Nora Ortiz - Doce años y un día

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En 1942 Elena acaba de llegar a España, deportada desde la Francia ocupada por los nazis. Sus tíos, única familia que le queda, la han acogido en su casa de Ávila donde vive con el temor a ser de nuevo detenida. Apenas transcurridos unos meses, un comisario de policía acude a su domicilio con una orden de detención. Se la acusa de pertenencia a la masonería. A partir de ese momento se enfrenta a la dureza de la represión, a la angustia de buscar una salida que le permita eludir la cárcel y al dolor por todas las pérdidas que se han acumulado en su vida. La novela navega entre el presente de la protagonista, inmerso en la oscuridad, y la miseria de la postguerra, y sus años de juventud transcurridos en el Madrid de la República, un espléndido escenario para dar rienda suelta a sus expectativas de mujer moderna que no renuncia a nada.

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—Hay algo que nos acecha, ¿no es cierto?

—No van a permitir que este sueño perdure.

Es la primera desazón surgida de la primera clarividencia. Con el tiempo aparecerán muchas más pistas sobre el futuro en forma de grandes titulares con agresivas letras negras de mal augurio y un persistente ruido de sables, una amenaza constante desde los cuarteles, también desde los púlpitos de las iglesias o desde los cenáculos donde los señoritos se lanzan al juego de la conspiración mirando hacia Alemania, que por esas fechas está consiguiendo que lo viejo parezca nuevo como el ave fénix que resurge de sus cenizas, pero en este caso son rescoldos de las hogueras que ellos mismo encienden.

En la primavera de 1932 no faltan los motivos para la preocupación, pero en cualquier caso hay que seguir adelante. Elena, que es joven y se cree con derecho a cambiar el mundo, no va a perder la oportunidad de vivir intensamente el momento, de manera que con una sacudida de su melena disipa los malos presagios y se aferra al presente, para ella la única situación temporal posible, sin pasado que merezca la pena recordar ni futuro que aniquile con coartadas de responsabilidad su liviana despreocupación. Está satisfecha: su artículo sobre la conferencia de Clara Campoamor, blanco sobre negro, ligeramente amputado para que quepa entre el anuncio de los polvos Risler, norteamericanos, los que usan las artistas de Hollywood, su piel resplandecerá, y la reseña del rotundo éxito de Las Leandras en el teatro Español. Lo lee y lo relee. No aparece su firma lo cual le procura una ligera decepción, pero nada que dure mucho tiempo, justo lo que tarda en salir del despacho del director y pasear triunfal por toda la redacción esperando alguna felicitación.

La primera le llega del Jefe de Ecos de Sociedad que está al tanto de este primer trabajo periodístico encargado por Carmen de Burgos. Menuda madrina que te has buscado, le había dicho asombrado. Elena no se molesta en desmentir el comentario. No ha sido ella quien ha buscado a la escritora, sino al contrario. Se podría decir que ha sido elegida por los dioses, que la encomienda le ha llegado caída del cielo por obra y gracia de una mirada sincera e inteligente de la discípula que la maestra supo advertir a tiempo o de un pálpito inexplicable que Carmen convirtió en apuesta aventurada: a sus años se puede permitir eso y más, ha dado demasiado a la vida como para que no pueda tomarse alguna licencia descabellada.

Cuando sale al pasillo se encuentra con Juan, el fotógrafo. Todavía no ha tenido tiempo de ver el artículo con su fotografía, pero tampoco le causa gran impresión, lleva diez años en este negocio y está de vuelta de todo. Sin embargo, se alegra por ella, la secretaria ascendida en el escalafón del honor ya que no de la nómina. Todavía se acuerda de cuando le acompañó por las calles de Madrid el pasado 14 de abril, imposible olvidarse de quien estuvo a su lado en un día tan importante, una tímida Elena convertida un año después en una mujer distinta.

Mientras el fotógrafo se dirige al laboratorio, ella le observa desaparecer escaleras abajo. Abrazada al ejemplar de El Heraldo sigue su camino. A dos pasos de allí está el despacho de Ernesto Núñez, el dibujante. Un primer impulso le empuja a tocar con los nudillos sobre la puerta, pero justo un instante antes de que sus dedos rocen el cristal se detiene, duda, lo que en un principio le parecía un acto natural de pronto se le antoja una intromisión inaceptable. ¡Qué derecho tiene ella a interrumpir el trabajo del artista! Total, para enseñarle un artículo sin firma, una nadería. Vaya con los escrúpulos repentinos. A qué viene tanto reparo cuando antes entraba sin llamar, espontánea y confiada, sabiendo que iba a ser bien recibida invariablemente, incluso si ahuyentaba a las musas que aquel día habían tardado en llegar hasta la mesa del dibujante, nunca le importó, ya volverían, y se colaba entre risas.

