Bueno, hablamos de Ben, eso está claro. Ah, qué maravillosamente borrachos nos estábamos poniendo, mirándonos el uno al otro con aquellas gafas de color rosa que llevan todos los bebedores. Ben había vuelto a dejar a Clara y se había ido a una comuna de Colorado con una jovencita a la que había conocido en un concierto de rock en Los Ángeles. Debí de preguntarle sutilmente a Clara por sus sentimientos al respecto; o sea, quería saber si le importaba y si quería volver con él. La recuerdo allí mirándome, con las piernas cruzadas, rozándome el tobillo con una pierna cada vez que la meneaba de adelante atrás, con el frágil vaso en los labios. Oh, no lo sé. No sé cómo lo dije, cómo dije lo que fuera. Seguramente debió de ser algo parecido a «¿Por qué no lo intentamos un poco? ¿Unos días?». Lo que en realidad quería decirle era: «Tu vestido amarillo. Tus sandalias amarillas. Tu piel oscura y dulce. Tus piernas. No me importa Ben y no me importa nada más que tú». Pero sí que la recuerdo diciendo: «Vamos a mi hotel. Es lo que quieres, ¿verdad? ¿No es lo que quieres?». Y también que le dije algo así como (oh, estaba decidido a obligarla a estropear nuestras posibilidades, si es que teníamos posibilidades): «No pasa nada, ¿verdad? Por Ben, quiero decir».
De camino al Fifth Avenue Hotel, compré una botella de Gordon’s y nos pusimos a beber nada más llegar a su habitación; sin hielo ni soda, sólo la ginebra áspera y caliente directamente de la botella. Le puse la botella en la boca mientras ella dejaba caer a sus pies el vestido y la media enagua.
Hicimos el amor bajo la ducha, serpenteando y empujando y estremeciéndonos en medio de aquella espuma flotante de agua caliente que parecía estar poniéndome más borracho. Clara se apoyó en los azulejos de porcelana de la ducha, inclinada hacia delante, y yo me puse detrás de ella, con los ojos cegados por los chorros de agua y su calor metálico en la boca abierta.
—¡Ben! —dijo ella, riendo—. ¡Oh, Ben! ¡Párteme en dos, hijo de la gran puta! ¡Hijo de puta asqueroso! —No me importó. No me importó.
Después de secarme y de secarla a ella, se quedó tumbada en la cama, sonriéndome.
—Estoy aquí dos días —me dijo—. ¿No estás enfadado conmigo? ¿Me perdonas?
—¿Por qué iba a estar enfadado contigo?
—Ven a dormir —me dijo—. Y cuando nos despertemos te enseñaré unas cuantas cosas divertidas que sé hacer.
—Claro —le dije, y luego cerró los ojos y se quedó dormida en un minuto. Me vestí y me marché, y me pasé una hora paseando sin rumbo, con ganas de volver al hotel. Clara me volvería a llamar «Ben». Me podía enseñar cosas divertidas que sabía hacer. Me terminé de emborrachar en un bar de la Sexta Avenida, al lado de la Calle 14, y perdí la cartera en el taxi que me llevó a casa.
Al día siguiente, llamé a la señora Stein a su hotel y el empleado de recepción me dijo que se había marchado muy temprano. Ahora me doy cuenta de que ni siquiera llegué a enterarme de por qué había venido a Nueva York, que quizás no hubiera venido más que para verme. Aunque, si conozco un poco a Clara, debió de venir para visitar a su madre o a su padre, o para hacerse un chequeo dental, o para comprarse ropa. No habría venido desde California sólo por los viejos tiempos. Conozco a Clara.
