Omraam Mikhaël Aïvanhov - Los dos árboles del paraíso

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"Durante milenios los humanos han tratado de comprender el origen del mundo así como la aparición del mal (y su consecuencia, el sufrimiento) en este mundo. A menudo han sido presentados en forma de mitos, por ello en los libros sagrados de todas las religiones, se encuentran relatos simbólicos que hay que saber interpretar. La tradición cristiana ha retomado el relato de Moisés, en el Génesis, donde se dice que en el sexto día de la creación, Dios hizo al hombre y a la mujer y los situó en el jardín del Edén entre todas las especies de animales y plantas. Moisés sólo menciona dos árboles de este jardín: el Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal cuyos frutos prohibió a Adán y Eva comer…
El Árbol de la Vida representa la unidad de la vida, ahí donde la polarización no se manifiesta todavía, es decir, donde no hay ni bien ni mal, una región por encima del bien y del mal. Mientras que el otro Árbol, representa el mundo de la polarización donde uno está obligado a experimentar la alternancia de los días y las noches, de la alegría y del dolor, etc. Estos dos árboles son, pues, regiones del universo, o bien estados de conciencia, y no simples vegetales. Y si Dios les dijo a Adán y Eva que no probaran del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, esto significa que todavía no debían entrar en la región de la polarización…"

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Si buscamos estos tres sistemas entre los insectos, encontramos que la araña es el símbolo del sistema egocéntrico, la hormiga el del sistema biocéntrico, y la abeja el del sistema teocéntrico. Muchos otros insectos pueden representar estos tres sistemas, pero estos tres ejemplos bastarán.

La araña vive solitaria, atrae las moscas, y cuando una de ellas se deja coger en sus redes, corre a buscarla para llevársela al centro de su “sistema”, la telaraña, y comérsela. Las hormigas, aunque todavía pertenecen al sistema egocéntrico, ya han entrado en el sistema biocéntrico: viven agrupadas y organizadas en sociedades. Pero las abejas las superan, porque el objetivo de su trabajo es dar algo preciado a otros seres de una evolución superior a la suya. Las arañas y las hormigas trabajan solamente para sí mismas, mientras que las abejas fabrican un alimento para los hombres.

¿Veis?, la palabra “teocéntrico” no significa que todo converja únicamente hacia Dios, sino que cada manifestación del ser sobrepasa la personalidad. Y la actividad de las abejas sobrepasa la personalidad, puesto que preparan la miel para los hombres. No lo hacen “para Dios”, pero ya no es únicamente para ellas. Este acto es impersonal y entra, pues, en el sistema teocéntrico. Algunos objetarán que las abejas preparan la miel para sí mismas y que los hombres se la roban. De acuerdo, pero, en realidad, la naturaleza les incita también a preparar la miel para los hombres, lo mismo que impulsa a los árboles a preparar sus frutos para alimentar a otras criaturas.

El término “teocéntrico” no significa obligatoriamente “que tiene a Dios como centro” y puede aplicarse también a todo acto verdaderamente desinteresado. Existen personas que, sin ser religiosas, sin ni siquiera creer en la existencia de Dios, tienen una conducta más noble y más desinteresada que ciertos religiosos que sólo piensan en Dios. Le rezan, pero siguen sumergidos en su egoísmo y en sus cálculos mezquinos. Lo que cuenta son los móviles y los motivos profundamente escondidos en los seres; son estos móviles los que les clasifican en un sistema o en otro.

En el árbol, el sistema egocéntrico está representado por las raíces, que se hunden en el suelo de donde extraen los elementos nutritivos. El tronco, con las ramas, representa el sistema biocéntrico, porque es por el tronco por donde suben y bajan todas las fuerzas vitales; el tronco representa el puente, la conexión que une las raíces a las hojas, las flores y los frutos. Y el sistema teocéntrico corresponde a las hojas, a las flores y a los frutos. A partir de las hojas la vida impersonal del árbol empieza a manifestarse, y acaba en los frutos, que son la más alta expresión de la impersonalidad. Los árboles que no dan frutos todavía no están evolucionados y permanecen conectados con los sistemas biocéntrico y egocéntrico.

Según su grado de evolución, el hombre puede girar en torno a sí mismo, en torno a su familia y a la sociedad, o en torno a Dios. Girar alrededor de sí mismo es la peor condición, porque

el círculo que se describe de esta manera es extremadamente estrecho y se reduce cada día más. Girar en torno a su familia o a la sociedad todavía no representa las mejores condiciones de desarrollo, aunque el círculo que se describe así ya sea mucho más grande. Las mejores condiciones son realizadas cuando giramos en torno a Dios, porque, poco a poco, se desatan nuestras ataduras con la Tierra y nos sentimos dispuestos para lanzarnos a volar hacia el espacio, a viajar por el universo. Los grandes Iniciados pueden abandonar libremente su cuerpo porque viven en el sistema teocéntrico. Su movimiento interior es tan intenso que nada puede obstaculizar su impulso o impedirles actuar.

