Tomás Abraham - La matanza negada

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Tomás Abraham se pregunta en este libro por qué vino de Rumania (y aun así se considera argentino), por qué sus padres se salvaron del genocidio de 350.000 judíos rumanos y por qué en su ciudad natal las sinagogas, sin daños aparentes, están cerradas con candados.
Para responder a estas inquietudes, traza un recorrido por la entreguerra en el que no solo muestra la gradual implementación de una política de segregación hasta llegar a la masacre, sino también la enorme producción cultural de creadores con talento que contribuyeron con la exterminación de una de sus principales minorías.
Uno de los intelectuales más lúcidos de la Argentina desafía, en La matanza negada, las políticas negacionistas de Estados nacionales de Europa Central y el ocultamiento de renombrados pensadores, como Emil Cioran y Mircea Eliade que, en complicidad con grupos paramilitares, como la Guardia de Hierro, fueron responsables de uno de los mayores crímenes de la historia.

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Agrego que, en mi primer viaje a Rumania, a la pequeña ciudad transilvana de Sighisoara, en donde nació mi padre, en una de sus empinadas calles, hay una taberna con un biombo en la puerta con una pizarra que dice: “Aquí pernoctó el conde Drácula”. Al ingresar, hay una barra en la que el paseante puede acodarse y empinar una cerveza en el mismo lugar del bebedor nocturno de hematíes.

No fueron los rumanos quienes echaron a los turcos, sino los vieneses. Lo hicieron de a poco. Timisoara, junto con Sofía y Buda, habían sido tres baluartes fundamentales de la presencia turca en Europa Central. En el año 1686, el Imperio de los Habsburgo vence a los turcos en las puertas de Viena, lo que comienza un proceso de retroceso de los otomanos hasta su definitiva expulsión un siglo después.

Transilvania pasa a ser provincia del Imperio de los Habsburgo en 1691. También el Banato se incorpora a la casa imperial en el año 1716. Una vez austrohungarizados, hablemos del lugar en el que nací, la ciudad de Timisoara, en la provincia del Banato.

Vuelvo a recordar, si no lo dije, que esta breve reseña de la historia de Rumania tiene que ver con una pregunta inicial que motiva este texto, que es la de saber la extraña razón por la que mis padres se salvaron de ser enviados a un campo de exterminio y hacia dónde me condujo esta pregunta personal, el panorama que me abrió respecto de lo que sucedió en mi país natural con la comunidad judía, qué es lo que hizo posible la Shoah rumana, la pregunta de por qué se la llama un casi genocidio , los alcances de este casi , quiénes contribuyeron y cómo a que el tradicional encono a la comunidad judía se convirtiera en un odio inhumano, el motivo por el cual los rumanos no quieren abordar el tema, ni los húngaros tampoco, ni hablar de los polacos, tampoco los rusos y, a veces, ni los judíos.

Como no lo hicieron mis padres, como no lo hizo mi padre de la ciudad de Sighisoara, que ni sabía en dónde estaba enterrado su padre, que desconocía la suerte que habían corrido sus familiares del pueblo de Hida en Transilvania, que nunca quiso hablar del pasado dando a entender que había sido un malentendido aclarado por el viaje a la Argentina que selló el fin de la historia, y lo señalo hoy, 3 de abril de 2020, en plena cuarentena por el coronavirus, el día del cumpleaños noventa y nueve de mi padre, Francisco Eugenio Abraham, fallecido hace cinco años, con el que, a pesar de tener una relación tan cercana, de tanto acompañamiento hasta el final, nunca pudimos hablar del pasado que tanto nos preocupaba y ocupaba nuestro presente y un futuro que parecía no tener fin.

Dije que no sabía en dónde estaba enterrado su padre, de nombre Lázaro, y fue solo por mi instancia en recorrer Sighisoara para saber quién había sido mi abuelo que, gracias al único judío sobreviviente de Auschwitz que vivía en la zona, pude encontrar en la sinagoga que, alguna vez, ya describí en toda su belleza y tristeza, en uno de los cuadernos de tapa de cuero que había en un escritorio del desván, que estaban pegadas unas páginas amarillas escritas en letra gótica con los nombres de los sepultados en el cementerio judío de Sighisoara.

Leí el nombre de mi abuelo. Fui al cementerio en un punto alto del pueblo al final de un camino. Era un terreno baldío, con un portón enrejado caído y varios monolitos dispersos, irreconocibles en su mayoría al estar cubiertos por el moho.

Busqué una espátula, acompañado por mi mujer, y comenzamos a raspar una tumba tras otra para poder descifrar con mi hebreo básico el apellido de mi abuelo.

