Jesús no ignoraba que ciertos alimentos pueden ensuciarnos, pero sabía también que nosotros tenemos la facultad de resistir. Todos los días se nos proponen alimentos que se presentan como tentaciones. Ser tentado, es recibir una influencia. Y ¿qué es una influencia? Una corriente que trata de penetrar en nosotros, y por tanto, una especie de alimento. No siempre es posible oponerse a que surjan estas corrientes, pero una vez que se han introducido, nosotros debemos esforzarnos en transformarlas. Si sucumbimos, si nos dejamos ir en un gesto de debilidad, nuestro tribunal interior anota que no hemos sabido asimilar estas sustancias, y éstas van a reaparecer, de una u otra manera, bajo forma de impurezas, de trastornos psíquicos o hasta físicos.
Los alimentos nocivos que no dejamos pasar, seguro que no saldrán; debemos, pues, vigilar para no dejarlos penetrar. Pero, como no siempre lo conseguimos, una vez que han entrado, debemos trabajar para transformarlos y volverlos asimilables.
En la Antigüedad existió un rey, Mitrídates, que temiendo ser envenenado por la gente de su entorno, trató de inmunizarse con la ingestión progresiva de venenos, y lo consiguió muy bien: cuando, después de haber perdido una batalla, se tragó toda clase de venenos para no caer vivo en manos de sus enemigos, ninguno le hizo efecto y, finalmente, tuvo que pedir a uno de sus soldados que le apuñalase. Es cierto que podemos hacernos físicamente invulnerables a los venenos, otros lo hicieron también, además de Mitrídates. Pero ¿es eso tan necesario? Es probable que ninguno de vosotros corra el riesgo de ser envenenado, mientras que cada día, todos estáis expuestos a toda clase de venenos psíquicos, y ahí, si no sabéis cómo reaccionar, sucumbís.
Los discípulos de una Escuela iniciática deben ejercitarse para digerir todos los venenos que la gente estúpida o malévola pueda verter sobre ellos en el plano astral. De estos venenos es de los que hablaba Jesús cuando decía: “Bienaventurados seréis cuando os ultrajen, os persigan y digan falsamente toda clase de mal de vosotros...” Así pues, suceda lo que suceda, alegraos, y el Cielo se alegrará por vosotros: habréis superado bien la prueba.
En uno u otro momento, todo hombre es calumniado, ensuciado. El verdadero discípulo de Cristo es aquél que sabe neutralizar las suciedades que recibe sin que su boca profiera una palabra contra Dios o contra los hombres. Y aunque deje escapar, quizá, palabras de irritación, de indignación, de venganza, que vuelva al menos a entrar en sí mismo diciéndose: “Nunca debo olvidar qué lo que sale de mi boca es lo que me ensucia... Me han dado unos ingredientes que no he sabido utilizar, pero, en el futuro, trataré de transformar mi cólera y mi impaciencia en dulzura, en amor y en bondad...” Como una buena cocinera, el discípulo debe aprender el arte de la transformación y sacar partido de todo lo que se le presenta para preparar los mejores platos. Sí, ¡la cocina también tiene algo que decir!
Mirad los árboles: se les pone estiércol y dicen: “Nosotros sabemos bien que lo que entra en nuestra boca no puede ensuciarnos...” Entonces, se ponen a trabajar operando todas las transformaciones cuyo secreto poseen, y después nos devuelven unos frutos tan bellos, perfumados y sabrosos como feo, maloliente y repugnante era el estiércol que habían recibido. Sin embargo, ¿cómo actúan generalmente los humanos? Reciben una pequeña salpicadura ¡y devuelven un cubo de basura! Si hubiesen comprendido los preceptos de Cristo, cuando recibiesen veneno, se esforzarían por devolver miel.
