—¿Usted cree que es su imaginación? —preguntó la enfermera Howe.
—No lo sé.
—Si se rasca así, no es su imaginación.
—¿Está segura?
Sonrió y dijo:
—No es la primera embarazada que se queja de picores.
Llegó una auxiliar, con una bandeja de medicamentos. Me limpió el gel de la ecografía. Luego, utilizando lo que parecía un pincel esterilizado, me pintó el vientre con una sustancia rosa y arcillosa, loción de calamina que me alivió instantáneamente el picor. La enfermera Howe me alargó dos comprimidos y un vasito de agua.
—¿Qué es? —pregunté.
—Un sedante suave.
—No necesito un sedante.
—Yo creo que sí.
—No quiero estar atontada cuando llegue mi marido.
—Esto no la dejará atontada, solo la calmará.
—Ya estoy calmada.
La enfermera Howe no dijo nada. Se limitó a ponerme los dos comprimidos en la palma de la mano y me ofreció el vaso de agua. De mala gana me tragué las píldoras y dejé que me pusieran en la silla de ruedas y me llevaran otra vez a la habitación.
Tony llegó antes de las ocho con unos periódicos bajo el brazo y un ramo de flores mustio. Los comprimidos habían hecho efecto y aunque la enfermera Howe no me había mentido con lo de que no me dejarían atontada, no me había dicho que aplacaban cualquier agitación emocional y me harían sentirme apagada y embotada, alicaída... harían sentirme... aunque era perfectamente consciente de que Tony intentaba disimular la angustia que le producía verme en ese estado.
—¿Tan horrible estoy? —pregunté en voz baja cuando se acercó a la cama.
—Qué tonterías dices —exclamó, inclinándose para darme un beso en la frente.
—Deberías haber visto al otro —dije, y me oí reír con una risa cavernosa.
—Por la forma en que te caíste anoche me esperaba algo peor.
—Es un consuelo. ¿Por qué no me has llamado?
—Porque, según la enfermera de turno, no recuperaste la conciencia hasta las tres.
—Pero después de las tres...
—Conferencias, entregas, las páginas que tenían que salir. Se llama trabajo.
—¿Quieres decir como yo? Yo soy trabajo para ti, ¿verdad?
Tony inspiró con irritación; una forma de hacerme saber que no le gustaba nada el cariz que estaba tomando la conversación. Pero a pesar de lo apagada que me habían dejado los fármacos, seguí haciéndome la ofendida. Porque, en aquel momento, estaba muy furiosa con todo el mundo, y sobre todo con el hombre distante que estaba sentado al borde de mi cama, que era el que me había metido en aquel lío dejándome preñada. El muy egoísta. El muy cabrón. El...
«Y yo que creía que las píldoras me tranquilizarían...».
—Podrías preguntarme si el bebé está bien —dije, con una voz que era un parangón de la calma infinita.
Otra inspiración exasperada de Tony. Sin duda, contaba los minutos que faltaban antes de poder marcharse, y librarse de mí otra noche. Luego, si seguía su racha de suerte, al día siguiente me caería de narices otra vez, y estaría encarcelada un par de noches más.
—Sabes perfectamente que he estado preocupado por ti —dijo.
—Claro que lo sé. Todo tú irradias preocupación, Tony.
—¿Es a esto a lo que llaman « shock postraumático»?
—Oh, eso es. Recuérdame como a una loca. Olvídate del día que me conociste.
—¿Se puede saber lo que te dan?
Una voz detrás de Tony dijo:
—Valium, ya que lo pregunta. Y por lo que he oído, no ha surtido el efecto deseado.
El señor Desmond Hughes estaba al lado de mi cama con el historial en la mano y las bifocales en la punta de la nariz.
—¿Está bien el bebé, doctor? —pregunté.
El señor Hughes no levantó la mirada del historial.
—Buenas noches a usted también, señora Goodchild. Sí, todo parece estar bien. —Se volvió hacia Tony—. Usted debe de ser el señor Goodchild.
