Gilbert Sorrentino - La luna en fuga

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Este libro reúne por primera vez en nuestra lengua veinte grandes relatos del escritor
Gilbert Sorrentino que en su día fueron publicados en revistas y antologías como Harper's, Esquire y The Best American Short Stories, contribuyendo a ampliar el panorama de la ficción norteamericana.Como narrador, Sorrentino es muy dado a desmontar los engranajes de una historia y rearmarla desde ángulos totalmente inesperados y de una gran comicidad. No en vano, la crítica lo ha emparentado con frecuencia a autores tan irreverentes como John Barth, Thomas Pynchon o David Foster Wallace, pese a que alguien dijo que tras su aparente cinismo se escondía un tipo esencialmente romántico.

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Es importante saber que Joe creía, durante las primeras semanas de su relación, que era su «arte» lo que la había seducido; siempre había sido su «arte» el que le había traído sus pelotones de jovencitas en celo: era el sutil anzuelo que usaba para atraparlas y después levantarles la falda. Y, si le fallaba el «arte», entonces Dixie se materializaba de la nada (ciertamente de la nada). Cuando Joe descubrió que aquel no era el caso con Helen, se quedó desconcertado, luego dolido y por fin se enfureció. Ella se limitaba a tomar a Joe por un joven encantador y estéticamente intenso como muchos otros; muy parecido a sus maridos y a sus amantes previos. Y tenía razón, pero nadie nunca había obligado a Joe a afrontar la falsedad que era su vida y la insignificancia de sus productos. Joe se movía en un mundo de gente igual de falsa que él, de manera que su interés mutuo se basaba en mentiras interdependientes. Se consideraba a sí mismo un poeta de «camarilla» con una producción meticulosamente limitada; igual que sus amigos. Y ahora, de pronto, allí estaba Helen, que con ecuanimidad genuina lo trataba como a un diletante amateur; en el caso de Joe, la expresión no es tautológica: lo era y lo sería siempre. Jamás se le ocurrió que Joe pudiera pensar en sus invenciones como si fueran poemas. Una noche, ella le dijo que un poema suyo le hacía pensar por alguna razón en caramelos masticables salados. Lo cual no estaba nada mal. Joe no estaba acostumbrado a aquella clase de comentarios sobre su trabajo; Hope jamás le había dicho nada parecido, ya que lo consideraba un artista serio e incomprendido, aunque habría sido incapaz de reconocer el arte ni aunque este le estuviera fracturando el cráneo.

Joe y Hope cenaban juntos una vez por semana; eran civilizados y comprensivos y buenos amigos y todo eso. Se hacían eco incansablemente de hasta el último tedioso cambio moderno. Hope sabía que Joe y Helen estaban teniendo una aventura; Ed Manx le había hablado de Helen y Joe había corroborado la historia; y el cómo. Para ella se trataba de una aventura «amigable», y de alguna forma buena para Joe: una mujer madura y buena que podía discutir de arte con su marido. Oh, de vez en cuando se sorprendían juntos en la cama, pero era casi por accidente, o bien era el precio a pagar por cultivar la belleza. Comían su cóctel de gambas y ella se mostraba fiablemente lista y cautivadora. Eran Peck y Peck, tal cual, siempre charlando de algún pintor de ultimísima hornada que pintaba «cosas muy locas». La mirada de Hope era inexpresiva y tenía esa falta de profundidad peculiar de los nativos de California del Sur, lo que se podría denominar el equivalente ocular de una boca entreabierta. Había ensayado años para conseguirla, Dios sabe por qué: sospecho que la confundía con sang-froid . Ah, todavía tenía algo para Joe; él la miraba con falsa calidez y afecto y ella le devolvía aquella mirada, esforzándose para emular su falsedad. Qué divinos momentos, qué sereno rapto.

—Es bonito y transparente —dijo una noche Helen refiriéndose a un poema nuevo que Joe había caracterizado humildemente de «avance espectacular». Joe llevaba cinco o seis años escribiendo y cada año tenía uno de aquellos avances espectaculares. Sus poemas no cambiaban ni tampoco mejoraban, pero en aquella insistencia suya en los descubrimientos estéticos había la ilusión de que iba a mejorar sus pinitos literarios. Joe era uno de esos «escritores» que al principio uno considera un simple novato; luego un día cristaliza la conciencia de que esa persona ya lleva diez años o más intentándolo sin éxito. Y eso basta para calificarlo de mentecato. Quiero decir que es muy… claro, sí, eso. Transparente.

