En Weil, confluyen hechos fundamentales de la historia argentina. Su padre, Hermann, un inmigrante alemán, socio de una de las empresas cerealeras más importantes del mundo, llegó a la Argentina y convenció al general Roca de que el país tenía un potencial triguero que crearía una riqueza descomunal si dejaban de concentrar las exportaciones en el rubro cárneo.
La nueva política cerealera hará del país el granero del mundo.
Félix fue enviado por su padre a estudiar en un liceo alemán de Frankfurt. Luego continuó con estudios universitarios y se desvió del mandato paterno que lo investía
como el heredero de un enorme emporio triguero; rumbeó para la izquierda.
Alemania, en esos años, era un volcán en el que se desintegraba la República de Weimar, se agitaban los comunistas. Azotada por la hiperinflación, se preparaba para la gran revancha nacionalsocialista.
En ese mundo, Félix Weil se vincula con los marxistas y funda la Escuela. De todos modos, vuelve a Buenos Aires; trabaja en la empresa; es parte de la Comisión de Asesores del Gobierno del general Justo y decide, finalmente, radicarse en los Estados Unidos, en donde seguirá financiando la Escuela hasta quedarse sin fondos y terminar su vida como jubilado de un empleo en la Fuerza Aérea norteamericana.
En la década del cuarenta, da, en los Estados Unidos, una serie de conferencias que terminarán con la publicación de un libro: Argentine riddle , traducido en el año 2010 en nuestro país como El enigma argentino . Para muchos, uno de los análisis fundamentales si se quiere entender la Década Infame.
Félix Weil era judío, argentino y descendiente de alemanes. Pero no seguí su traza ni la de la Década Infame argentina. Me atrapó Rumania y su propia infamia, esta vez, sí, real.
II
Una pasión política:
el antisemitismo
Partamos de una situación de hecho. A los argentinos nada les interesa de Rumania. Agreguemos esto: a los rumanos nada les interesa de la Argentina. Pero si queremos ser más taxativos aún, es más que probable que lo que les suceda a los rumanos no le interese a nadie más que a los propios rumanos, y lo mismo con los argentinos. Nuestra historia y nuestro presente es materia de interés solo propio.
Lo que sucede dentro de nuestras fronteras poca o ninguna incidencia tiene en el mundo. Nunca hubo lazos entre mis dos casi seres , salvo en una época en que personeros de lo que podríamos llamar peronistas de derecha se imaginaron que había un parentesco político con el nacionalcomunismo rumano. Perón y Ceaușescu, un solo corazón corrido desde la izquierda y la derecha al centro, en la famosa tercera posición. ¿Y la Guardia de Hierro? Ese gran invento rumano, con una sucursal en nuestro país (dejaré de lado la misteriosa vida del modisto rumano afrancesado en la Argentina como Jean Cartier, creador del programa de televisión El arte de la elegancia ).
Duró poco el escaso entrecruzamiento rumano-argentino. Estas dos entidades, la argentina y la rumana, se ignoran, pero mi propósito es juntarlas y agregarles el sabor judío que permitirá construir un puente entre dos espacios aparentemente inconmensurables.
Hablemos de historia rumana. Partamos de una base conocida, la historia argentina.
Nuestra historia —quiero decir que el pronombre posesivo nuestra se va a desplazar por los tres polos de mi no ser, sin que, en ningún caso, me identifique con nacionalidad alguna—, la argentina, tiene unos doscientos años.
Partamos del primer acto de resistencia a las Invasiones Inglesas en 1806, que mostraron a los nacidos en estas tierras que podían valerse por sí mismos, o de la gesta de Mayo, o de la Declaración de la Independencia. En cada uno de estos casos, la historia que nos pertenece como entidad autónoma no pasa de dos siglos y un poco.
