Katja Oskamp - Marzahn, mon amour

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A sus cuarenta y muchos años, Katja es una escritora en crisis y una madre sin nido que atender. Como mujer, por cortesía de la sociedad, empieza a volverse invisible, momento ideal para hacer cosas terribles o maravillosas. Y así, en 2015, Katja cambia la pluma por la bata blanca y empieza a trabajar como pedicura en un salón de estética del barrio berlinés de Marzahn, una de las zonas residenciales prefabricadas más grandes de la antigua RDA. Allí viven el señor Paulke —toda una vida arrastrando frigoríficos y pianos—, la dulce señora Guse, que ya tiene escogida la música para sus funerales o Fritz, los pies más bonitos de toda la consulta.Un libro bello e importante, como los cerezos en flor de la pradera frente al salón en primavera; como la incombustible señora Blumeier rodando risueña entre ellos con su elegante modelo eléctrico; o como una resplandeciente manicura de fantasía.

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El primer contacto con sus pies, cuando los metió en el agua y yo se los lavé, me produjo confusión. Pronto empezaron a gustarme. Tenía los contornos inflamados, la piel anaranjada y cubierta de escamas, surcada por miríadas de venillas azul lila confusamente entreveradas. Parecían piedras erosionadas.

El señor Paulke trabajó para Autotrans, la empresa de transporte más grande de la RDA. Se ha pasado toda su vida arrastrando armarios, frigoríficos, pianos. No solo se encargaba de la mudanza completa de particulares, sino que ha trasladado también negocios completos, ha acompañado al extranjero a orquestas que tocaban como invitadas. Aquello, contaba el señor Paulke, sí era bonito. De vez en cuando él y sus compañeros disfrutaban gratis de los conciertos, antes de volver a cargar con todo, meterlo en los camiones y volverse a casa. Cuando el señor Paulke ya no pudo cargar con más peso, fue transferido a la oficina de atención al cliente, al servicio de inspección, a preparativos preliminares y a previsiones. También esto acabó convirtiéndose en una tarea demasiado pesada y fue retirado de ella. El señor Paulke aceptó las pérdidas financieras y se prejubiló con cincuenta y siete años. El año 1989 trajo consigo, además de la caída del muro, un cáncer en los ganglios linfáticos en la parte inferior de su mandíbula derecha. Fue operado y tratado con radioterapia.

Cuando consiguieron controlar el cáncer, el señor y la señora Paulke comenzaron a viajar, dos veces al año, y el señor Paulke, en retrospectiva, comentaba: «Aquello estuvo bien, cómo lo disfrutamos». Lo mismo hablaba sobre los fiordos de Noruega que sobre las palmeras del Ticino o sobre los pubs de Dublín. Cuando yo conocí al señor Paulke, los viajes habían quedado ya muy atrás. Su radio de movimiento se había ido reduciendo paulatinamente.

Cada vez que veía al señor Paulke, venía con un achaque nuevo. En cierta ocasión me contó que por su lado derecho le habían metido «una especie de manguera desde el cuello hasta la ingle que servía para regular no sé qué cosa y que tenía que ser reajustada de vez en cuando». Él no lo sabía con exactitud, pero confiaba en los médicos. Cada vez que iba a la consulta del médico, la señora Paulke tenía que solicitar telefónicamente transporte de ambulancia, con frecuencia iba al hospital de traumatología Berlín-Marzahn, al «UKB», 1decía, y a veces por descuido lo cambiaba por «UKV». Solamente la fisioterapeuta venía a casa, dos veces a la semana, veinte minutos. «Bajábamos y subíamos juntos las escaleras, tenía que doblar las rodillas, tumbarme bocarriba y pedalear con las piernas». A mí me sorprendían tales ejercicios. «Sí, sí —afirmaba el señor Paulke, no sin cierto orgullo— todo eso hacía».

Cuando el cáncer de su mandíbula remitió hace año y medio, el señor Paulke me contó lo de su siguiente operación en el UKB. «¿Tiene miedo?», le pregunté, mientras acondicionaba sus pies para la hospitalización. El señor Paulke se quedó pensando un momento. «Pues si sale bien, no hay problema, y si no sale bien… pues nada».

Seis semanas después, allí estaba otra vez en la puerta, escrupulosamente puntual, había perdido algo de peso. «La comida era una mierda, he estado tres semanas a base de sopa, he perdido diez kilos. Lo que sí han crecido son las uñas de los pies». Sus dedos se contrajeron cuando retiré las cutículas superficiales. «¿Le hago cosquillas?», pregunté riendo, «tanto mejor», se rio el señor Paulke, «eso significa que todavía queda algo de vida por ahí abajo».

