Joe mantenía en un sutil segundo plano toda aquella refulgente gloria perdida, exponiéndola discretamente cuando le podía beneficiar en algo, y se alimentaba de su energía. Ciertamente era una especie de motor, y no interfería para nada con su trabajo, su vida social ni su «escritura». Joe se convirtió en eso que llaman artista; y cómo le encantaba la palabra; todavía me acuerdo de cómo la decía: «Bueno, la cuestión de si Flaherty es artista …». Porque ser artista era ser como el tozudo ejército confederado en retirada. Empezó a escribir poemas, con palabras de verdad, y a contarlas, las palabras, sobre papel de verdad. Era una actividad «interesante», que le permitía entrar en un mundo que parecía ofrecer más que, por ejemplo, el mundo de la numismática. La cuestión de si aquellos poemas eran realmente aceptados como arte tiene poca relevancia en esta historia; aunque sospecho que no es tanto una historia como una variación menor sobre una fábula común. El mundo está lleno de gente con talento e inteligencia que produce cositas artísticas con las que se nutre de alguna manera otra gente con talento e inteligencia; con las que obtienen lo que necesitan para sus dolencias. A veces pienso que por un lado son todos simples Joes con sus variaciones de madreselva falsa y noches de Alabama, y por otro lado están aquellos que se acercan lo bastante a ese glamour cogido con pinzas. Todo es muy excitante y todo el mundo queda muy contento.
Joe conoció a Helen Ingersoll en 1965, unos cinco años después de manufacturar su leyenda de magnolias de papel. En compañía de un amigo, Ed Manx, había ido a una lectura de poemas en un pequeño teatro siniestro y chirriante del Downtown, al lado de la Segunda Avenida. Creo que el teatrillo ahora es un restaurante macrobiótico, o una «tienda para fumetas»; no es culpa mía que la nomenclatura de la presente generación sea tan espectacularmente fea. El poeta era un amigo suyo brumoso de los 50 que había estado viviendo unos años en el Sudoeste y había vuelto un mes para atender a unos asuntos familiares. Sus poemas actuales trataban de la libertad y del adobe y la arena blanca, de esa manera en que los poemas de Robert Frost tratan de América; es decir, los conceptos eran extendidos como si fueran una capa de esmalte con brillo. Podéis imaginaros la mesilla llena de muescas detrás de la que se sentó el bardo, su lata de cerveza y las carpetas de anillas negras que tenía al lado mientras leía, curiosamente, de un libro de versos que había publicado hacía casi diez años, en una época en la que había albergado una noción poderosamente irreal de su propio talento. Leyó aquellos antiguos poemas como si fueran ejemplos de aberración juvenil. Es decir, se rió de lo que ahora consideraba su «sentimentalismo de alcoba», en sus propias palabras. Cuando Joe le preguntó por Nuevo México o Colorado o algún otro desierto chic, el poeta le contestó: «Querido, nunca supe qué era una línea larga hasta que vi aquellas montañas». Ya os hacéis la idea. Joe y Ed se dedicaron a beber de un botellín de Dant que Ed llevaba dentro de la gabardina, con unas expresiones intensas y vacías en las caras detrás de las cuales se arrastraba y arañaba el aburrimiento. En el intermedio, cruzaron la calle para ir a un bar y ya no volvieron a la lectura.
Joe se puso a hablarle a Ed de Hope, su mujer, de lo increíble que era, de lo encantadora, comprensiva e inteligente que era y de lo hijo de puta que había sido él con ella, y aun así, aun así, ahora que estaban separados eran muy buenos amigos. Estoy seguro de que incluso cantó unos cuantos compases de aquella vieja melodía que decía «We see more of each other than when we were together». Podía ser un maestro de lo nauseabundo sin apenas intentarlo. A Hope le iba bien trabajando de secretaria/ recepcionista/chica para todo en una galería del Uptown dedicada a la Escuela de Lo Que Vende. Hope tenía un gusto maravilloso, explicó Joe; ahora además se sentía útil, involucrada de verdad en el mundo del arte, del que hasta entonces nunca había tocado nada más que los márgenes. Casi me imagino la cara lacada de Hope paseando plácidamente por entre las mercancías en exposición; casi la oigo diciéndole a algún pintor sin blanca, desesperado y con la corbata arrugada, que le llevara una selección de diapositivas a color. Bebieron un poco más, contemplando en silencio el esplendor de Hope. Y luego, sólo para dar una vuelta, y también porque estaba un poco borracho, Joe subió con Ed al Uptown para ver a Helen.