Lamento no considerar, en este período, la fase precolombina porque no corresponde a nuestra historia, sino, en última instancia, a la historia del continente americano. Lo lamento por quienes sostienen que la Conquista sepulta una historia en lugar de iniciar otra. Tampoco me interesa incorporar a los supuestos vikingos o a los que caminaron por el estrecho de Bering para poblar por primera vez las Américas.
Me referiré, entonces, a la historia que nos sopla en la nuca —para usar un giro idiomático conocido— y nos incorporó al mundo moderno.
Para un rumano, doscientos años no son nada y mucho. Cuando a los rumanos se les ocurrió lanzar las líneas al pasado para definir el momento en que nacieron rumanos, el carretel comenzó a girar de un modo alocado y solo se detuvo en tiempos de… Heráclito, hace dos mil quinientos años.
Los rumanos dicen ser una isla latina en un mar de eslavos. Lo mismo que los argentinos, que nos considerábamos una isla europea en medio de una América indígena.
Los rumanos se consideran un Estado aborigen de la antigüedad, y los criollos, un Estado europeo de la modernidad.
Agrego un asunto que nos emparenta: nuestras capitales, Bucarest y Buenos Aires. Las dos fueron rebautizadas como las Parises de su región. Nunca fui a Bucarest, pero vi imágenes y me pareció parecida a… Buenos Aires, no a París. Tiene un aire nuestro, un color gris atenuado, una profusa arboleda, un desorden urbanístico dividido por medianeras sucias, avenidas y anchas calles, buenos parques, cafés y confiterías, y pobreza marginal que se les mete por dentro. Y perros, muchos perros, con la salvedad de que la city porteña está poblada por mascotas, la burguesía canina, y Bucarest tiene épocas en las que está invadida por perros vagabundos.
Hay que aclarar que Buenos Aires es más rica que Bucarest, y el agro argentino le saca ventaja al rumano, y que hay más rumanos que argentinos que viven en containers en Europa.
Ellos tienen a Drácula, y nosotros, a Patoruzú; a gitanos, y nosotros, barras bravas; nos eliminaron del Mundial de 1994, y no sigo.
Insisto en este tema de las identificaciones. Me doy cuenta de que soy más argentino que rumano. Es común entre adoptados el de ser un agradecido por padres putativos mientras los naturales tienen el privilegio de quejarse por todo lo que no recibieron.
A nosotros, los adoptados, nos eligen; a los nativos, como a toda familia, se la tiene .
Lo curioso es que, si bien es cierto que los rumanos buscan su identidad en tiempos neolíticos, en eras casi arcaicas, la realidad es que se han constituido como Estado-nación en épocas recientes, no más de ciento cincuenta años. Y, como si el destino nos uniera, coincide en el tiempo con la formación del Estado-nación argentino durante la presidencia de Avellaneda.
Pero los rumanos tienen genética, una abundante genealogía; a una doliente mediocridad presente la compensan con una gloriosa existencia remota.
Rumania dice ser una prolongación de Dacia. Los dacios son, en realidad, getadacios, que, a su vez, son una rama de los tracios. En el 70 a. C., viven una época auspiciosa, de gran desarrollo, bajo el prohombre Burebista, quien preparó la venida de nuestro héroe, el rey Decébalo .
Treinta años después, la Dacia es conquistada por los romanos. Una fecha dichosa porque es la que dio el sello de la latinidad. Un período de más de siglo y medio bajo el gran imperio civilizatorio que permite que la lengua rumana se considere a sí misma una lengua latina, como el portugués, el francés, el castellano, el italiano, el gallego. La diferencia está en que es muy difícil entender a un rumano, casi imposible, porque fue adquiriendo modismos y palabras de lenguas eslavas o de otra índole, sin descartar que se le haya metido un inesperado vocablo en yiddish .
Entre el 271 y el 275 d. C., se retira la administración romana. En aquel momento, comienza una decadencia debido a la irrupción de pueblos migratorios “con un nivel inferior de evolución”, dicen los manuales.
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