapatillas deportivas que le daban un aspecto muy moderno.
—¡Ah! ¿Viene contigo? De acuerdo. Es que aquí no queremos busconas. Ya sabes, o pagan o se van —contestó el policía en un tono muy desagradable.
Entraron juntos.
—Muchas gracias por tu ayuda, pero ¿quién te la ha pedido? —masculló Ilhem.
—Vaya, muchas gracias por tu manera de demostrar gratitud.
Lo siguió para no quedarse descolgada y volver a tener problemas con el policía. Se sentía enfadada por la manera en que aquel joven había irrumpido en sus planes, pero a la vez estaba agradecida porque le había concedido la oportunidad de entrar en la discoteca, dudaba que lo hubiera conseguido sola. Momentáneamente cegada por la oscuridad del local, en contraste con la luminosidad del vestíbulo, no vio el escalón y si no fuera por la rapidez del chico al cogerla del brazo, hubiese dado con sus huesos en el suelo.
—Gracias, si no es por ti me rompo algo.
—De nada. Sentémonos y hablemos un rato. ¿Qué quieres tomar?
—Un refresco, una naranjada me va bien —contestó ella sin pensar, era su bebida habitual.
—Aquí puedes pedir alcohol, nadie te va a decir nada. Esto no es un salón de té.
Titubeó. Nunca había tomado bebidas espirituosas, aparte de alguna cerveza con amigas y a escondidas. No es que le gustara mucho el alcohol, pero le pareció que le daría excepcionalidad a la velada. Lo pensó unos segundos y se decidió por la cerveza, tenía miedo de lo que le pudiera pasar si se embriagaba.
—Sí, gracias. Quiero una cerveza.
Él se levantó y fue en busca del camarero que estaba en la barra esperando las bebidas de otra mesa.
—Hola, Mohamed. Una cerveza Wastainer para la chica que está conmigo y para mí, lo de siempre.
Al volver a la mesa estuvieron un rato sin decir nada, esperando que les trajeran las bebidas. Ilhem estaba incómoda y no sabía cómo actuar, se sentía completamente fuera de lugar, pero pensó que ella se lo había buscado y ahora tenía que aguantarse.
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