Existen, pues, varias clases de amor y cada una de ellas se caracteriza por la extensión de su campo de acción. Podemos así distinguir el amor a uno mismo, el amor a la familia, el amor al país, el amor a la raza, el amor a la humanidad y el amor al Creador. En cada una de estas formas de amor el círculo se agranda, el campo de acción no cesa de extenderse. En el sistema egocéntrico sólo hay un camino, una dirección: descendemos hasta el centro de la Tierra. El sistema biocéntrico presenta dos posibilidades: la izquierda o la derecha, abajo o arriba, adelante o atrás. Pero en el sistema teocéntrico encontramos numerosos caminos, unas posibilidades ilimitadas de elección: es la libertad total.

En los anales de la humanidad se conservan informaciones relativas a la caída de los primeros hombres. Con el primer pecado, toda la creación fue arrastrada en la caída: los animales, la vegetación, y hasta la Tierra. Entonces, el eje de la Tierra se inclinó formando un ángulo de 23º 27’ en relación a su posición de origen.

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El pecado original, pues, tuvo como consecuencia la inclinación del eje de la Tierra, lo que provocó un cambio en la posición de las corrientes magnéticas y eléctricas terrestres. Y, al mismo tiempo, el corazón humano, que antes estaba situado exactamente en el centro del pecho, inclinó su punta hacia la izquierda.

Ahora, el eje de la Tierra está regresando a su posición primitiva, y este movimiento va a provocar grandes transformaciones telúricas. Las plantas producirán entonces unos frutos impregnados de fuerzas y de virtudes nuevas que extraerán del reino mineral. El reino animal sufrirá igualmente modificaciones debido a las que se habrán producido en las plantas, y lo mismo sucederá en los hombres. De momento, ninguna de estas transformaciones aparece todavía; permanecen ocultas, únicamente los seres sensibles las perciben. Pero antes de que el eje de la Tierra vuelva a su posición primitiva, la humanidad pasará a través de grandes pruebas para ser purificada. Más tarde, todo se volverá luminoso: las piedras, las aguas de los ríos serán luminosas, la materia se volverá transparente...

De momento, la vegetación, las frutas y las verduras que comemos están impregnadas de fuerzas negativas. La Tierra es un gran cementerio regado con la sangre de los hombres e impregnado con sus crímenes. Los que trabajan los campos y los jardines lo hacen la mayoría de las veces sin amor, en un estado de rebelión interior: sus pensamientos y sus sentimientos entran en las simientes y envenenan la tierra y sus frutos. Un día, los humanos serán instruidos en el arte de cultivar la tierra de acuerdo con las reglas iniciáticas; las semillas absorberán entonces las fuerzas cósmicas de otra forma muy distinta, y los frutos comunicarán sus virtudes a aquéllos que los coman. Si los hombres están enfermos es porque, con su ignorancia, están creándose sin cesar unas condiciones de vida malsanas. Sin saberlo, comen cadáveres, caminan sobre cadáveres y duermen sobre cadáveres.

Gracias al sistema teocéntrico todo podrá ser restablecido en el mundo. Este sistema debe ser comprendido en el sentido más amplio del término, es decir, como una vida llena de amor, de justicia y de bondad. Para llevar una vida equilibrada, el discípulo debe girar en torno a Dios, servirle, cumplir su voluntad. Sólo podemos trabajar para el Señor instruyendo a los demás, conduciéndoles hacia la Fuente, dándoles ejemplo de amor, de bondad, de sacrificio, lo que corresponde al sistema biocéntrico. Pero, para poder hacer este trabajo, debemos ser fuertes, sanos, sólidos, resistentes, es decir, debemos desarrollarnos bien nosotros mismos, lo que corresponde al sistema egocéntrico. Ésta es, pues, la razón de ser de los dos sistemas, egocéntrico y biocéntrico: cuando se ponen al servicio del sistema teocéntrico, encuentran su justificación. El hombre se convierte entonces en un ser completo. Pero, si el hombre no está conectado en primer lugar con el sistema teocéntrico, la vida que lleva en contacto con los demás y su vida personal pierden completamente su sentido. Esto es lo que debéis comprender bien.

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