Lo encontré y fui a buscar a mi padre que, con mi madre, estaban en un hotel en las afueras de la ciudad. Entré como una tromba y sin respirar le grité: “¡Encontré a tu papá!”. Mi padre no recordaba nada, o, si se acordaba, lo había olvidado, de su padre fallecido por un cáncer cuando tenía unos siete u ocho años. Mi abuelo era un hombre joven cuando murió.

Su madre viuda jamás habló de él. Mi padre, con sus hermanos, contaban que la madre debió enfrentar la vida sola y sin dinero, agobiada por deudas de su marido que había querido abrir un restaurante en Bucarest convertido en cenizas después de un incendio.

Es todo lo que supe de este abuelo que no solo condenó a la miseria a toda una familia, sino que, habiendo enviudado cuando conoció a mi abuela Berta, le ocultó que tenía un hijo de un anterior matrimonio.

No tengo idea de por qué este hecho causó tal escándalo. Vaya uno a saber las dimensiones que puede llegar a tener un hijo escondido y un restaurante quemado para que los pertenecientes a las generaciones futuras jamás escuchemos mencionarlo ni tener foto alguna ni nada y, menos aún, enterarnos de que su familia, los Abraham, fueron llevados a campos de exterminio en junio de 1944.

Nadie de mi familia jamás me contó que había varios Abraham en Transilvania. Quizá esta haya sido la razón por la que mi padre, al escuchar que había encontrado a su papá, me miró extrañado y me preguntó si había pasado algún percance al verme tan agitado.

En fin, lo agarré del brazo, lo llevé al cementerio y le presenté a su padre. Miró el monolito; no dijo nada; rodeó la piedra con sus brazos; me dijo con una sonrisa: “Mi papá”.

Así conocí a mi abuelo, y él, por lo visto, a su padre.

Hace cinco años, en esta misma fecha, el 3 de abril, pero de 2015, cuatro días antes de morir, el día de su cumpleaños, en su casa, acompañado por mi hija, mi esposa y mi nieto, fuimos a saludarlo, y este gigante cansado y con tantas ganas de morir, sin poder hacerlo, me miraba con esa expresión intensa, sabía hablar con los ojos, sin ganas de nada más que de morir. Al aproximarme, porque veía que no tomaba la sopa y cerraba los ojos durmiéndose sobre el plato, tomé la cuchara para acercársela y lograr unos sorbos, le di un papelito para que lo leyera: “94”. Estaba escrito el número de su cumpleaños. Y lo aplaudimos. Lo leyó y me dijo: “Sobran años”.

Estaba viviendo de más. Se agotó. Hombre de energía descomunal, no quería más y lo logró cuatro días después cuando, finalmente, pudo ver a mi madre de vuelta de su prolongada internación por un ACV que la dejó despierta a la vez que inconsciente por otros cinco años. La esperó un largo mes; la besó; lloró junto a ella teniéndola de la mano mientras mi madre lo miraba sin reconocerlo y, un rato después, se fue a su cuarto; se le paró el corazón y recibió la muerte.

Me acerqué al sofá en el que estaba con la boca abierta; le cerré los ojos y le dije: “Por fin, papá”.

Hablamos con mi padre de tantas cosas que tenían que ver con la vida que imagino que Rumania no era parte de esa conversación porque nada vivo había quedado allí.

No quiero decir que este Retorno sea un viaje a la muerte a pesar de los millones de muertos que lo rodean, sino algo así como una averiguación de antecedentes que de nada servirán para diseñar una identidad, o sí, quién lo sabe.

Nací en Timisoara; mi madre también nació en Timisoara. La ciudad, capital del Banato, era una ciudadela turca, un frontón ante cualquier avanzada contra los otomanos, que, como ya lo dijimos, junto con Sofía y Buda, eran las ciudadelas turcas más importantes hasta fines del siglo XVI.

De 1552 a 1716, el Banato fue parte del Imperio otomano. Banato viene de ban , ‘jefe, aquel que preside la administración de una región’. El 13 de octubre de 1716, se izó la bandera blanca en la ciudadela de los turcos. La victoria de los Habsburgo se debió al príncipe Eugenio de Savoy. Sobrino de Luis XIV, nace en París en 1663; tiene vínculos familiares con la Casa de Habsburgo. Leopoldo I, emperador del Sacro Imperio romano-germánico, rey de Hungría y Bohemia, archiduque de Austria, le ordena detener al sultán Mustafá en su marcha hacia Transilvania. La victoria de los Habsburgo en 1697 inicia una contraofensiva, que culmina cuando le encomiendan la conquista de la ciudadela de Timisoara en el Banato.

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