Helen le había pedido a Ed que la ayudara a elegir marco y paspartú para un pequeño dibujo a tinta que le habían regalado y, mientras Ed y ella lo discutían, Joe se paseó por el apartamento, contemplando la pequeña pero preciada colección de cuadros y libros de Helen. Se podría decir que estaba definiendo sus intenciones hacia aquella atractiva mujer. Era madura, otra palabra que le gustaba a Joe; la típica ex alumna de la Sarah Lawrence o de la Barnard que había visto mundo. La vida la había usado , igual que ella había usado la vida, etcétera. Joe tenía la sensación de estar adentrándose en una película importante, todo caras angustiadas, diálogo poco inteligible e imágenes desdibujadas. Se sirvió otro vodka y su mirada se encontró con la de Helen. Joe la vio delicadamente descolorida; había algo irrevocablemente roto en ella. Se repanchingó contra la pared, galante y aristocrático; sobre el fondo del raído y turbulento cielo gris de su mente, las barras y estrellas crepitaron al viento.
De camino al Downtown, Ed le contó que Helen tenía cuarenta y dos años y que estaba haciendo tratamiento de quimioterapia para la leucemia. Para Joe aquello resultaba inesperadamente perfecto; ¿cómo podía ella resistirse, teniendo la tragedia encima, al hecho de que Joe se le ofreciera a modo de regalo? La opinión que tenía Joe de sí mismo se basaba sólidamente en el hecho de ser un producto de aquella aristocracia solipsista que se aglutina en torno al núcleo del arte; y a la que el arte le confiere su aliento y su razón de ser. Era, en su individualidad falsa, completamente vulgar. Y también lo era Helen.
Joe no sabía esto de Helen; ni tampoco lo sabía de sí mismo, ciertamente. De hecho, Joe le veía a Helen las credenciales de aquella elegancia natural y espontánea de la que estaba infundido su propio pasado de leyenda, y ella ocupaba un sitio en aquel lugar neblinoso donde el padre de Joe bebía julepes y jugaba al croquet en céspedes de color esmeralda, con el sol reflejándose deslumbrante en su ropa de franela blanca y en su gorra de lino. Joe tenía la sensación de que sobre la persona misma de Helen había una pátina que él podía rascar y desprender y ponérsela a sí mismo en forma de capas suaves y lustrosas. Para Helen, Joe era lo bastante joven como para resultar interesante, pero no lo bastante como para hacer gala de un deseo desmañado y trillado. De manera que se hicieron amantes. No sé cómo decir esto sin parecer frío ni vulgar, pero Helen consideraba a Joe una última aventura. Los sentimientos de Joe hacia Helen eran, como habréis adivinado ya, fríos y vulgares.
En relación con el pasado de Helen, no hay mucho que decir. Se había tallado de cualquier manera un icono torcido que hacía pasar por gusto, había conseguido una fachada impactante y había estado casada dos veces con hombres vagamente creativos que habían cosechado un éxito moderado en trabajos vagamente creativos; la clase de hombres que llevaban corbatas de nudo francés y fumaban cigarrillos puros holandeses. A los treinta y tantos años había pintado un poco y había hecho con torpeza algunos papelillos en teatros del off-off-off-Broadway; en el mismo lodo también habían quedado enterrados una clase de danza moderna y un taller de poesía. Entenderéis por tanto que era la contrapartida femenina de Joe. El único elemento que la distinguía por completo de él era el hecho de su grave enfermedad: la muerte y la enfermedad son máscaras impenetrables detrás de las cuales quedan completamente ocultas las mezquindades y las fealdades de la personalidad. El hecho de que tendamos a perdonar o pasar por alto los defectos de los condenados seguramente sea lo que nos salve de la monstruosidad total. Pero hay que tener en cuenta, por poco generoso que resulte, que Helen era un caos de ideas a medio formar, siempre insistiendo en lo fina que tenía la piel, lo cual no le había impedido traicionar de forma oportunista a sus maridos e hijos, que se habían criado entre medicaciones y terapias, con la salud echada a perder por aquella madre que abrazaba con fervor imbécil, por ejemplo, la idea de Mick Jagger como Profeta. Joven, joven, sempiternamente joven mientras se precipitaba a su muerte esgrimiendo un ejemplar del Village Voice .
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