Ahora vivo en un apartamento más que decente de un edificio antiguo pero bien conservado de la Avenida B con la 10, con la mujer separada de un músico de estudio. Se saca un salario muy bueno como compradora para Saks, así que he dejado el trabajo. Fuera, Tompkins Square Park y las calles se estremecen bajo el asalto de las hordas de consumidores descerebrados de drogas. Pero aquí dentro estamos a salvo, detrás de nuestras cerraduras triples y nuestras ventanas con barrotes. Más o menos una vez al mes, mi novia, que es tremendamente brillante —se graduó magna cum laude en ciencias políticas por el Smith College—, y yo invitamos a casa a un joven cineasta y a su mujer para ver películas guarras filmadas en una comuna de Berkeley. Bebemos vino y fumamos un montón de marihuana y pasa lo que pasa. Cada vez que vienen, nos fingimos horrorizados porque pueda pasar «algo», entre el vino, la maría y las películas. Nos reímos e intercambiamos comentarios delicadamente sugerentes. Parece obvio que le gusto mucho a la mujer del joven cineasta. Cada vez que vienen a visitarnos, es un nuevo principio y nadie habla de la última vez.
He empezado otra vez a escribir poemas, o bueno, siendo honestos, son más bien intentos de poemas. Pero a mí me parecen sinceros. Fluyen de forma natural y controlada. Le gustan a mi chica.
Esta mañana me ha llegado una carta de Ben. Ha tardado tres semanas en llegarme porque Ben la mandó a la dirección de la Avenida C. La verdad es que no sé qué voy a hacer con ella.
La estoy releyendo ahora. En algún lugar del edificio hay un joven cantando una canción con acompañamiento de guitarra. No entiendo la letra, pero sé que trata de la libertad, del amor y de la paz; una paz perfecta en este mundo oscuro de pecado.
querido colega
siempre estuviste loco por huir de la vida. aquí en colorado —el campo nos traerá la paz—, estamos juntos, todos juntos, suzanne, una chavalita dulce y encantadora, y también clara. ven a vernos. abundan el buen pan y las buenas mamadas. una comuna para todos los perdidos –istas. ¡flipa con nosotros!
¡ay, dios! todos estábamos enfermos o heridos pero ahora nos vamos a curar. ¡vente! no eres tan puñeteramente viejo .
te quiero ,
ben
Joe Doyle era hijo bastardo y su padre natural se apellidaba Lionni, o Leone. No tengo ni idea de quién le había legado el apellido Doyle. Imaginemos que su verdadero padre era un bocazas que se pasaba el día en una tienda de golosinas del Bronx, leyendo The Green Sheet y haciendo apuestas sin posibilidad alguna de ganar. Cuando uno habla de la Gente, es necesario acordarse de que siempre hay que incluir al padre de Joe. Es inexplicable, pero se han escrito novelas enteras explorando a personajes como él. Quizás esas novelas les permitan persistir.
Más o menos por la época en que Joe decidió que iba a ser «escritor», le cambió en la mente su apellido paterno y pasó a pensar que era Lee. O por lo menos convenció a todos sus conocidos de que él creía que su padre se apellidaba Lee. Ah, misterio. Quedó sin explicar por qué su padre se iba a cambiar el apellido de Lee a Lionni, pero el enigma sólo sirvió para volverlo todo más neblinosamente romántico. En cuanto se acepta una aberración, sus variaciones posibles son virtualmente ilimitadas: piensen en la publicidad. Poco después, juro que Joe pasó a considerarse descendiente de Robert E. Lee, y el viejo Sur en ruinas, las grandiosas plantaciones de antaño y las hermosas mansiones en llamas de antaño, se volvieron parte de su herencia. Y podría haber sido cierto si las cosas hubieran sido un poco distintas en un sentido u otro, ¿verdad? Así lo pensaba Joe a veces.
Aquellas rutilantes patrañas le resultaban útiles a Joe en su vida; gracias a ellas podía sacar a su padre de los apartamentos angostos y llenos de cucarachas y de los trabajos de ayudante de camarero en Horn and Hardart e insertarlo en unas nubes rosadas que resplandecían con luz romántica. Ya no era el hombre que su madre le había descrito a menudo con amargura y burla, el amante desempleado con traje de Crawford y dos pares de pantalones y el aceite capilar de esencia de rosas, que se abrillantaba el pelo hasta que le parecía hule, sino un héroe quijotesco y sin ataduras cuya sangre rebelde lo impulsaba a desaparecer de las cocinas llenas de roedores en las que Joe había crecido. Joe, por supuesto, se adjudicaba a sí mismo aquella misma sangre imaginaria.
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