Andrzej Paczkowski - El libro negro del comunismo

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Publicado originalmente en 1997 (la española fue la primera traducción mundial), denostado injustificadamente y desaparecido hace
tiempo de las librerías, este Libro negro del comunismo es una historia de los horrores que la aplicación de esa ideología ha generado
en el mundo desde 1917.
Desde la instauración del primer estado totalitario de la historia, a raíz de la revolución bolchevique de octubre de 1917, hasta su triunfo
en países como Cuba en 1959, pasando por territorios en que sigue vigente (China, en primer lugar), este libro es un alegato demoledor
de los crímenes, el terror y la represión que han acompañado a esta ideología en su difusión por el mundo desde hace más de un siglo.
Frente a las críticas recibidas en su momento por su supuesta exageración en la cifra de víctimas, Stéphane Courtois, en nombre
del conjunto de autores de la obra, nos dice en el prólogo de esta edición que "las investigaciones realizadas desde 1998 han ratificado
las cifras anunciadas en 1997".

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Como suele suceder a menudo, la mentira no es lo contrario, stricto sensu , de la verdad y toda mentira se apoya en elementos de verdad. Los términos pervertidos se sitúan en una visión desplazada que deforma la perspectiva de conjunto: se nos enfrenta con un astigmatismo social y político. Ahora bien, una visión deformada por la propaganda comunista es fácil de corregir, pero es muy difícil volver a llevar al que ve defectuosamente a una concepción intelectual idónea. La primera impresión está cargada de prejuicios y así permanece. Como si se tratara de judokas, y gracias a su incomparable poder propagandístico —fundado en buena medida en la perversión del lenguaje—, los comunistas han utilizado la misma fuerza de las críticas dirigidas contra sus métodos terroristas para volverlas en contra de esas mismas críticas, apretando en cada caso las filas de sus militantes y simpatizantes en virtud de la renovación del acto de fe comunista. Así han recuperado el principio primero de la creencia ideológica formulado en su tiempo por Tertuliano: «Creo porque es absurdo».

En el terreno de estas operaciones de contrapropaganda, los intelectuales se prostituyeron literalmente. En 1928, Gorki aceptó ir de «excursión» a las islas Solovki, el campo de concentración experimental que en virtud de una «metástasis» (Solzhenitsyn) dará nacimiento al sistema del Gulag. Con posterioridad, participó en la redacción de un libro dedicado a la gloria de las Solovki y del gobierno soviético. Un escritor francés, premio Goncourt 1916, Henri Barbusse, no dudó, gracias al dinero, en lanzar incienso sobre el régimen estalinista, publicando en 1928 un libro sobre la «maravillosa Georgia» —donde, precisamente en 1921, Stalin y su acólito Ordzhonikidze se habían entregado a una verdadera carnicería, y donde Beria, jefe del NKVD, se hacía notar por su maquiavelismo y su sadismo— y, en 1935, la primera biografía oficiosa de Stalin. Más recientemente, Maria-Antonietta Macciochi ha cantado las alabanzas de Mao, Alain Peyrefitte le hizo eco en tono menor, mientras que Danielle Mitterrand pisaba los talones a Castro. Codicia, abulia, vanidad, fascinación por la fuerza y la violencia, pasión revolucionaria: fuera cual fuese la motivación, los dictadores totalitarios siempre encontraron los turiferarios que necesitaban, ya fuera la dictadura comunista o cualquier otra.

Frente a la propaganda comunista, Occidente durante mucho tiempo dio muestras de una ceguera excepcional, enredado a la vez por la ingenuidad frente a un sistema particularmente retorcido, por el temor del poderío soviético y por el cinismo de los políticos y de los especuladores. Hubo ceguera en la conferencia de Yalta, cuando el presidente Roosevelt abandonó Europa del Este a Stalin a cambio de la promesa, redactada en buena y debida forma, de que este convocaría de la manera más rápida elecciones libres. El realismo y la resignación se dieron cita en el encuentro de Moscú cuando, en diciembre de 1944, el general De Gaulle cambió el abandono de la desgraciada Polonia a Moloc por la garantía de paz social y política, asegurada por un Maurice Thorez regresado a París.

Esta ceguera se vio confirmada, casi legitimada, porque los comunistas occidentales y muchos hombres de izquierda creían que estos países estaban «construyendo el socialismo», que esta utopía, que en las democracias alimentaba conflictos sociales y políticos, se convertía «allí» en una realidad cuyo prestigio había subrayado Simone Weil: «Los obreros revolucionarios están demasiado felices de tener a sus espaldas un Estado: un Estado que confiere a su acción ese carácter oficial, esa legitimidad, esa realidad, que solo confiere el Estado, y que al mismo tiempo está situado muy lejos de ellos, geográficamente para poder asquearlos» 24. El comunismo presentaba entonces su cara más favorable: apelaba a la Ilustración, a una tradición de emancipación social humana, y al sueño de la «igualdad real» y de la «felicidad para todos» inaugurado por Gracchus Babeuf. Y es este rostro luminoso el que ocultaba casi totalmente la faz de las tinieblas.

