Yago
Llama al padre. Al Moro despiértalo,
acósalo, envenena su placer, denúncialo
en las calles, irrita a los parientes de ella
y, si vive en un mundo delicioso,
inféstalo de moscas; si grande es su dicha,
inventa ocasiones de amargársela
y dejarla deslucida.
Rodrigo
Aquí vive el padre. Voy a dar voces.
Yago
Tú grita en un tono de miedo y horror,
como cuando, en el descuido de la noche,
estalla un incendio en ciudad populosa.
El tono de miedo cobra aquí el sentido de aterrador. Brabancio, cuyo única progenie es Desdémona, está furioso, pero de ningún modo aterrado:
Brabancio
¿A qué se deben esos gritos de espanto?
¿Qué os trae aquí?
Rodrigo
Señor, ¿vuestra familia está en casa?
Yago
¿Y las puertas bien cerradas?
Brabancio
¿Por qué lo preguntáis?
Yago
¡Demonios, señor, que os roban! ¡Vamos, vestíos!
¡El corazón se os ha roto, se os ha partido el alma!
Ahora, ahora, ahora mismo un viejo carnero negro
está montando a vuestra blanca ovejita. ¡Arriba, arriba!
Despertad con la campana a los que roncan,
si no queréis que el diablo os haga abuelo.
¡Vamos, arriba!
El triple «arriba» emplaza a Brabancio a oír la obscena burla de que el Moro está copulando con la bella Desdémona. Gozando el momento, Yago convertirá ingeniosamente «senador» en insulto.
Brabancio
¿Qué me cuentas de robos? Estamos en Venecia;
yo no vivo en el campo.
Rodrigo
Muy respetable Brabancio, acudo a vos
con lealtad y buena fe.
Yago
¡Voto al cielo! Sois de los que no sirven a Dios porque lo
manda el diablo. Venimos a ayudaros y nos tratáis como
salvajes. ¿Queréis que a vuestra hija la cubra un caballo
bereber y vuestros nietos os relinchen? ¿Queréis tener
jacos y rocines en lugar de allegados y parientes?
Brabancio
¿Y quién eres tú, desvergonzado?
Yago
Uno que viene a deciros que vuestra hija y el Moro
están jugando a la bestia de dos espaldas.
Brabancio
¡Miserable!
Yago
Y vos, senador.
«Bereber», del norte de África, enlaza con el Moro Otelo. Cuando Yago sugiere que los hijos de Otelo y Desdémona –los nietos de Brabancio– serán caballos, está evocando el miedo veneciano al matrimonio interracial. Y después explota esa inquietud con la visión rabelesiana de Otelo y Desdémona unidos como bestia de dos espaldas.
En una violenta escena callejera, Brabancio y una banda armada, con Rodrigo incluido, se enfrenta a Otelo y sus ayudantes, con Yago a la cabeza:
Yago
Es Brabancio. En guardia, general,
que viene con malas intenciones.
Otelo
¡Alto!
Rodrigo
Señor, es el Moro.
Brabancio
¡Ladrón! ¡Abajo con él!
Desenvainan por ambas partes .
Yago
¿Tú, Rodrigo? Vamos, aquí me tienes.
Otelo
Envainad las espadas brillantes, que el rocío
va a oxidarlas.
(acto 1, escena 2)
La auténtica grandeza del Otelo no caído reverbera en estas maravillosas palabras. Él ordena a ambos grupos que guarden las espadas en la vaina, advirtiéndoles implícitamente de que, si no, el brillante metal se oxidará en el suelo, en el rocío de la mañana. Resuena la autoridad, pues la espada más rápida de la cristiandad no tardaría en acabar con ellos. Shakespeare enriquece la escena con la llegada de Casio, que va a informar a Otelo de un inminente ataque turco contra Chipre. Como militar indispensable, Otelo ha sido convocado al Senado. Brabancio acompaña a su yerno a un consejo que ahora tiene doble carga.
En la crítica moderna cundió la moda de rebajar a Otelo. La originaron F.R. Leavis y T.S. Eliot. Como todas las modas, ya pasó. Sin embargo, han persistido algunos de sus efectos adversos. El lector y el espectador deben prestar atención a la lengua de Otelo, que tiene dignidad sin rimbombancia, aunque sí elevación; que expresa orgullo sin vanagloria, aunque sí inseguridad. Se abre a la libertad de una naturaleza no adulterada por la sofisticación de los venecianos, a quienes sirve. Cuando Yago le dice que Brabancio piensa divorciar a Desdémona de su esposo, Otelo proclama la gloria de su ser:
Que haga lo imposible.
Mis servicios a la Serenísima
acallarán sus protestas. Se ignora
(y pienso proclamarlo cuando sepa
que la jactancia es virtud)
que soy de regia cuna y que mis méritos
están a la par de la espléndida fortuna
que he alcanzado. Te aseguro, Yago,
que, si yo no quisiera a la noble Desdémona,
no expondría mi libre y exenta condición
a reclusiones ni límites por todos
los tesoros de la mar.
Otelo afirma que es un príncipe africano y que es de regia condición. Si esto aún no se sabe, es porque jactarse no es propio de él y lo que habla es su distinción (sus «méritos»). No necesita descubrirse, pues está a la altura de Brabancio. Es conmovedor y un tanto ominoso que se reafirme en su amor a Desdémona y que, sin embargo, dé a entender su nostalgia por la libertad que ha entregado a las restricciones y confinamientos que le impone el matrimonio.
Cuando Brabancio, dirigiéndose al Dux y al Senado, acusa a Otelo de brujería al seducir a Desdémona, el Moro se muestra discretamente elocuente y tranquilo en su defensa:
Muy graves, poderosas y honorables Señorías,
mis nobles y estimados superiores:
es verdad que me he llevado a la hija
de este anciano, y verdad que ya es mi esposa.
Tal es la envergadura de mi ofensa;
más no alcanza. Soy tosco de palabra
y no me adorna la elocuencia de la paz,
pues, desde mi vigor de siete años
hasta hace nueve lunas, estos brazos
prestaron sus mayores servicios en campaña,
y lo poco que sé del ancho mundo
concierne a gestas de armas y combates;
así que mal podría engalanar mi causa
si yo la defendiese. Mas, con vuestra venia,
referiré, llanamente y sin ornato,
la historia de mi amor: con qué pócimas,
hechizos, encantamientos o magia poderosa
(pues de tales acciones se me acusa)
a su hija he conquistado.
(acto 1, escena 3)
Soldado desde los siete años, cuando estaba en su primer brote de fuerza, Otelo cuenta la lisa y llana historia de su noviazgo:
Su padre me quería, y me invitaba,
curioso por saber la historia de mi vida
año por año; las batallas, asedios
y accidentes que he pasado. Yo se la conté,
desde mi infancia hasta el momento
en que quiso conocerla. Le hablé
de grandes infortunios, de lances
peligrosos en mares y en campaña;
de escapes milagrosos en la brecha amenazante,
de cómo me apresó el orgulloso enemigo
y me vendió como esclavo; de mi rescate
y el curso de mi vida de viajero.
Le hablé de áridos desiertos y anchas grutas,
riscos, peñas, montes cuyas cimas tocan cielo;
de los caníbales que se devoran, los antropófagos,
y seres con la cara por debajo de los hombros.
Desdémona ponía toda su atención,
mas la reclamaban los quehaceres de la casa;
ella los cumplía presurosa
y, con ávidos oídos, volvía
para sorber mis palabras. Yo lo advertí,
busqué ocasión propicia y hallé el modo
de sacarle un ruego muy sentido:
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