Ginevra Bompiani - La otra mitad de Dios

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La otra mitad de Dios es un ensayo filosófico que comienza con un comentario al Génesis, en particular el episodio de la destrucción de Sodoma por dos ángeles exterminadores. El libro se estructura según tres marcas de lo contemporáneo: la destrucción, la punición y la mistificación. Por un lado, se analizan los relatos fundantes de la tradición judeo-cristiana y la griega; por otro, los mitos de la tradición mesopotámica, poco conocidos pero muy influyentes, porque preceden y alimentan a las tradiciones judeo-cristiana y griega.
Hay un paradigma que poco a poco sobrevuela el ensayo: el hecho de que en todos estos relatos la culpable por excelencia es la mujer. La otra mitad de Dios señala la desaparición, en nuestra memoria, de la Diosa Madre, que precedió al Dios Padre, y sigue presente de diversas formas en ambas tradiciones que conforman nuestro imaginario: la Biblia y la mitología griega. La diosa, que aún domina la mitología mesopotámica, y cuyo culto, derrotado por el patriarcado, previó un mundo compartido por el hombre y la mujer, sin pecado ni castigo.
El libro es la experiencia de una forma crítica y reflexiva de sentarse a escuchar la voz y los silencios de la mujer en Occidente. Con una escritura que lleva el impulso oral y femenino de contar historias en presencia de otros.
A través de una prosa sobria e inteligente, la autora va analizando detalles que resignifican cada una de las historias «primordiales» que cuenta para proponer una lectura que revela lo que esconden. ¿Podemos contar nuestra historia de manera diferente?
Según Ginevra Bompiani «tenemos que interrogar nuestro imaginario, por qué queremos pensarnos como castigados y culpables; qué significa para nosotros la culpa, el castigo, la relación entre estas dos constantes de la historia humana esto es lo que trato de hacer en este libro: cuestionarme el imaginario humano, qué cosa lo alimenta y lo retiene, entender si podemos elegir otra historia que nos deje ser libres».

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El ángel no los aterra tanto con el Día del Juicio cuanto con el “eterno retorno de lo mismo”, como si estuviera a nuestro alcance la decisión de avanzar hacia el ruinoso progreso, o abandonarnos a la degradación de la repetición. (42)

Aquí la repetición juega un doble papel y se presenta bajo sus dos caras.

La repetición nos pierde, nos degrada, pero también puede salvarnos y hacernos salir de la otra repetición –escribe Gilles Deleuze–. Al eterno retorno como repetición de un “siempre ya hecho”, se opone el eterno retorno como resurreción, nuevo don de lo nuevo, de lo posible. [...] Y en el Ángel exterminador, la ley de la mala repetición hace encontrar a los invitados en el medio de límites insuperables, mientras que la buena repetición parece abolir los límites y abrirlos al mundo. (43)

La mala repetición, en el filme, es la repetición imperfecta, mientras que la repetición salvífica y liberadora es el perfecto retorno de lo mismo. Pero, en las palabras de Deleuze, el filme de Buñuel transforma al eterno retorno nietzscheano en la “retoma” de Kierkegaard, y cambia su tono de la degradación a la resurrección.

No es de extrañar que la imaginación del cristiano Bergamín brillara en contacto con la imaginación del ateo Buñuel, haciendo de un umbral infranqueable la brecha que mantiene al incierto ser humano entre dos formas del tiempo, o mejor dicho entre dos líneas: la línea recta y la línea curva, cada una de las cuales inventa y arrastra la vida.

La idea del “eterno retorno” abrió nuestra época como un sueño y una amenaza.

Qué pasaría si, un día o una noche, un demonio se arrastrara furtivo hasta lo más solitario de tu soledad y te dijera: “Esta vida, tal y como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla una y otra vez e innumerables veces, y nunca habrá nada nuevo en ella, sino que cada pena y cada placer y cada pensamiento y suspiro, y cada pequeña y gran cosa en tu vida regresará a ti, y todo en la misma secuencia y sucesión, y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo”. (44)

Esta amenaza captura a los invitados en el umbral, como si la propia puerta fuera el peligro. La puerta abierta retiene, la puerta cerrada se abre. (45)

Pero las dos temporalidades, la lineal y la circular, tienen un punto en común, que es para cada cual su vía de fuga: el momento, el instante. El instante-pasaje que permite a los invitados salir del círculo es la perfecta repetición de los gestos: el punto de separación-sutura entre las dos temporalidades, entre las cuales oscilan los invitados del piadoso Edmundo (el único que quizás mantiene la temporalidad inicial: ya que, después de todo, está en su casa).

Este punto-instante-pasaje es lo contrario del Kairòs, el tiempo griego de la ocasión y del momento oportuno, que camina a grandes pasos y lleva los cabellos sobre la frente, para que nadie pueda agarrarlos cuando pasa. Este en cambio es el “momento justo” que debe ser re-construido pacientemente, obediente al modelo; y no es “nuevo” sino “de nuevo”.

