Nora Ortiz - Doce años y un día

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En 1942 Elena acaba de llegar a España, deportada desde la Francia ocupada por los nazis. Sus tíos, única familia que le queda, la han acogido en su casa de Ávila donde vive con el temor a ser de nuevo detenida. Apenas transcurridos unos meses, un comisario de policía acude a su domicilio con una orden de detención. Se la acusa de pertenencia a la masonería. A partir de ese momento se enfrenta a la dureza de la represión, a la angustia de buscar una salida que le permita eludir la cárcel y al dolor por todas las pérdidas que se han acumulado en su vida. La novela navega entre el presente de la protagonista, inmerso en la oscuridad, y la miseria de la postguerra, y sus años de juventud transcurridos en el Madrid de la República, un espléndido escenario para dar rienda suelta a sus expectativas de mujer moderna que no renuncia a nada.

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Apenas María de Maeztu llega al atril situado en el centro del escenario una ráfaga de aplausos le dan la bienvenida. Elena deja el cuaderno sobre su falda y también rompe a aplaudir. Es entonces cuando la hermosa dama que está a su lado observa la credencial de El Heraldo:

—¿Trabajas para El Heraldo? —se interesa la desconocida.

—Sí —contesta inmediatamente. De pronto le resulta absolutamente lejano su puesto de secretaria y aunque su interlocutora no ha preguntado en qué trabaja, da por sentado que ha acudido al acto en calidad de periodista—. Es mi primer reportaje.

Las palabras le han salido con orgullo como si de repente hubiera olvidado la preocupación que le oprimía el pecho cuando caminaba hacia el Lyceum y en su lugar se hubiera asentado una confianza desconocida. Fue tan segura su respuesta que apenas sí reconoció en ella a la muchacha temerosa que era apenas cinco minutos antes.

—Mi nombre es Consuelo —se presentó apresuradamente girándose y tendiéndole la mano.

—Encantada —respondió la periodista advenediza—. Yo soy Elena.

—¡Ah! Ya veo, Elena Sánchez Luján —repitió leyendo el encabezamiento de la credencial—. Supongo que ya habrás conocido a Colombine.

—Claro. Últimamente no aparece mucho por la redacción, pero sí he tenido el gusto de conocerla. Es una mujer extraordinaria —se aventuró a decir Elena sintiendo de pronto que tal vez avanzaba sobre terreno pantanoso. No sabía dónde se estaba metiendo, aun así calibró que teniendo en cuenta el lugar en el que se encontraban no sería demasiado arriesgado alabar a Carmen de Burgos. Probablemente sus palabras caían sobre suelo bien abonado.

—Desde luego que lo es —asintió Consuelo.

La conversación fue interrumpida cuando en el escenario apareció la invitada. Clara Campoamor agradece las palabras de presentación, después saluda al público que de pronto se ha sumergido en un espeso silencio. La mujer que hoy les habla parece la misma de hace un año cuando todo se vislumbraba posible con la proclamación de la República, pero algunos cambios casi imperceptibles se han ido asentando en su rostro para añadirle un tiempo que no está en el calendario sino en el cansancio y en las decepciones. Lleva como de costumbre el pelo recogido en un moño bajo demasiado austero y su vestido de corte amplio, un poco pasado de moda, contribuye a reforzar su aspecto anodino. Sin embargo, cuando comienza a hablar, su tono vehemente y enfático alumbra un discurso que tiene la capacidad de hipnotizar al respetable. Elena abre su cuaderno y escribe apresuradamente, pero, a penas cree poder disponer de una tregua, una nueva idea deslumbrante sale de la boca de la diputada que la recién recibida de periodista no puede dejar de anotar. Sus ojos van de la hoja al escenario, de las palabras sonoras a su remedo escrito, mucho más insignificante, le parece a Elena, como si en tan breve trayecto perdieran todo su poder y su magnetismo porque son palabras para ser gritadas con voz tonante de diosa enfurecida o de oráculo que pronostica un futuro aciago, Casandra portadora de horribles nuevas. Y es que por esas fechas Clara ya ha despertado del hipnotismo protector que trajo consigo la República y se ha revelado en su ánimo una amarga decepción que irá en aumento.

