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Índice
1. Serenata nocturna
2. Gato por liebre
3. Tienes ailurofobia, querida
4. Presentaciones informales
5. El oráculo felino
6. Ocuparse de la vida
7. El octavo pasajero
8. Serenidad, valor y sabiduría
9. Paseo nocturno
10. Se necesitan dos para bailar un tango
11. Siete vidas por estrenar
12. ¿Qué es un ikigai?
13. El tiempo lo cura casi todo
14. El bálsamo de la siesta
15. El misterio de Marc
16. Los ojos de Buda
17. Las cartas del profesor
18. Un tesoro enterrado
19. Stretchingemocional
20. La excursión de Elías
21. ¿Sabes hablar gato?
22. Celebración agridulce
23. El regalo de Fígaro
24. El caballero negro
25. La curiosidad salvó al gato
26. La ecuación del cambio
27. Nueva vida para una vieja casa
Leyes felinas para la vida
Agradecimientos
Para los seres felinos. Gracias por existir.
He convivido con varios maestros zen.
Todos ellos eran gatos.
–Eckhart Tolle
En los países árabes y en Turquía, los gatos tienen seis vidas. Nueve donde se habla la lengua de Shakespeare. ¿Para qué necesita tantas vidas un gato? Un viejo proverbio inglés lo explica así:
En las primeras tres juega.
En las tres siguientes vaga por las calles.
Y en las tres últimas se queda en casa.
Antes del Neko Café, Nagore no sabía nada de gatos, pero sentía que no tenía ninguna vida. Ni una sola.
Todo empezó una noche de calor sofocante. Tras dar muchas vueltas a su cuerpo sudado, había conseguido dormirse. Llevaba apenas una hora de sueño cuando un chillido agudo y angustioso la despertó.
Al principio, Nagore pensó que aquel grito había surgido del fondo de una pesadilla. Se giró en la cama. Estaba demasiado agotada para regresar al mundo. Todavía no…
Entonces volvió a oírlo, ya plenamente despierta. Parecía el gemido de un niño que lloraba desconsolado, sin que nadie lo reconfortara.
Se tapó la cabeza con la almohada, intentando silenciar aquel ruido y volver a dormirse. Pero le resultó imposible, pues a la primera voz se unió una segunda más agresiva aún.
Entonces cayó en cuenta: aquellos malditos gatos callejeros estaban librando una de sus reyertas justo debajo de su ventana, en el patio interior que amplificaba los sonidos como un altavoz.
Cómo odio el verano…, se dijo muerta de sueño. De tener aire acondicionado habría cerrado la ventana para ahorrarse aquella tortura, pero no era el caso. La necesitaba abierta para respirar en medio del bochorno.
La serenata nocturna siguió con un coro disonante que parecía formado por voces de bebés desamparados. Hasta que uno de los gatos lanzó un rugido y su contrincante respondió con un bufido amenazador.
Nagore se incorporó furiosa. Sentada en la cama, también ella habría maullado de desesperación de no haber otros vecinos luchando contra el insomnio.
Un nuevo grito de guerra se le clavó en el oído como un puñal. Aquello era más de lo que podía soportar. Sin encender la luz de su habitación, tomó el vaso lleno de agua de su mesita de noche y lo vació de golpe por la ventana.
Un maullido abrupto, seguido del crujido seco de una maceta derribada, le indicó que había dado en el blanco.
Con los nervios consumidos, apoyó la espalda en la cabecera de la cama y encendió la lámpara verde oliva de la mesita de noche. Desvelada, tomó su smartphone para mirar la hora. La pantalla quebrada mostraba las tres y cinco de la mañana junto con el sobrecito que indicaba la entrada de un mensaje de texto.
Era del banco.
Llena de inquietud, apagó la luz, como si así el personal del banco no pudiera verla. Un pensamiento estúpido, ya que seguramente dormían a pierna suelta, con la habitación a veintidós grados centígrados por obra y gracia del aire acondicionado.
Le notificamos que el próximo día laboral está previsto el cobro de una factura que supera su saldo actual. Para cualquier aclaración, rogamos se ponga en contacto con el personal de la compañía.
Nagore tocó el teclado nerviosamente para ir a su cuenta bancaria y comprobar el grado de la catástrofe. La cantidad que encontró allí le encogió el corazón: veintitrés euros solitarios contra los más de cien que pretendían cobrarle por el teléfono.
–¡Mierda! –exclamó en la oscuridad mientras pensaba cómo podía haberse acumulado aquel cargo. Su tarifa de internet y llamadas era de cincuenta y cinco euros. Había hecho una llamada corta a dos amigas en Londres y otra a Marrakech, pero jamás hubiera imaginado que le caería aquel golpe.
Indignada, habría llamado de inmediato a la compañía telefónica, pero sabía que trataría con máquinas o con operadores en la otra punta del mundo, lo cual no haría más que empeorar su humor.
Tras dejar el celular en la mesita, se abrazó las rodillas y escrutó la oscuridad mientras trataba de calmar su mente. Llevaba media docena de entrevistas de trabajo sin resultado alguno. Desde que había dejado la galería, y a Owen con ella, nada le salía bien.
Sin darse cuenta, las lágrimas empezaron a bajar por sus mejillas.
Podía pedir ayuda a sus padres, pero eso sería una derrota demasiado dura de superar. Aquí estoy: sin trabajo, sin dinero, sin pareja… solo deudas y esos gatos horribles en el patio que no me dejan dormir, se dijo mientras calculaba que solo faltaban cinco meses para que cumpliera los cuarenta.
Nagore se sentía en medio de un agujero negro existencial que la arrastraba sin remedio hacia su centro vacío.
Para tratar de animarse, se transportó al recuerdo de un verano ya muy lejano cuando había ido de campamento con Lucía, su compañera de clase en la facultad. Dos chifladas estudiantes de diseño gráfico recorriendo Somerset, al sur de Inglaterra, en busca del grial.
Justo en aquel momento, el smartphone vibró dos veces mientras la pantalla se iluminaba en la oscuridad.
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