Pero también es diferente del tiempo mesiánico del judaísmo, “en el cual cada segundo era la pequeña puerta por la que podía entrar el mesías”. (46)

Pero si este momento-pasaje no es el del Kairòs y no es el advenimiento del Mesías ¿de dónde viene?

Quizás debamos robar una idea a un pensamiento despreciado y oculto desde hace siglos: el pensamiento gnóstico que recoge las dos tradiciones, la judeo-cristiana y la griega, y “al círculo de la experiencia griega y a la línea recta del cristianismo contrapone una concepción cuyo modelo espacial puede representarse con una línea cortada”. (47)

En las palabras de Deleuze, de algún modo, vuelve a aparecer esta cuestión: “Para llegar a una repetición que salve o que cambie la vida más allá del bien y del mal ¿no sería quizás necesario romper con el orden de las pulsiones, deshacer los ciclos del tiempo, llegar a un elemento que sea como un ‘deseo’ verdadero, o como una elección capaz de recomenzar sin fin?”. (48)

Es el disco rayado de la infancia que repite creando y da el impulso, cada vez, para salir del hábito y volver a sentir la inmensa emoción de lo nuevo.

El canto

Or piango, or canto. (49)

Claudio Monteverdi, “Zefiro torna”, Madrigali

El niño aprende un juego nuevo y lo repite al infinito: arroja un objeto al suelo y vuelve a arrojarlo una y otra vez; así se convence de que el mundo existe y permanece.

Cuando destruye un objeto, quiere recomponerlo y destruirlo de nuevo, pero no puede. La destrucción es definitiva. Nace, entonces, de un impulso diverso: no de la permanencia sino de la no permanencia. El niño destruye porque puede hacerlo y descubre su potencia sólo al hacerlo.

Hace algunos años pedí a mi sobrino nieto Nicola de 12 años que me enseñara cómo funcionaba una PlayStation. Se me acercó con la más linda que tenía y dos juegos. El primero era uno de guerra que no quise jugar. En el otro, un energúmeno, que yo tenía que personificar, se acercaba a un automóvil, abría la puerta, sacaba al conductor del asiento, se ponía a manejar y de repente atropellaba a una joven pareja que paseaba del brazo.

Me detuve sorprendida y le pregunté: “¿pero por qué hago esto?”.

Y me respondió: “porque puedes”.

Nada le da tanto sentido a la propia potencia como la potencia de destruir, porque no puede repetirse ni modificarse. La idea de una destrucción creativa es la ilusión de que luego de la destrucción puede haber algún tipo de resarcimiento. En realidad, el resarcimiento existe: es la pérdida. El objeto que destruyes se pierde para siempre, pero también es tuyo para siempre, nadie te lo puede robar porque nadie podrá jamás poseerlo. Quizás, como cantan los poetas, se posee sólo aquello que se ha perdido. El sentido de propiedad que es el fundamento del patriarcado, en nada se expresa mejor que en la destrucción del bien que se posee.

Por ello, en la Biblia como en el mundo patriarcal, el padre tiene el derecho de decidir sobre la vida y la muerte de la mujer y los hijos. Sólo así sabe con certeza que eran suyos. Lo mismo valía frente al esclavo y al fugitivo. El derecho de matar establece la propiedad.

Orfeo se vuelve a mirar a Eurídice para asegurarse de que la posee, aunque sabe que al hacerlo la perderá. Porque sólo con la pérdida definitiva podrá cantarla como suya para siempre. Y quizás también por esto mismo Dios finalmente destruye su creación. Para asegurarse de que la criatura es realmente suya y jamás la perderá.

La creación saca a la luz un ser que está en fuga. La obra, la criatura, son fugitivas.

La destrucción pone fin a la fuga, pone un sello en su espalda, los entrega a la pérdida, a la canción, a la memoria. Hace que “nuestros muertos” estén vivos.

Sin los poetas, el patriarca nunca lo habría logrado. Gracias a ellos, la nada se vuelve su reino.

En los mitos griegos la repetición es una condena: aquellos que se han opuesto a Zeus o a otro dios son castigados con la repetición infinita de la pena.

Los condenados cristianos están enterrados en un humus de dolor, y los condenados de Dante también sufren juntos una plaga común. En Grecia, en cambio, cada uno sufre su propio ritornello cruel: la sed para Tántalo, la piedra para Sísifo, el buitre para Prometeo, para cada uno la repetición es un suplicio individual. Y hay una pequeña figura tallada en el paisaje –de origen griego, pero cantada por Ovidio– (50) que permite describir esta idea de la repetición: la parlanchina Eco, ninfa de los montes, que distraía con parloteos a la diosa Juno (Hera, para los griegos) para impedirle sorprender a las ninfas que entretenían a su marido Júpiter. Para castigarla, la diosa la condenó a repetir el final de las palabras que escuchaba y a no tener otro modo de comunicarse (lo que no hacía con la celosa mujer era justamente trasmitir las voces que, en cambio, ocultaba con la suya).

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