Joe, furioso pero sin decir nada, recostado en el sofá debajo del dibujo a tinta cuyo marco y paspartú habían resaltado sus defectos, permitió a Helen que le desabrochara el cinturón y la bragueta de los pantalones. ¡Era ella quien lo estaba controlando a él ! Menuda zorra la consideró entonces. Vio cómo le desaparecía la cara bajo el encaje de su combinación cuando levantó los brazos deprisa y con elegancia por encima de la cabeza. Una vieja zorra salida. A juzgar por la forma despreocupada en que lo estaba usando, lo mismo Joe podría haber sido un simple camionero o un fontanero o un puñetero maestro de escuela. ¡Un periodista o un asistente editorial que quería escribir una novela! ¡Dios! En aquel momento, empezó a odiarla y su linaje sureño espurio lo espoleó para combatir con gallardía. Ella lo empujó suavemente para tumbarlo en el sofá y se puso las manos detrás de la espalda para desabrocharse el sujetador. Menuda vieja zorra lasciva y tonta.

De forma que Joe empezó a hablar de Helen, vulgar y abiertamente, en el bar donde él era más o menos conocido. Se trataba de un antro mezquino y ponzoñoso de pintores de tercera fila, parásitos, cinéfilos devotos e idiotas intelectualoides, todos enfrascados en sus pinitos artísticos, todos simplemente de paso. La voz le salía controlada y burlona de la cara expertamente hirsuta; su chaqueta de cuero italiano estaba —ligeramente— arrugada con pliegues suaves y expertos. Hablaba en broma de la tremenda pasión que ella sentía por él, de sus rabietas y sus ansias sexuales casi «embarazosas», de los saltos de cama voluptuosos y de la sugerente ropa interior que compraba para excitarlo. Era patético. Joe tenía la sensación de que era casi su deber. Las lágrimas de ella. Sus gemidos de agradecimiento. ¿De dónde creían que había sacado aquella chaqueta de cuero? ¡No hay nada como tener una novia vieja! Sus oyentes y él soltaron risillas y cambiaron de postura; una panda de clientes habituales que la vie d’art no cambiaría nunca. Las palabras de Joe puntuaban la larga historia de malicia y resentimiento que el bar nunca paraba de desgranar.

A medida que avanzaba su enfermedad, más hacía Helen el ridículo a base de intentar ser vivaz y juvenil para Joe, que ya casi nunca salía con ella. Caía de cabeza en el juego de las feas historias que Joe contaba, de manera que, cada vez que se encontraban con algún conocido de Joe, el comportamiento de Helen propiciaba que Joe soltara risitas y le guiñara el ojo al conocido. Él se mostraba despectivo con ella, maleducado y arrogante; la atacaba, vengándose una y otra vez de lo del «caramelo masticable salado», de lo de «transparente», de su sexualidad agresiva y de la chaqueta de cuero italiano. Los andrajosos soldados de caballería de su fantasía salían de las nieblas matinales cabalgando a lomos de sus jamelgos exhaustos, sedientos de sangre.

Resultó que Helen, con esa predictibilidad típica del melodrama, se enamoró de Joe. Era tan delicado, tan vulnerable, y sin embargo tan orgulloso… En el momento en que Joe se dio cuenta, el muy mentiroso le dijo que Hope y él se estaban planteando «volver a intentar estar juntos otra vez». Era cruel de una forma precisa, aunque no sutil.

Durante el confinamiento final de Helen en el hospital, Joe la visitaba casi a diario, le llevaba flores, revistas, libros; una vez, por increíble que parezca, le llevó un ejemplar de Mientras agonizo : se había vuelto mezquino de una forma casi temeraria. ¿Qué podía perder? De vez en cuando, le cogía la mano y se sentía generoso e indulgente. Me gusta pensar que Joe consideraba aquellas pequeñas atenciones ejemplos de un refinado sentimiento de noblesse oblige .

Por supuesto, asistió al funeral vestido con un traje nuevo de color azul oscuro: nada le habría podido impedir que estuviera en la primera fila del cortejo fúnebre. Lo sorprendente es que Hope fue con él. Joe permaneció allí de pie en la plácida mañana, con la cara convertida en un prodigio de abstracción, con Hope a su lado, encontrando un destino útil para su mirada inexpresiva, ataviada con un vestido negro y plateado impresionantemente severo que se había comprado el mes anterior para una inauguración importante. Estaban tan ansiosos por verse que se besaron y se abrazaron con fuerza y se manosearon en el taxi de vuelta de Queens a casa. Quizás fuera el primer paso para intentar estar juntos otra vez.

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