A pesar de todo acaba por llamar, pero en lugar de entrar inmediatamente espera a que la voz de Ernesto llegue hasta sus oídos con un neutro “adelante”. Levanta la vista del trabajo y la ve sonriente con el ejemplar nuevecito, recién salido de la imprenta, todavía desprendiendo un cierto olor a tintas frescas, y no hace falta que diga más. Se levanta para felicitarla contagiado de la misma alegría. La estrecha entre sus brazos en un gesto que pudiera parecer demasiado invasivo pero no lo es, más bien parece un saludo efusivo entre colegas, que ya lo eran, pero ahora un poco más porque les une la búsqueda de la creatividad. Elena se siente halagada. En un momento y gracias al recibimiento del dibujante se ha sentido elevada a una categoría superior, como si hubiera sido aceptada en un club muy selecto hecho a la medida de sus respectivas personalidades, tan exclusivo y minoritario que solo caben ellos dos.

Ella le acerca el periódico abierto por la página de su artículo. No espera que lo lea en ese momento. No soportaría tener que observar el hermoso rostro del dibujante descomponiéndose a la vista de tanta necedad, de manera que inmediatamente retira el ejemplar cohibida por un repentino ataque de pudor.

—Bueno, ya tendrás tiempo de leerlo —consigue pronunciar atajando la expresión de contrariedad que ya se vislumbra en la cara del dibujante.

—Como quieras. Aunque te advierto que soy un crítico implacable —contesta Ernesto con una sonrisa socarrona.

—¡Uh! ¡Qué miedo! —exclama Elena sentándose en el borde de la mesa, recuperada ya la confianza en sí misma. Así lo manifiestan los movimientos de su cuerpo, los giros de su cabeza, el vuelo de sus pestañas, los fruncimientos de su boca, sus manos retirando de la cara algún mechón rebelde y obstinado, mucho más cómoda que antes, olvidada la actitud recelosa que casi la empuja a salir corriendo al verse indefensa y transparente, expuestos sus pensamientos al juicio del otro, de ahí esa torpeza repentina, el no saber qué decir porque las ideas se atropellan en la mente, pero eso pasó. Ha bastado una escueta broma para aligerar el peso de la incertidumbre que suele ser el peor de los estados del espíritu, cuando el no saber a qué atenerse nos vuelve susceptibles de ser arrollados por un tropel de hipótesis a cual más negativa. Por lo tanto, una vez superada la primera inquietud se disipan los temores y se restablece la plácida relación que los mantiene en la esfera de la amistad. Sin embargo, Elena sabe que algo ha cambiado, que se ha introducido un filo entre tanta redonda placidez, que ya nunca más volverá a observarle desde la puerta con la ternura casi maternal con la que miraba al muchacho indefenso, demasiado soñador para este mundo de lobos hambrientos.

Cuando salga del despacho se acumularán en su mente los detalles de la breve entrevista, hasta los más insignificantes, y se sucederán los planos como si de una película de cine negro se tratase, en la que todo es enjundioso, nada puede quedar al azar, cualquier pormenor contribuye poderosamente al desarrollo de la trama y en ellos buscará Elena algún indicio en el que pueda ver reafirmados sus sentimientos a los que de momento no pondrá nombre, se resistirá durante algún tiempo a clasificar lo que siente, pero, por otro lado, seguirá alimentándolos con hechos objetivos y también con suposiciones, que todo sirve a las cuitas amorosas, aunque no es ella quien llega a esta conclusión, somos nosotros que nos valemos de nuestra osadía para meternos donde no nos llaman y poner nombre a lo que la muchacha no quiere nombrar.

En un momento en que la conversación languidece y Elena cae en la cuenta de que ha descuidado su trabajo se dispone a despedirse. Se encoge de hombros y con las manos apoyadas sobre la mesa se impulsa grácilmente para ponerse en marcha. Sin embargo el dibujante parece haber recordado algo repentinamente. Antes de que se vaya le ha propuesto ir a ver una película el sábado por la tarde, nada semejante a lo que proyectan en las salas de la Gran Vía, una sesión de cine artístico, eso suena muy bien, algo diferente, una película de René Claire que lleva por título Un viaje imaginario. Elena acepta inmediatamente, ni siquiera se plantea que le pueda gustar o no este tipo de cine, la perspectiva de pasar una tarde con él compensa cualquier inconveniente, pero además Ernesto la anima, le dibuja con trazos entusiastas un panorama maravilloso, una película de vanguardia, nada que ver con el cine que viene de América o con el que se hace aquí de castañuelas y pandereta, esto es otra cosa, espectáculo para gente inteligente de los que te inducen a pensar. Ella asiente con la cabeza haciendo acopio de toda la seriedad de la que es capaz, pero finalmente se le escapa una risa hilarante con la que acostumbra a profanar hasta lo más sagrado. A Ernesto le encanta esa faceta liviana de su personalidad, que consigue aligerar cualquier situación por incómoda que resulte, y en este caso no le ha importado en absoluto que la risa socarrona de Elena pusiera fin a un discurso que incluso a él le estaba empezando a resultar pretencioso.

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