Douglas Kennedy - Una relación especial

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Sally Goodchild es todo lo que cabría esperar de una periodista estadounidense de treinta y siete años: independiente, fuerte y ambiciosa. Hasta que conoce a Tony Hobbs, un corresponsal inglés en una misión en El Cairo. Tras un romance apasionado, la vida de Sally se trastorna por completo; de pronto se encuentra inesperadamente casada, embarazada y viviendo en Londres. La relación transforma la libertad y la aventura en responsabilidades y trabajo extenuante, y convierte los problemas cotidianos de la pareja en una auténtica pesadilla. Después del nacimiento de su hijo, Sally cae en una espiral de depresión posparto, mientras que la vida de Tony vuelve a una relativa normalidad. Resentida e incapaz de hacer frente a los cambios que se han producido en su vida, Sally se encuentra con que el hombre en el que confiaba por encima de todo se ha vuelto en su contra, y amenaza incluso con arrebatarle lo que más le importa: su hijo. Este libro es la historia y el reflejo de muchas relaciones complejas: la de un hombre y una mujer, una pareja, unos amigos puestos a prueba, un paciente con sus cuidadores, un cliente con su abogado… y, por encima de todo, la relación especial de una madre con su hijo. «Una historia que cautiva, emocionante e inteligente».
The Times «No recuerdo un libro tan excitante».
Daily Telegraph «Una vez más, el autor de En busca de la felicidad consigue su objetivo: la abstracción del lector».
Vogue «Extrañamente feroz».
Le Parisien «Una novela psicológica con un suspense estremecedor Una delicia».
Le Figaro «Kennedy se desliza majestuosamente entre el amor a primera vista y el arrepentimiento, personajes entrañables e intriga implacable».
Cosmopolitan

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Al principio pensé que estaba en medio de un sueño hiperactivo, como una de esas pesadillas en que te estás cayendo en un abismo, hasta que tropiezas con la almohada. Pero antes de ser totalmente consciente de estar despierta, ya sabía que otro escuadrón de pestilentes insectos se había instalado bajo mi piel. La intensidad del escozor se había duplicado desde la noche anterior. Sentí pánico en estado puro. Corrí al baño, me quité los pantalones del pijama y la camiseta, y me busqué erupciones u otra clase de inflamación cutánea, sobre todo en el vientre hinchado. Nada. Así que me preparé otro baño caliente y me metí dentro. Como la noche anterior, el agua ardiendo me produjo un efecto calmante, escaldándome la piel hasta dejarme insensible y con ello sofocando el penetrante prurito.

Pero en cuanto salí del baño una hora más tarde, el picor empezó de nuevo. Yo ya estaba realmente aterrorizada. Me froté con polvos de talco. Solo aumentó mi sensación de malestar. Abrí los grifos para preparar otro baño. Me escaldé otra vez, y el picor volvió a consumirme en cuanto salí de la bañera.

Me puse un albornoz y llamé a Margaret.

—Creo que voy a volverme loca —dije, y luego le expliqué la guerra que se había declarado bajo mi piel y que me preocupaba que fuera producto de mi imaginación.

—Si realmente te escuece tanto, no puede ser psicosomático —dijo Margaret.

—Pero no se ve nada raro.

—Puede ser una erupción interna.

—¿Existe eso?

—No soy médico, así que no lo puedo saber. Pero yo que tú, dejaría de portarme como una cristiana de la cienciología, y me iría a ver al médico ahora mismo.

Seguí el consejo de Margaret y llamé a la consulta. Pero mi doctora no tenía un hueco aquella tarde y solo pudo darme una cita con un tal doctor Rodgers: un médico de cuarenta y tantos años más seco que el polvo, con una calva incipiente y un trato escalofriante. Me pidió que me desnudara. Me examinó la piel superficialmente. Me dijo que me vistiera y me dio su diagnóstico: probablemente padecía una reacción alérgica «subclínica» a algo que había comido. Cuando le expliqué que no había comido nada fuera de lo normal los últimos días, dijo:

—El embarazo hace que el cuerpo reaccione de forma diferente.

—Pero es que el picor me está volviendo loca.

—Espere veinticuatro horas más.

—¿No me puede dar nada para aliviarlo?

—Como no hay nada visible en la piel, no. Pruebe a tomar aspirina o ibuprofeno, si no puede soportarlo.

Cuando se lo conté a Margaret media hora más tarde, se puso beligerante.

—Es típico de los ingleses. Toma dos aspirinas y aprieta los dientes.

—Mi doctora habitual es bastante mejor.

—Pues coge el teléfono y pídele cita. Mejor aún, insiste para que te haga una visita domiciliaria. Lo hacen, si te pones dura.

—A lo mejor tiene razón. A lo mejor es una reacción alérgica...

—¿Qué te pasa? ¿Solo dos meses en Londres y ya estás adoptando la actitud de «sonríe y aguanta»?

