Mientras preparan la comida, con mi primo Nacho nos vamos a jugar a los pasillos. Cada uno se ubica a un extremo y corremos para patinar sobre el encerado. Al chocarnos, el que cae tres veces seguidas pierde. No alcanzamos a jugar ni una ronda. Sin querer le pego al Nacho en la nariz, encandilado por el brillo del encerado, y se tira al suelo a llorar.
—Tu mamá me dijo que nunca llorabas. No sigas, solo estaba haciendo la prueba.
Solo para cuando lo amenazo con no llevarlo a andar en ascensor.
Después de subir y bajar los diez pisos hasta aburrirnos dejando pasajeros, dándoles el “¡Feliz año nuevo!” por adelantado, el Nacho se va donde su mamá para que lo acueste sin comer. Se tiende sobre la cama de mis papás sollozando porque le pegué, obligándolo a andar por todo el edificio. Así lo cuenta. Me siento mal por haberles hecho el favor a mis tíos de que no los molestara, pudiendo disfrutar un rato tranquilos. Voy a buscar la camisa nueva y entro al baño para vestirme antes de que vengan a retarme.
Cerca de las doce me asomo al balcón. En la Torre Entel todavía no prenden ni las mechas, el anuncio de Aluminio El Mono es el único que veo encendido. Antes creía que el mono se llamaba Aluminio, cuando chico y no había visto las ollas que llevan ese nombre.
Vuelvo al living y mi papá me llena una copa de champaña para el esperado brindis, dice que debo aprender a tomar desde joven para que tenga buena cabeza para el trago. Mi mamá intenta frenarlo, pero él no hace caso. Han bebido cinco botellas y hablan con la lengua enredada. Sus argollas de matrimonio burbujean dentro de las copas, para la buena suerte. Mi papá está por empezar su discurso, así que baja el volumen del estéreo donde suenan las cumbias. Tengo ganas de ir a picotear los huesos del pavo, pero me toma del hombro para que me quede a su lado.
—Aunque mi querida madre ya no esté con nosotros —está cabizbajo, pero sonríe—, nuestra familia aún tiene mucha vida por delante. Primero que nada, un salud por mi compadre y mi querida cuñada…
Al levantar demasiado el brazo con la copa, se va de espaldas, cae sobre la mesa de centro y quiebra el grueso vidrio con la cabeza. Varios espejos saltan más allá de la alfombra y se hacen trizas contra el parquet. A mi mamá le da un ataque de nervios y grita que se vayan todos de su casa ahora mismo, que se lleven también a ese borracho desgraciado que ha roto su mesa de centro tan cara. Le grita a mi papá en la cara, tirado en el piso con los ojos cerrados, rodeado de pedazos de vidrio. Después empieza a pegarle combos a mi tío en el pecho, pero él no se lo aguanta y le da una sola cachetada que la manda al sillón, donde llora el resto de su rabia.
De a poco se calman y mis tíos levantan a mi papá, que sigue como dormido y sangrando de la cabeza, para llevarlo a la posta. Mi tía Julia se devuelve, me dice que sea bien hombrecito y no me ponga a llorar, y que cuide de mi primo, quien sigue acostado; con lo tonto que es, no se enteró de nada.
Cierran la puerta y empiezo a tomarme los conchos de las copas. Es un gusto amargo, pero a mi papá le gusta. Después agarro de la mesa una botella que todavía tiene licor y salgo al balcón. Aunque no me escuche y no pueda darle el abrazo, quiero decirle que nunca más sacaré malas notas ni pondré migas de pan en su camiseta para que las palomas la caguen, lo defenderé cuando mi mamá lo rete.
En la Torre Entel parte la explosión de luces, allí celebran Año Nuevo. Escucho bocinas, gritos y cumbias por todos lados. Los fuegos artificiales suben cada vez más alto e iluminan el cielo mezclando colores, pero yo busco y busco entre las luces allá abajo el auto de mi tío.
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