Sin embargo, este sentimiento que no es demasiado evidente, que tan solo se manifiesta en alguna que otra vaga referencia de su discurso, llega con nitidez al cuaderno de Elena que ha captado entre líneas ese estado de ánimo en la diputada. Se diría que ella también tiene dotes de adivinación, pero en realidad no es así, tan solo posee una capacidad bastante notable para la apreciación intuitiva de los comportamientos ajenos, de manera que sin estudios de psicología ni nada parecido consigue hacerse una idea inmediata acerca de los demás, a menudo acertada pero lejos de la infalibilidad, ella lo sabe, y tal vez precisamente por eso no enuncia juicios temerarios. En este caso no se equivoca, detecta en los gestos de la Campoamor una honda preocupación que ella misma se encarga de disipar con su voz potente, con sus manos que cortan el aire con rotundidad intentando transmitir confianza. Al fin y al cabo es una brillante abogada con una carrera política exitosa, está en su mejor momento y eso hay que aprovecharlo, no puede dejarse llevar por el desánimo.

El acto se acerca a su fin, así lo sugiere el tono del discurso que suena a conclusión, por eso las palabras se elevan, las frases se cargan de rotundidad y de transcendencia. Los asistentes permanecen expectantes, suspendidos en la cuerda floja que, como hilo de Ariadna, ha tejido Clara con el final de su disertación, un hilo que se extiende por la sala hilvanando todos los pensamientos y arrastrándolos hacia el aplauso final que suena convencido. No es solo un aplaudir de cortesía, los “bravo” proferidos desde distintos ángulos así lo confirman, y además está la duración del homenaje y parte del público puesto en pie. Desde el escenario Clara sonríe e inclina la cabeza en señal de agradecimiento. La presidenta del Lyceum se acerca y también agradece a todos su presencia. Gracias, gracias, ustedes, con su calurosa presencia, han hecho que esta noche sea inolvidable. Palabras de despedida que al día siguiente aparecerán en la reseña que del acto publicarán algunos periódicos. El Heraldo también las incluirá porque Elena las ha apuntado diligentemente, pero además añadirá muchas otras ideas que ha ido anotando y algunas más que se le irán ocurriendo mientras redacte el artículo que Carmen de Burgos le encomendó. No será el último que la joven secretaria, convertida en enviada especial para eventos culturales, escriba para el periódico, a pesar de que sigue en nómina como mecanógrafa y sus incursiones periodísticas, por el momento, quedan en un limbo laboral indefinido pero muy provechoso para el director. Es precisamente por esta razón por la que no ha puesto ninguna objeción a que trabaje como reportera, al fin y al cabo no descuida sus otras tareas y proporciona al diario interesantes artículos de factura entusiasta y estilo directo que conectan muy bien con el público.

La reseña que de la conferencia de Clara Campoamor ha escrito todavía transmite algún rasgo dubitativo de debutante que, sin embargo, compensa con un fervor rotundo y una adhesión sin contemplaciones a los valores republicanos. Sus palabras han conseguido dar en la diana. La mayoría de los lectores buscan plumas agitadoras que les reafirmen en sus convicciones y les hagan exclamar ¡qué razón tiene!, de manera que Elena no se reprime a la hora de dar rienda suelta al entusiasmo con el que ha quedado bautizada después de escuchar las palabras de Clara. El día festivo en el aniversario de la República, los asistentes enardecidos por una exaltación común de las que invitan a reconocerse en el prójimo y, sobre todo, las luces de Madrid, toda la ciudad resplandeciente con lo que los periódicos llamaron “iluminación artística”. Nunca antes se había visto nada igual, la calle de Alcalá convertida en Vía Láctea cuajada de puntos luminosos, la torre art decó del Círculo de Bellas Artes refulgente como los edificios de Broadway, la Cibeles más diosa que nunca envuelta en un brillo sideral. Elena camina del brazo del fotógrafo de vuelta a casa, transportada en su mente y en su cuerpo a una ciudad renacida, tan distinta al Madrid que conoce pero a la vez profundamente suya, hecha expresamente a la medida de su exaltación. Mientras avanzan por la avenida numerosos transeúntes les saludan con vivas a la República como un año atrás, los automovilistas haciendo sonar las bocinas de los coches, una réplica perfecta, un efecto de déjà vu que de pronto les sume en una cierta perplejidad. Ambos se miran acuciados por una misma inquietud que se ha colado entre tanta alegría.

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