Lydia Davis - Ensayos I

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Este libro surgió con bastante naturalidad: pensé que era hora de recopilar los textos de no ficción que había tenido la oportunidad de escribir a lo largo de las décadas y reunirlos en un solo volumen. Como no eran para nada escasos, tuve que decidir si hacer un solo tomo, grueso, o dos más razonables. Pedí opiniones y conté votos, sopesé los pros y los contras, y, al final, me decidí por hacer dos. Así reflejaría, en cierta medida, dos de las ocupaciones principales de mi vida: la escritura y la traducción. Este es el primer tomo.
En este libro, Lydia Davis recuerda a los escritores que influyeron tempranamente en su escritura, declara cuáles son sus cinco cuentos favoritos y analiza la obra de aquellos que la interpelaron, por diferentes motivos, a lo largo de los años: Lucia Berlin, Gustave Flaubert, Rae Armantrout, Jane Bowles, entre otros. También se detiene en las artes visuales, y reflexiona sobre la obra de Joan Mitchell y de Alan Cote e indaga en las primeras fotografías de viajes.
Finalmente, con absoluta generosidad, aborda la escritura desde su propia práctica: así comparte diferentes versiones de un mismo texto y elabora un ensayo imprescindible con treinta recomendaciones para una buena rutina de escritura.
"Aguda, hábil, irónica, sobria y constantemente sorprendente". Joyce Carol Oates
"Una escritora atrevida, excitantemente inteligente y, a menudo, muy divertida". Ali Smith

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Llevó una vida intensa y azarosa, y de sus experiencias extrajo materiales pintorescos, dramáticos y variados que usó en los cuentos. Los lugares donde vivió con su familia durante la infancia y la juventud dependían de su padre: de los empleos que tuvo cuando Lucia era muy pequeña, de la movilización durante la Segunda Guerra Mundial y de su empleo al volver del frente. Por eso, Lucia nació en Alaska y se crio en las comunidades mineras del oeste de Estados Unidos; después se fue a vivir a El Paso con la familia de su madre, mientras su padre estaba en la guerra; y más adelante, cuando emigraron a Chile, Lucia llevó un estilo de vida muy diferente al que acostumbraba, lleno de riqueza y privilegios, retratado en sus cuentos sobre una adolescente en Santiago, sobre la educación católica chilena, sobre las turbulencias políticas, los clubes náuticos, las modistas, los barrios bajos, la revolución. Ya de adulta continuó con la misma vida agitada, llena de desplazamientos geográficos: vivió en México, Arizona, Nuevo México, Nueva York: uno de sus hijos recuerda que de niño se mudaban más o menos cada nueve meses. Años después comenzó a dar clases en Boulder, Colorado, y un tiempo antes de morir se instaló más cerca de sus hijos, en Los Ángeles.

Escribe sobre sus hijos (tuvo cuatro) y los distintos trabajos que tomó para poder mantenerlos, por lo general sin ayuda. O quizás sea más atinado decir que escribe sobre mujeres con cuatro hijos, con ocupaciones similares a las de ella: empleada de limpieza, enfermera en Urgencias, recepcionista de hospital, operadora en la centralita de un hospital, profesora.

Vivió en tantos lugares diferentes y fueron tantas sus experiencias que alcanzarían para colmar varias vidas. La mayoría de nosotros hemos atravesado lo mismo que ella, al menos en parte: los problemas de la infancia, algún romance apasionado; el abuso sexual en la juventud, la lucha contra una adicción, alguna enfermedad grave o discapacidad, un vínculo inesperado con un hermano; o también, quizás, un trabajo aburrido, los compañeros de trabajo complicados, un jefe exigente, e incluso un amigo falso, por no hablar de la fascinación en presencia de la naturaleza: las vacas Hereford hundidas hasta las rodillas en las flores de Castilleja, una pradera de lupinos, una juliana color rosa que crece en el callejón detrás de un hospital. Porque atravesamos lo mismo que ella en parte, o cosas similares, la seguimos sin dudar adonde nos lleve.

En sus relatos, suceden cosas: a alguien le sacan todos los dientes de la boca de un tirón; expulsan a una niña del colegio por pegarle a una monja; un viejo muere en una cabaña en la cima de una montaña, y también mueren sus cabras y su perro acostados en la cama junto a él; despiden por comunista a la profesora de Historia que lleva ropa con olor a humedad. “[N]o hizo falta más. Tres palabras a mi padre. La despidieron ese mismo fin de semana y nunca volvimos a verla”.

¿Será por eso que resulta prácticamente imposible dejar de leer una historia de Lucia Berlin una vez que se empieza? ¿Será porque no dejan de ocurrir cosas? ¿Será también por la voz que narra, tan cautivante, tan amigable? ¿Además del poder de síntesis, el ritmo, las imágenes, la lucidez? Son historias que te hacen olvidar lo que estabas haciendo, dónde estás y hasta quién eres.