—Tony Hobbs.
—Ah, bien —dijo Hughes, asintiendo con una ínfima inclinación de cabeza. Luego se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Cómo se encuentra hoy? Han sido veinticuatro horas inestables, lo sé.
—Hábleme del bebé, doctor.
—Por lo que he visto en la ecografía, el bebé no ha sufrido ningún daño. Pero me han dicho que ha sufrido colestasis.
—¿Y eso qué es? —pregunté.
—Prurito crónico. No es raro en las mujeres embarazadas y a menudo llega en tándem con la preeclampsia, que, como sabrá, es...
—¿Tensión alta?
—Muy bien, aunque en términos clínicos, preferimos llamarlo trastorno de hipertensión. Pero la buena noticia es que la preeclampsia se caracteriza a menudo por un elevado nivel de ácido úrico, y su muestra de orina, en cambio, es relativamente normal, por lo que considero que no sufre preeclampsia. De todos modos la presión sanguínea es peligrosamente alta. Si no se controla, puede ser un riesgo para la madre y el bebé. Por eso le recetaré un betabloqueante para estabilizar la presión arterial, y un antihistamínico, Piriton, para aliviar la colestasis. Y también me gustaría que tomara cinco miligramos de Valium tres veces al día.
—No pienso volver a tomar Valium.
—¿Y eso por qué?
—Porque no me gusta.
—En la vida hay muchas cosas que no nos gustan, señora Hobbs, a pesar de que son beneficiosas...
—¿Como las espinacas?
Tony soltó otra de sus tosecillas nerviosas.
—Sally...
—¿Qué?
—Si el señor Hughes cree que el Valium te ayudará...
—¿Ayudarme? —pregunté—. Lo único que hace es atontarme.
—¿En serio? —dijo el señor Hughes.
—Muy gracioso —contesté.
—No pretendía ser gracioso, señora Hobbs.
—Soy la señora Goodchild —dije—. Él es Hobbs. Yo soy Goodchild.
Un breve intercambio de miradas entre Tony y el médico. Oh, Dios, ¿por qué me estoy comportando de una forma tan rara?
—Lo siento, señora Goodchild. Evidentemente, no puedo obligarla a tomar un medicamento contra su voluntad. Sin embargo, mi opinión médica es que le aliviaría el estrés.
—Pues es mi opinión experimental que el Valium me produce efectos raros en la cabeza. O sea que no, no pienso volver a tomarlo.
—Es su prerrogativa, pero comprenda que lo considero poco aconsejable.
—Lo tendré en cuenta —dije con calma.
—Pero ¿tomará el Piriton?
Asentí con la cabeza.
—Bueno, algo es algo —comentó Hughes—. Y seguiremos tratando la colestasis con loción de calamina.
—Estupendo —repliqué otra vez.
—Oh, una última cosa —dijo Hughes—. Tiene que entender que la tensión alta es un estado grave, que podría provocar que perdiera al bebé. Por eso, hasta el final del embarazo, no debe someterse a ninguna clase de tensión física o emocional.
—¿Lo que significa...? —pregunté.
—Lo que significa que no puede volver a trabajar hasta después...
Lo interrumpí.
—¿No puedo trabajar? Soy periodista, corresponsal. Tengo responsabilidades...
—Sí, las tiene —dijo Hughes, interrumpiéndome—. Responsabilidades con usted y con el bebé. Porque por mucho que podamos tratar parcialmente su enfermedad, el hecho es que solo un reposo completo en la cama nos asegurará que está fuera de peligro. Por eso se quedará ingresada hasta el final...
Lo miré estupefacta.
—¿Hasta el final del embarazo? —pregunté.
—Eso me temo.
—Pero todavía faltan tres semanas. No puedo dejar el trabajo...
Tony me puso una mano en el hombro para calmarme e impedirme que siguiera hablando.
—Pasaré a verla mañana, señora Goodchild —dijo Hughes.
Con otra inclinación de cabeza hacia Tony, se fue a ver a otra paciente.
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