En cierto modo, Margaret estaba en lo cierto. No quería quejarme, sobre todo porque no era habitual en mí estar enferma y aún menos tener picores extraños. Así que intenté distraerme deshaciendo unas cajas de libros, e intentando leer números atrasados del New Yorker. Resistí la tentación de llamar a Tony al periódico y decirle que me encontraba fatal. Finalmente me quité la ropa y me rasqué tan fuerte la piel que empecé a sangrar en los hombros. Me refugié en el baño. Solté un grito de pura frustración y dolor mientras esperaba que se llenara la bañera. Después de escaldarme por tercera vez, finalmente llamé a Tony al periódico y le dije:

—Creo que estoy en apuros.

—Voy enseguida.

Una hora después estaba en casa. Me encontró temblando en la bañera, a pesar de que el agua estaba todavía casi hirviendo. Me vistió. Me metió en el coche y fue directamente por el Wandsworth Bridge, después Fulham Road arriba y aparcó frente al Mattingly Hospital. Entramos enseguida en urgencias, y cuando Tony vio que la sala de espera estaba abarrotada, fue a hablar con la enfermera del servicio de urgencias e insistió en que me vieran en seguida a causa de mi embarazo.

—Me temo que tendrá que esperar, como todo el mundo.

Tony intentó protestar, pero la enfermera no se lo permitió.

—Siéntese, por favor. No puede saltarse la cola a menos que...

En aquel preciso momento, le proporcioné el «a menos que», porque el prurito constante se transformó en una grave convulsión. Sin saber qué me pasaba, caí hacia adelante y perdí el conocimiento.

Cuando me desperté, estaba echada en una cama de hierro de hospital, con varios tubos intravenosos que salían de mis brazos. Me sentía completamente grogui, como si saliera de un sueño narcótico profundo. Por un momento, me pregunté: «¿Dónde estoy?», hasta que pude enfocar un poco los ojos y vi que estaba en una gran sala, con una docena de mujeres más, rodeada de tubos, máquinas de respiración asistida, monitores fetales y otra parafernalia médica. Logré concentrarme en el reloj situado en el fondo de la sala: las 3:13 de la tarde. Una luz grisácea se filtraba a través de las cortinas transparentes. ¿Las 3:13 de la tarde? Tony y yo habíamos llegado al hospital sobre las ocho de la noche. Era posible que hubiera estado inconsciente... ¿cuánto?... ¿diecisiete horas?

Hice un esfuerzo para pulsar el timbre situado junto a mi cama. Al hacerlo, parpadeé involuntariamente un momento y me asaltó una intensa oleada de dolor en la parte superior de la cara. También tomé conciencia de que tenía la nariz vendada y sentía la zona alrededor de los ojos dolorida. Volví a pulsar el timbre. Finalmente se presentó una enfermera afrocaribeña menuda. Cuando amusgué los ojos para leer su identificación —«Howe»—, sentí que la cara se me hacía añicos otra vez.

—Bienvenida —dijo con una sonrisa amable.

—¿Qué ha pasado?

La enfermera cogió mi historial del pie de la cama y leyó las notas.

—Parece que se desmayó en recepción. Tuvo suerte de que no se rompiera la nariz. Y no ha perdido ningún diente.

—¿Cómo está el bebé?

Un largo y angustioso silencio mientras la enfermera Howe repasaba las notas.

—No se preocupe. El bebé está bien. Pero usted sí que tendrá que cuidarse.

—¿En qué sentido?

—El señor Hughes, el especialista, pasará a verla esta noche.

—¿Voy a perder el bebé?

Volvió a mirar mi historial, y dijo:

—Sufre un trastorno de tensión excesivamente alta. Podría ser preeclampsia, pero no lo sabremos hasta que hagamos unos análisis de sangre y orina.

—¿Puede poner en peligro el embarazo?

—Puede, pero intentaremos controlarlo. Y en gran parte dependerá de usted. Más vale que se prepare para llevar una vida muy tranquila las próximas semanas.

Fantástico. Lo que me faltaba por oír. De repente una oleada de fatiga se abatió sobre mí. Tal vez se debía a los sedantes que me habían dado. Quizás era una reacción a las diecisiete horas de inconsciencia. O puede que fuera una combinación de las dos cosas, junto con mi tensión sanguínea alta recién estrenada. En todo caso, me sentía totalmente desprovista de energía. Tan agotada y desvitalizada que no tenía suficiente energía ni para sentarme. Porque tenía una necesidad urgente de orinar. Pero antes de que pudiera expresar esa necesidad, antes de que pudiera pedirla cuña o ayuda para llegar al baño más cercano, la parte inferior de mi cuerpo se vio repentinamente envuelta en un charco cálido de líquido.

—Oh, mierda... —exclamé en una voz baja y desesperada.

—No pasa nada —dijo la enfermera Howe.

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