Entonces, ¿cómo debéis reaccionar cuando un gesto, una palabra, una mirada, introducen en vosotros turbación, cólera o algún otro estado negativo? En primer lugar, debéis deteneros, hacer una pausa. Porque, si os dejáis llevar por vuestras reacciones instintivas, os arriesgáis a producir más daño del que os han hecho. La cólera es la irrupción de una fuerza bruta, y esta fuerza bruta no es mala necesariamente, incluso puede ser benéfica para vosotros y para los demás, siempre que sepáis controlarla para poder dirigirla después. Y para controlarla, debéis, en primer lugar, deponer las armas que esta reacción instintiva acaba de poner bruscamente a vuestra disposición. Así que, en primer lugar, debéis deteneros, callaros y razonar; porque el razonamiento es la única rama, la única roca a la que podéis agarraros para no ser arrastrados y llevados por las aguas del torrente. El hecho de detenernos prueba que hemos sabido a qué agarrarnos, que no hemos sido arrastrados por las fuerzas salvajes del torrente.
Pero, una vez que nos hemos detenido, ¿cómo reparar la turbación que hemos experimentado? Haciendo una respiración profunda, haciendo algunos movimientos armoniosos y rítmicos con las piernas, los brazos, la cabeza. Sabed que, aunque estéis atados, un solo dedo que tengáis libre os permitirá restablecer el equilibrio, la paz y la armonía dentro de vosotros. Podéis también escribir con el pensamiento en el espacio unas palabras mágicas con letras de luz: paz, sabiduría, amor, belleza... Estos medios tan sencillos dan grandes resultados; pero debemos ser capaces de mantener la suficiente lucidez y dominio de nosotros mismos para pensar en utilizarlos.
“Lo que sale de la boca viene del corazón...” En realidad, podemos decir que esta boca de la que habla Jesús representa las diferentes bocas de nuestro ser psíquico, no sólo la del corazón, sino también las de nuestro intelecto y nuestra voluntad. La palabra “boca” simboliza, pues, el conjunto de nuestras actividades. Igual que nuestro corazón es la boca por donde pasan nuestros sentimientos, nuestro intelecto es la boca a través de la cual se expresan nuestros pensamientos, y nuestra voluntad la boca que producirá nuestros actos. Vale la pena meditar sobre los poderes de la boca: ella construye o destruye, ensucia o purifica, encarcela o libera, puede ahorcar a un hombre o arrancarlo del suplicio. He ahí otro de los significados del primer versículo del Evangelio de san Juan: “Al principio era el Verbo...” ¡Cuántas dichas y desgracias empiezan por la boca!12
En el libro del Génesis, se dice que cuando Adán y Eva hubieron comido la fruta prohibida, se escondieron del Señor que recorría el jardín con la brisa de la tarde. Dios llama a Adán: “¿Dónde estás?” y entonces se entabla toda una conversación. Adán responde: “He oído tu voz en el jardín y he tenido miedo, porque estoy desnudo y me he escondido. Y Dios Eterno dijo: ¿Quién te ha dicho que estás desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer? El hombre respondió: La mujer que pusiste junto a mí me dio del árbol y comí. Y Dios Eterno le dijo a la mujer: ¿Por qué hiciste eso? La mujer respondió: La serpiente me sedujo y comí...” 13
Una tradición dice que la fruta comida por Adán y Eva fue una manzana, otra que era un higo... Poco importa: lo que hay que ver en este texto, es que, de alguna manera, toca el mismo tema que la palabra de Jesús: el alimento. La serpiente, que es una personificación del mal, tienta a Eva proponiéndole comer de la fruta prohibida; después, Eva se la propone a Adán. Y cuando Dios les pregunta lo que ha sucedido, Adán acusa a Eva y Eva acusa a la serpiente. En realidad, hacer recaer la responsabilidad de nuestras faltas sobre un tentador (o una tentadora) no nos excusa. Si hemos actuado mal, somos culpables. No debemos sucumbir, no debemos “comer”, eso es todo, para no tener vergüenza de presentarnos ante el Señor cada vez que nos pregunta. “¿Dónde estás?”
Ahora, cuando se habla de tentación, es fácil considerar únicamente aquéllas que nos vienen del exterior, pero las tentaciones vienen también, y sobre todo, de nosotros mismos. Estamos habitados por voces interiores que nos hacen toda clase de sugerencias pretendiendo que son en interés nuestro y para nuestra felicidad. Y, en realidad, si las escuchamos, quedamos atados, y bien atados, porque estas voces no venían del mundo de la luz, y las entidades maléficas que han logrado la victoria se ríen después de este ingenuo al que han logrado capturar.
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