“Esperen –así comienza uno de los relatos–. Déjenme explicar…”. Es una voz cercana a la de la propia Lucia, aunque jamás idéntica. Su ingenio y su ironía corren a lo largo de las páginas de sus cuentos y se desbordan en sus cartas: “Está tomando la medicación –me escribió una vez, en 2002, sobre una amiga–, ¡y el cambio es increíble! ¿Qué hacía la gente antes del Prozac? Supongo que azotar caballos”.

Azotar caballos. ¿De dónde sacaba esas cosas? Quizás el pasado seguía tan vivo en su mente como otras culturas, otras lenguas, o la política y las debilidades humanas; sus referencias son tan amplias y diversas, e incluso exóticas, que las operadoras de la centralita se acercan a los clavijeros como lecheras al ordeñar sus vacas; o que una amiga abre la puerta con “su pelo negro […] recogido con rulos metálicos, como un tocado de kabuki”.

Ahora que menciono el pasado: leí este pasaje de “Hasta la vista” varias veces, con deleite, con asombro, antes de darme cuenta de lo que Lucia había hecho.

Una noche hacía un frío espantoso, Ben y Keith estaban durmiendo conmigo, con los monos de la nieve puestos. Los postigos batían con el viento, postigos tan viejos como Herman Melville. Era domingo, así que no había coches. Abajo en las calles pasaba el fabricante de velas, con un carro tirado por un caballo. Clop, clop. La gélida aguanieve siseaba contra las ventanas, y Max llamó. Hola, dijo. Estoy abajo en la esquina, en una cabina de teléfono.

Llegó con rosas, una botella de brandy y cuatro billetes para Acapulco. Desperté a los chicos y nos fuimos.

En ese entonces, la familia estaba instalada en la parte baja de Manhattan y, en esa época, se apagaba la calefacción al final de la jornada laboral si vivías en un desván. Quizás los postigos de verdad fueran tan viejos como Herman Melville, porque en algunas zonas de Manhattan había edificios de 1860 y eran muchos más entonces que ahora, aunque siguen existiendo todavía. También puede que esté exagerando de nuevo: una hermosa exageración, si así fuera, un hermoso ornamento. A continuación se lee: “Era domingo, así que no había coches”. Como sonaba realista, me tragué lo del fabricante de velas y el carro tirado por un caballo. Sí, lo creí y lo acepté, y recién después de releerlo se me ocurrió que Lucia había viajado una vez más a los tiempos de Melville. Y el “clop, clop” también es propio de su estilo: nada de desperdiciar palabras, mejor agregar un detalle sintético. Y de pronto, el sonido del aguanieve me transportó allí, al interior de esas cuatro paredes, y luego la acción se aceleró y ya estábamos camino a Acapulco.

Es una escritura vertiginosa.

Otro cuento empieza con una de sus típicas frases informativas, bien directas, que enseguida me parecen sacadas de la propia vida de Berlin: “Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace. Por eso los ignoro cuando llaman por el interfono”. La lectura me recuerda a los cuentos de William Carlos Williams, cuando escribía como el médico de familia que era: directo, capaz de presentar con franqueza los detalles de cada enfermedad y su tratamiento, objetivo al informar. Más aún que en Williams, Lucia veía en Chéjov (otro médico) un modelo y un maestro. De hecho, en una carta a su amigo Stephen Emerson, también escritor, afirma que lo que le da vida a la obra de ambos es su desapego profesional, combinado con la compasión. Después menciona que los dos recurren a detalles específicos y son sintéticos: “No escriben palabras que no hacen falta”. Desapego, compasión, detalles específicos, síntesis: vamos por buen camino si queremos identificar algunos de los rasgos más importantes de la buena escritura. Pero siempre hay algo más por decir.

¿Cómo lo hace? Lo cierto es que nunca sabemos lo que vendrá. Nada es previsible. E, igualmente, todo nos resulta natural, verosímil, fiel a nuestras expectativas psicológicas y emocionales.

Al final de “Doctor H. A. Moynihan”, la madre de la narradora parece enternecerse un poco con su padre, un viejo alcohólico, cruel y prejuicioso: “Ha hecho un buen trabajo –dijo mi madre–”. Estamos llegando al desenlace y pensamos (después de lo aprendido tras años de leer cuentos) que la madre va a ceder, que las familias con problemas pueden reconciliarse, al menos durante un rato. Pero cuando la hija le pregunta: “Ya no le odias, ¿a que no, mamá?”, la respuesta, de una honestidad brutal y en cierta medida satisfactoria, es: “Ah, sí… No te quepa duda”.

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