En septiembre de 2016 el señor Paulke llegó sin dientes, le faltaba toda la fila de arriba. Allí donde debían estar los incisivos, se veían unos muñones de color oro oscuro. El postizo provisional, me explicó, no lo usaba porque le molestaba. «No puedo comer ni plátanos, se desparrama todo por la falta de presión».

Cada vez que yo me reía de sus dichos, pergeñados a su manera, asomaba a su rostro un mohín casi imperceptible, una mezcla de incredulidad, orgullo y timidez. Había perdido la costumbre de que alguien le hiciera caso. En esos momentos aparecía la evocación de un hombre joven y fuerte, el que una vez fue el señor Paulke. Aquel que flirteaba con las mujeres. Todavía sabía de qué iba la cosa. Tenía buena memoria.

Aquel día de septiembre le extendí cuidadosamente crema en los pies, después me quité los guantes y le puse al señor Paulke los calcetines y los zapatos. Él se incorporó desde la silla de curas. Le ofrecí mis manos. Él apoyó las suyas en las mías. Calor, piel flácida. Y así, cogidos, el uno frente al otro, nos miramos. Fue bonito. Nos gustó. Resultó útil, y no solo para la normalización de la circulación del señor Paulke. Me habría gustado quitarle una pelusa que llevaba en el hombro o arreglarle el cuello o acariciarle levemente una mejilla. Tocarlo más allá de lo que exigía el tratamiento. Mientras sonreía, el señor Paulke mantenía los labios cerrados.

—Como siempre, un placer —le dije.

—También para mí —me respondió, bajando la mirada.

Entonces alzó los ojos por encima de mis hombros, hacia la ventana. «Mi mujer, ya ha llegado».

El señor Paulke se me agarró del brazo y nos dirigimos hasta la puerta de entrada. Le abrí la puerta a la señora Paulke. Acordé con el señor Paulke la próxima cita, le cobré y le di las gracias por la propina, que acostumbraba a ser muy generosa. Metí la toalla y el monedero del señor Paulke en el pequeño bolso de la señora Paulke, del que sobresalía un calendario, en realidad una gruesa hoja de papel tamaño folio.

—Lo he comprado para el año que viene —dijo la señora Paulke, y añadió que siempre andaba como una loca para organizar todas las citas. Que para conseguir una cita con el oculista tenían que esperar tres meses. Mañana mismo tenían marcada la cita con la fisioterapeuta. Que su cadera artificial ya no le funciona. Que por las mañanas le cuesta ponerse en pie. Que como más cómoda se siente es andando a paso ligero. Pero al señor Paulke le resulta imposible andar rápido. Que en el mercado hay hoy pescado ahumado. Que próximamente van a abrir un centro Pfennigpfeiffer en el Káiser.

El señor Paulke se despidió. Sacó con mucho esfuerzo el andador de detrás de la puerta, lo empujó arrastrando pesadamente sus pies detrás, las rodillas flexionadas, el torso inclinado. La señora Paulke, a su lado, se acompasaba al ritmo de sus pasos. Les grité: «¡Hasta dentro de seis semanas! ¡Cuídense!». El señor Paulke levantó una mano. Darse la vuelta hubiera excedido sus fuerzas, ya le suponía suficiente esfuerzo seguir avanzando.

Cuatro semanas después llamó por teléfono la señora Paulke. Su marido no podría acudir a la próxima cita, porque… «ha fallecido». Muy consternada, le di el pésame a la señora Paulke. Acababan de terminar la dentadura nueva, me comentó alterada, la llevaba dentro de una cajita, la puso encima de la mesa, «dos mil euros me ha costado, y ahora ya no la necesita. Tampoco le servirán a nadie, los dientes».

Por un momento cierro los ojos. A continuación borro el nombre del señor Paulke de la agenda.

Hace poco me encontré en el Netto con la señora Paulke. Yo andaba buscando bolsas de basura, bolitas de algodón y crema de café para la consulta. La señora Paulke quería comprar Leipziger Allerlei. 2Se la veía más delgada, apoyada sobre un bastón. Le pregunté si visitaba a veces a su marido en el cementerio. Meneó la cabeza: «Queda demasiado lejos. Una vez mi hijo me llevó en coche. Allí me senté en un banco. Por cierto, con lo del pago fueron muy agradables, solo tuve que pagar quinientos euros por los dientes de mi marido».

1Las siglas alemanas del hospital Unfallkrankenhaus Berlin-Marzahn . (Todas las notas son del traductor).

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