A esa ignorancia —querida o no— de la dimensión criminal del comunismo se añadió, como siempre, la indiferencia de nuestros contemporáneos por sus hermanos humanos. No es que el ser humano tenga el corazón duro. Por el contrario, en numerosas situaciones límites, muestra recursos insospechados de solidaridad, de amistad, de afecto e incluso de amor. Sin embargo, como subraya Tzvetan Todorov, «la memoria de nuestros duelos nos impide percibir el sufrimiento de los otros» 25. Y, al salir de la Primera y después de la Segunda Guerra Mundial, ¿qué pueblo europeo o asiático no estaba ocupado en cicatrizar las heridas de innumerables duelos? Las dificultades encontradas por los franceses en su propio país para afrontar la historia de los años sombríos resultan suficientemente elocuentes. La historia —o más bien la no historia— de la ocupación continúa envenenando la conciencia francesa. Sucede lo mismo, a veces en menor grado, con la historia de los períodos «nazi» en Alemania, «fascista» en Italia, «franquista» en España, de la guerra civil en Grecia, etc. En este siglo de hierro y de sangre, todos han estado demasiado ocupados en sus desgracias para compartir las de los demás.

La ocultación de la dimensión criminal del comunismo se relaciona, sin embargo, con tres razones más específicas. La primera tiene que ver con la idea misma de revolución. Todavía hoy en día, el duelo por la idea de revolución, tal como fue contemplada en los siglos XIX y XX, está lejos de haber concluido. Sus símbolos —bandera roja, Internacional, puño en alto— resurgen en cada movimiento social de envergadura. El Che Guevara vuelve a ponerse de moda. Grupos abiertamente revolucionarios están activos y se expresan con toda legalidad, tratando con desprecio la menor reflexión crítica sobre los crímenes de sus predecesores y no dudando en reiterar los viejos discursos justificadores de Lenin, de Trotski o de Mao. Esta pasión revolucionaria no ha sido solamente la de los demás. Varios de los autores de este libro han creído también, durante un tiempo, en la propaganda comunista.

La segunda razón tiene que ver con la participación de los soviéticos en la victoria sobre el nazismo, que permitió a los comunistas enmascarar bajo un patriotismo ardiente sus objetivos finales que tenían como meta la toma del poder. A partir de junio de 1941, los comunistas del conjunto de los países ocupados entraron en una situación de resistencia activa —y a menudo armada— contra el ocupante nazi o italiano. Como los resistentes de otras obediencias, pagaron el precio de la represión, y sufrieron miles de fusilamientos, de asesinatos y de deportaciones. Y se aprovecharon de estos mártires para sacralizar la causa del comunismo y prohibir toda crítica en relación con ella. Además, en el curso de los combates de la resistencia, muchos no comunistas fraguaron relaciones de solidaridad, de combate y de sangre con comunistas, lo que impidió que se les abrieran los ojos. En Francia, la actitud de los gaullistas ha venido a menudo determinada por esta memoria común, y fue estimulada por la política del general De Gaulle que utilizaba el contrapeso soviético frente a los estadounidenses 26.

Esta participación de los comunistas en la guerra y en la victoria sobre el nazismo hizo triunfar de manera definitiva la noción de antifascismo como criterio de la verdad para la izquierda, y, por supuesto, los comunistas se presentaron como los mejores representantes y los mejores defensores de este antifascismo. El antifascismo se convirtió para el comunismo en una etiqueta definitiva y le ha sido fácil, en nombre del antifascismo, hacer callar a los recalcitrantes. François Furet escribió páginas luminosas sobre este punto crucial. Tras ser considerado el nazismo vencido por los aliados como el «mal absoluto», el comunismo basculó casi mecánicamente al campo del bien. Eso resultó evidente durante el proceso de Nüremberg en que los soviéticos se encontraban en las filas de los fiscales. Fueron así rápidamente escamoteados los episodios vergonzosos en relación con los valores democráticos, como los pactos germano-soviético de 1939 o la matanza de Katyn. Se consideró que la victoria sobre el nazismo aportaba la prueba de la superioridad del sistema comunista. Tuvo especialmente como consecuencia el suscitar, en la Europa liberada por los angloamericanos, un doble sentimiento de gratitud hacia el Ejército Rojo (cuya ocupación no se había sufrido) y de culpabilidad frente a los sacrificios soportados por los pueblos de la URSS, sentimientos que la propaganda comunista no dejó de aprovechar.

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