Miguel Audiffred - Gris

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"Gris" es una novela neutra en la que no hay personajes, sino voces de un futuro distópico cuyos nombres ignoramos pero que parece que quieren decirnos algo sobre el mundo que los rodea, un mundo cuyos fundamentos desconocen y que, sin embargo, los rige a través de sus mecanismos tergiversados y laberinticos. Esta obra de ciencia ficción indaga en las dimensiones de la consciencia tanto de las voces que emplea como de la obra misma, haciendo del absurdo un sinsentido que, paradójicamente, se convierte en su único fundamento, como si se tratara de una máquina que no puede hacer otra cosa para sobrevivir que seguir escribiendo.
Miguel Audiffred debuta como novelista con esta hermética y sorprendente obra distópica.

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Cuando no tengo nada que hacer suelo asomarme por la ventana de mi apartamento, me quita la sensación de estar encerrado. Ahora que lo pienso es un pequeño resquicio entre afuera y adentro que me hace resentir menos mi ansiedad, pues tampoco estoy cómodo en el exterior. Sólo salgo cuando tengo a dónde ir o cuando quiero caminar, mis pasos no son ni muy apresurados ni tampoco demasiado lentos.

Esto se debe tal vez al lugar en donde está ubicado el edificio en el que me alojo por ahora, ya que también suelo cambiar de domicilio frecuentemente (fue una de las recomendaciones que me dieron cuando comencé este trabajo); es un pequeño suburbio a orillas de la ciudad en donde la mayoría de las calles son bastante silenciosas, podría decirse que demasiado incluso, mas esto no es una señal de tranquilidad, al contrario, un lugar sin ruido en esta ciudad significa que tampoco hay demasiada vigilancia.

Casi no hay cámaras y las pocas que hay ya han sido identificadas por los que vivimos aquí; lo más impactante de este lugar es que está muerto, literalmente, aquí no se mata, pero está poblado de muertos: al final de una calle que se llama Sunset Boulevard hay un inmenso cementerio a donde la gente suele ir, justamente cuando no tiene nada que hacer, y no lo hace para visitar a los muertos, sino para subir a un acantilado que queda a la orilla del cementerio; el acantilado da hacia un río y desde ahí se puede ver un puente. En ese puente, por las noches de las jornadas en las que no se trabaja, suele haber fuegos artificiales; es por ello que la mayoría de los que viven ahí se reúnen en el cementerio o, más bien, en uno de sus bordes.

Además de ese cementerio he visto que aquí hay mucho tráfico de personas, de cuerpos, mejor dicho; una vez que estaba aburrido seguí a uno de mis vecinos, ella casi nunca está, sale tanto o incluso más que yo, es una chica joven que no pasa de los treinta, con el cabello corto y café, de piel morena clara y muy suave, ojos color miel. Siempre anda apresurada, los momentos en que la he visto dentro del edificio sólo es para entrar y volver a salir de su apartamento, como si fuera a recoger o a dejar algo para enseguida volver a irse. Al principio yo no sabía a ciencia cierta qué era lo que hacía, sólo escuchaba la puerta azotarse cuando entraba y cuando se iba. A veces me asomaba por la mirilla de mi puerta o la seguía con la mirada desde mi ventana.

El día en que la seguí llevaba puesto algo muy poco usual para ella, ya que suele vestirse bien, no demasiado formal, pero presentable, y esa vez parecía que estaba preparándose para salir corriendo sin dejar huella. Llevaba puestos un par de zapatos muy ligeros, de esos que no hacen ruido al pisar, unos pants para hacer ejercicio y una camiseta blanca y lisa, muy holgada (me llamó la atención porque normalmente ella usa botas o tacones, unos jeans y una blusa azul). Salió una vez, tardó como media hora, y cuando volvió, como de costumbre, sólo fue para volver a irse inmediatamente. Cuando volvió a salir noté que se había cambiado la playera, esta vez llevaba únicamente una especie de brasier deportivo, además de que tardó menos de lo habitual, como si sólo se hubiera quitado la camiseta y la hubiera aventado a cualquier parte de su estancia. Fueron dos detalles los que me hicieron seguirla: primero, salió corriendo realmente rápido, y segundo, se puso unos guantes de látex blancos como de forense. Cuando me percaté desde mi puerta de que se había puesto los guantes, esperé unos momentos a que bajara las escaleras y salí detrás de ella. He de admitir que la chica tenía una gran condición física porque estuvo corriendo por más de ocho cuadras sin detenerse a un buen paso. Me llevó hasta una parte del suburbio que no conocía; era un lugar que, según me enteré después, se llamaba Angel’s Corridor. Ahí ya casi no hay casas ni edificios, hay puras bodegas y te puedes dar cuenta cuando ya estás cerca por el aroma: es un hedor tan insoportable que te hace toser.

