Lucio Victorio Mansilla - Una excursión a los indios ranqueles

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Una excursión a los indios ranqueles: краткое содержание, описание и аннотация

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A fines de 1868 Lucio Victorio Mansilla llega a Córdoba con el cargo de comandante de fronteras. Trabaja intensamente en la provincia y, dos años después, resuelve firmar un tratado de paz con los indios ranqueles. Viaja a las tolderías de los caciques Ramón, Mariano Rosas y Baigorrita, donde permanece más de dos semanas. Su plan de pacificación es posteriormente rechazado tanto por el presidente Domingo F. Sarmiento como por el Congreso, frustrándose así una de las últimas oportunidades de establecer con los indios un sistema de convivencia razonable y de mutua comprensión y respeto. Sin embargo, su permanencia entre los ranqueles dará origen a una de las obras más fascinantes y mejor escritas de nuestra literatura:
Una excursión a los indios ranqueles, que fue primero publicada en entregas en forma de cartas o apostillas en el diario
La Tribuna, en las que mediante un estilo ágil, de sorprendente modernidad, el autor da una descripción veraz y objetiva de la situación de los pueblos originarios que habitaban la actual República Argentina. La rica personalidad de Mansilla, una de las más interesantes de nuestro pasado histórico y literario, se manifiesta en toda su potencia en este libro singular, que Tolemia ofrece en su versión completa.

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A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego sus pérdidas eran ya serias: muchos muertos y heridos yacían envueltos en su sangre, intrépidamente derramada por la bandera de la patria.

Recorriendo de un extremo a otro hallé al cabo Gómez, herido en una rodilla, pero haciendo fuego hincado.

–Retírese, cabo –le dije.

–No, mi Comandante –me contestó–, todavía estoy bueno –y siguió cargando su fusil y yo mi camino.

Al regresar de la extrema derecha del batallón a la izquierda, volví a pasar por donde estaba Gómez.

Ya no hacía fuego hincado, sino echado de barriga, porque acababa de recibir otro balazo en la otra pierna.

–Pero, cabo, retírese, hombre, se lo ordeno –le dije.

–Cuando usted se retire, mi comandante, me retiraré –repuso, y echando un voto, agregó: –¡paraguayos, ahora verán!

Y ebrio con el olor de la pólvora y de la sangre, hacía fuego y cargaba su fusil con la rapidez del rayo, como si estuviese ileso.

Aquel hombre era bravo y sereno como un león.

Ordené a algunos heridos leves que se retiraban que le sacaran de allí, y seguí para la izquierda.

El asalto se prolongaba...

Yendo yo con una orden, recibí un casco de, metralla en un hombro, y no volví al fuego de la trinchera.

Pocos minutos después, el ejército se retiraba salpicado con la sangre de sus héroes, pero cubierto de gloria.

Para pasar el parte, fue menester averiguar la suerte que le había cabido a cada uno de los compañeros.

Esta ceremonia militar es una de las más tristes.

Es una revista en la que los vivos contestan por los muertos, los sanos por los heridos.

¿Quién no ha sentido oprimirse su pecho después de un combate, durante ese acto solemne?

–¡Juan Paredes!

–¡ Presente!...

–¡Pedro Torres!

–¡Herido!...

–¡Luis Corro!

–¡Muerto!...

¡Ah! ese “¡muerto!” hace un efecto que es necesario sentirlo para comprender toda su amargura.

Según la revista que se pasó en el 12 de línea por el teniente primero D. Juan Pencienati que fue el oficial más caracterizado que regresó sano y salvo del asalto de Curupaití, y según otras averiguaciones que se tomaron, conforme a la práctica, resultó que el cabo Gómez había muerto y por muerto se le dio.

En la visita que se mandó pasar a los hospitales de sangre no se halló al cabo Gómez.

Para mí no cabía duda de que Gómez, si no había muerto, había caído prisionero herido.

Los soldados decían:

–No, señor, el cabo Gómez ha muerto. Nosotros le hemos visto echado boca abajo al retirarnos de la trinchera con la bandera.

Yo sentía la muerte de todos mis soldados como se siente la separación eterna de objetos queridos.

Pero, lo confieso, sobre todos los soldados que sucumbieron en esa jornada de recuerdo imperecedero, el que más echaba de menos era el cabo Gómez.

La actitud de ese hombre obscuro, tendido de barriga, herido en las dos piernas y haciendo fuego con el ardor sagrado del guerrero, estaba impresa en mí con indelebles caracteres.

Esta visión no se borrará jamás de mi memoria. Perderé el recuerdo de ella cuando los años me hayan hecho olvidar todo.

Y por hoy termino aquí, y mañana proseguiré mi cuento.