Cuando ya estaba cerca de su destino comenzó a bajar el paso hasta detenerse por completo enfrente de una de esas bodegas de lámina blanca, tocó un par de veces, y, luego de unos pocos segundos, se abrió una puerta pequeña. Pasaron unos veinte minutos para que, de la misma bodega, saliera una camioneta blanca luego de que se levantara la fachada. Como yo estaba escondido en un pequeño callejón enfrente de la bodega, entre una casa abandonada y un edificio, cuando el vehículo encendió las luces no pudo verme, pero yo pude ver todo lo que había en el interior de la bodega, aunque sólo fuera durante los pocos segundos que le tomó salir de ahí a la camioneta.

Mi impresión de ese lugar fue la de un matadero: decenas de cuerpos colgados con la carne viva por fuera a lo largo y ancho de un cuarto como de unos cuatro metros de altura. El único problema era que ese olor no era para nada parecido al de un rastro, lo puedo aseverar porque cuando me llevaban a hacer pruebas esa fue una de las marcas cinestésicas que me quedó impregnada: el olor a vaca muerta. Para cerciorarme de lo que me pareció haber visto me acerqué a la bodega y toqué la puerta… No hubo respuestas, así que me asomé por una de las orillas de la puerta de lámina y, como estaba demasiado oscuro, encendí la linterna de mi celular. Me impactó tanto lo que vi que solo pude apagar la luz e irme de ahí lo más discretamente posible: era un rostro al revés, como si su cuerpo estuviera colgado de los pies, a punto de ser devorado por los gusanos; sus pómulos se habían enverdecido y los orificios de los ojos ya estaban vacíos. Fue en ese momento que me quedó claro que ella, al igual que yo, trabajaba con los muertos.

Ayer me dijeron que tenía que encontrar a un hombre que solía frecuentar la zona industrial ubicada en la orilla del mar del lado occidental. En mi trabajo, «encontrar» a alguien implica que será la última vez que esa persona sea vista con vida. Fui a las oficinas donde trabaja el que se encarga de mi caso junto con el resto de la organización, pero no lo vi a él personalmente; en esta ocasión sólo pasé a un pequeño cubículo con una «agente» que me dio las instrucciones a seguir (la «agente» era una pantalla táctil encima de un escritorio de metal).

Lo curioso de los caminos que suelo frecuentar es que no me quedan sus nombres con facilidad, sólo cuando los anoto tengo cierta noción del lugar mismo, mas ello no implica que su ubicación sea precisa. Eso me pasa con las oficinas a las que tengo que ir cuando se me asigna otro «encuentro»: no sé cómo, pero logro llegar; en un parpadeo ya estoy bajándome de la estación del tren ligero indicada, no entiendo cómo lo sé, simplemente lo hago, en automático, como si no hubiera necesidad de recorrer el camino porque, tarde o temprano, llegaré.

En la pantalla se proyectaba un mapa con la ubicación exacta de este sujeto además de su nombre y unas cuantas señas particulares para poder identificarlo, nada más. Una vez que ascendí al nivel de la calle tomando el elevador de la organización, fui al lugar que me había indicado la agente, pues también me recomendó que lo fuera a buscar por la noche, ya que así era más probable que lo encontrara. El nombre de la zona industrial es Artificial Landscape porque, en principio, la zona estaba destinada a ser residencial, con complejos inmuebles vanguardistas. Eso lo leí al adentrarme en el parque industrial que está acordonado y cercado por una reja de tres metros de altura (había un letrero viejo que decía el origen del nombre con el plan original y fotos de los que parecían más de cien torres de marfil iluminadas por un neón morado).

En aquel lugar sólo quedaban los cimientos de los edificios que iban a construir y hoyos de otros que ya ni siquiera empezaron. Ambos espacios fueron rehabilitados como una suerte de bóvedas inmensas hechas de metal reciclado de partes de autos (o chatarra) sostenidas por las vigas de acero inoxidable que quedaron de la construcción de las torres. Al estar todo hecho a partir de los materiales con los que se contaba, las construcciones eran sumamente irregulares; había desde torres de lámina de cincuenta metros de alto por diez de ancho con forma circular, hasta pequeños cuadrados de veinte por veinte metros; eso sí, todos de un color gris brillante como el aluminio e iluminados por una potente luz blanca que salía de las lámparas tubulares de los techos (cada piso de las construcciones medía alrededor de tres metros).

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