Hoy te he narrado sencillamente la muerte de un vivo. Mañana te contaré la vida de un muerto.

Si lo de hoy te ha interesado, lo de mañana también te interesará. A los del fogón que me escucharon les sucedió así.

6

Regreso de Curupaití. Resurrección del cabo Gómez. Cómo se salvó. Sencillo relato. Posibilidad de que un pensamiento se realice. Dos escuelas filosóficas. Un asesinato que nadie había visto. Sospechas.

El ejército volvió a ocupar sus posiciones de Tuyutí: mi batallón su antiguo reducto.

Durante algún tiempo fue pan de cada día conversar del asalto de Curupaití, ora para hacer su crítica, ora para recordar los héroes que cayeron mortalmente heridos aquel día de luto.

La sucesión del tiempo, nuevos combates, otros peligros, iban haciendo olvidar las nobles víctimas.

Sólo persistía en el espíritu el recuerdo de los predilectos; de esos predilectos del corazón, cuya imagen querida no desvanecen ni el dolor ni la alegría.

De cuando en cuando, los hospitales de Itapirú, de Corrientes y de Buenos Aires, nos remitían pelotones de valientes curados de sus gloriosas y mortales heridas.

La humanidad y la ciencia hacían en esa época de lucha diaria y cruenta, verdaderos milagros.

¡Cuántos que salieron horriblemente mutilados del campo de batalla, no volvieron a los pocos días a empuñar con mano vigorosa el acero vengador!

Los que mandaban cuerpos, enviaban de tiempo en tiempo oficiales de confianza a revisar los hospitales, tomar buena nota de sus enfermos o heridos respectivos y socorrerles en cuanto cabía.

Yo tenía frecuentes noticias de los hospitales de Itapirú y de Corrientes. Los enfermos seguían bien. Día a día esperaba algunas altas.

Pensaba en esto quizá, cierta mañana, paseándome, según mi costumbre, por el parapeto de la batería, cuyos cañones tenían constantemente dirigidas sus elocuentes y fatídicas bocas al montecito de Yataytí–Corá, cuando un ayudante vino a anunciarme:

–Señor, una alta del hospital.

Su fisonomía traicionaba una sorpresa.

–¿Y quién, hombre?

–Un muerto.

–¿Cuál de ellos?

–El cabo Gómez.

Al oírle salté impaciente y alegre del parapeto a la explanada, corriendo en dirección al rancho de la Mayoría.

La noticia de la aparición del cabo Gómez, ya había cundido por las cuadras. Cuando llegué a la puerta de la Mayoría, un grupo de curiosos la obstruía.

Me abrieron paso y entré.

El cabo Gómez estaba de pie, apoyado en su fusil y llevaba la mochila terciada. Sus vestiduras estaban destrozadas, su rostro pálido, habíase adelgazado mucho y costaba reconocerle.

Realmente, parecía un resucitado.

Le di un abrazo, y ordené en el acto que prepararan un baile para celebrar esa noche la resurrección de un compañero y el regreso del primer herido.

El batallón era un barullo. Todos querían ver a un tiempo al cabo; los unos le hacían señas con la cabeza, los otros con las manos, los que no podían verle bien, se trepaban sobre el mojinete de los ranchos; nadie se atrevía a dirigirle la palabra interrumpiéndome a mí.

–¿Y cómo te ha ido, hombre?

–Bien, mi Comandante.

–¿Dónde está la alta? –pregunté al oficial encargado de la Mayoría. Diómela, y notando que era de un hospital brasilero, me dirigí al cabo.

–¿Qué, has estado en un hospital brasilero?

–Sí, mi comandante.

–¿Y cómo te salvaste de Curupaití? Cuando yo te ordené salieras de la trinchera ya estabas herido de las dos piernas, no te podías mover.

–Mi comandante, cuando los demás se retiraron con la bandera, viendo yo que nadie me recogía, porque no me oían o no me veían, me arrastré como pude, y me escondí en unas pajas a ver si en la noche me podía escapar.

–¿Y cómo te escapaste?

–Cuando los nuestros se retiraron, los paraguayos salieron de la trinchera y comenzaron a desnudar los heridos y los muertos. Yo estaba vivo; pero muy mal herido, y como vi que mataban a algunos que estaban penando, me acabé de hacer el muerto a ver si me dejaban. No me tocaron, anduvieron dando vueltas cerca de mí y no me vieron. Luego que la noche se puso obscura, hice fuerzas para levantarme y me levanté y caminé agarrándome del fusil, que es este mismo, mi comandante.

Un silencio profundo reinaba en aquel momento. Todos contenían hasta la respiración, para no perder una palabra de las del cabo.

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