Katja Oskamp - Marzahn, mon amour

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Marzahn, mon amour: краткое содержание, описание и аннотация

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A sus cuarenta y muchos años, Katja es una escritora en crisis y una madre sin nido que atender. Como mujer, por cortesía de la sociedad, empieza a volverse invisible, momento ideal para hacer cosas terribles o maravillosas. Y así, en 2015, Katja cambia la pluma por la bata blanca y empieza a trabajar como pedicura en un salón de estética del barrio berlinés de Marzahn, una de las zonas residenciales prefabricadas más grandes de la antigua RDA. Allí viven el señor Paulke —toda una vida arrastrando frigoríficos y pianos—, la dulce señora Guse, que ya tiene escogida la música para sus funerales o Fritz, los pies más bonitos de toda la consulta.Un libro bello e importante, como los cerezos en flor de la pradera frente al salón en primavera; como la incombustible señora Blumeier rodando risueña entre ellos con su elegante modelo eléctrico; o como una resplandeciente manicura de fantasía.

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«A partir de ahora ya se puede usted relajar», le digo, para que la señora Guse pueda suspirar a sus anchas, algo que hace por rutina antes de empezar a hablar sobre la prótesis mamaria, mientras sonríe con su dulce media sonrisa. Aunque se hizo una prótesis, nunca la ha utilizado, lo que nos lleva de nuevo al tema de las enfermedades, que yo recojo ensalzando galantemente su holgada camisa, que en modo alguno deja sospechar la ausencia de un pecho. Por supuesto, concede la señora Guse, mientras pestañea coquetamente. Le gusta llevar la ropa holgada, ligera y de alegres colores. Y así llega el momento en que finalmente convierto a la clienta en una reina: presiono mi pie sobre el pedalero, y con un suave zumbido, elevo a la señora Guse y a la silla de curas sobre la que está sentada (un trono rosa en un ambiente blanco) a una altura que siempre nos incita a hacer bromas, como que la señora Guse no tardará en darse contra el techo. Me acerco el mueblecito rodante y enciendo la lámpara lupa, manipulo su brazo flexible de modo que la luz caiga resplandeciente sobre el pie, y entonces, una vez que la señora Guse ha alcanzado su altura real, yo, como su lacaya, me acomodo en mi sillín blanco rodante, empujándolo bajo mi trasero. Las gafas puestas y a la tarea. Primero entra en acción el cortacutículas para lo más áspero.

—Si le duele —le digo.

—Entonces doy un grito —dice la señora Guse.

Luego paso a las uñas encarnadas, que amenazan con crecer por los lados, recorto los pequeños picos que sobresalen; a continuación echo mano de la sonda, escarbo en el tejido queratinizado en los bordes y extraigo los restos. Empujo con delicadeza la cutícula al interior de la matriz, hasta diez veces. Inserto el cortador en la manija, selecciono un nivel bajo de intensidad y enciendo el instrumento. Empieza a zumbar el ruido del motor y de la absorción, después de un tiempo me quedo tan sorda como mi real clienta. Guardamos silencio a causa del ruido. Por encima de las gafas observo a la señora Guse, dibuja su media sonrisa, dulce y sosegada.

La señora Guse nació en Prenzlauer Berg, Berlín, en 1933, se graduó al llegar a octavo, pero no continuó con la Formación Profesional. Obtuvo un contrato temporal como limpiadora sin cualificación. Se casó en 1953. En 1965 ya tenía cinco hijos. En 1973 murió su marido a la edad de cuarenta y cinco años. Ella sola se encargó de criar a los hijos, que, todos sin excepción, han aprendido un oficio: albañil, cerrajero o vendedora. La señora Guse se mudó desde Prenzlauer Berg a Marzahn en 1993. Ya tiene pagado su entierro («cuatro mil euros»), escogido el ataúd («de madera de roble») y la música para los funerales («Nabucco»), ha arrendado el nicho: en el cementerio al lado de su marido.

La señora Guse contempla satisfecha sus uñas limadas y resplandecientes. Apago el motor, sumerjo la cortadora en la solución desinfectante, me quito las gafas y echo mano a la paleta de los callos.

En la habitación se vuelve a hacer el silencio.

—Limando las herraduras —le digo.

—No soy ningún caballo —responde la señora Guse.

Comienzo con la cara áspera de la lima. La señora Guse me ayuda encorvando el pie y ofreciéndome el talón extendido. Poco a poco empiezan a desprenderse las escamas. Después le doy la vuelta a la lima, por la cara suave. La señora Guse apenas tiene callos, ya no utiliza mucho sus pies.

Cuando le pregunto de qué murió su marido, tan joven, siempre me responde que fue operado del estómago. Eso no es causa de defunción. Y entonces leo en sus ojos que todavía, cuarenta y cinco años después, no acierta a comprender de qué murió, de hecho, con el paso del tiempo comprende cada vez menos. También tiene problemas para recordar el nombre de sus cinco hijos, aunque al final logra acordarse: Lothar, Bärbel, Joachim, Uwe y Christine. La señora Guse no padece demencia. Simplemente se está alejando marcha atrás del mundo que ella conocía: niños, cocina, grandes almacenes.

—¿Qué tenemos hoy para comer, señora Guse?

—¿Otra vez quieres enterarte?

Nos reímos. La señora Guse se muestra maliciosa, yo inquisitiva e impaciente. Con la señora Guse se puede bromear.

—Hoy hay para… voy a hacer… lo recojo… después enseguida, en cuanto esté lista, lo recojo… medio pollo.

Se expresa con mucha gracia, con ingenio. Seguramente la señora Guse fue en el pasado una buena cocinera, ahora, tengo la impresión de que su menú va oscilando entre el kebab, el pollo y la comida china. Los fines de semana sin embargo se dedica a cocinar como una perfecta ama de casa. ¿Qué cocina? Filetes de Sajonia. En casa de la señora Guse todos los domingos se comen filetes de Sajonia. ¿Cómo los prepara? Con patatas y chucrut. ¿Y la carne? Enseguida viene, este es mi momento favorito de toda la sesión.

—Con la cortadora del pan corto en filetes la carne de Sajonia y entonces la corto con la cortadora del pan, la carne de Sajonia la corto en buenos filetes con la cortadora del pan, sí, créeme, corto con la cortadora del pan.

—¡Con la cortadora del pan! —exclamo entusiasmada, me quedo sin palabras y no quepo en mí del asombro.

—Sí —dice—. Con la cortadora del pan.

Mientras elogiamos la técnica de la señora Guse para cortar los filetes de Sajonia, con la toalla le limpio los restos del talón, que son suaves como el culo de un bebé. Puede elegir crema, ¿prefiere la de rosas o la de lavanda o quizá la de propóleos? Pero la señora Guse no prefiere ninguna, confía en mí y quiere que todo sea como siempre. Presiono el dispensador, que salpica sobre mi mano, y empiezo a trabajar sobre los pies, primero el izquierdo, después el derecho. Ella observa mi quehacer con interés y en silencio, pues yo le hago cosas que antes nadie le había hecho. Le acaricio el empeine, voy movilizando una por una las articulaciones metatarsofalángicas, dibujo círculos alrededor del maléolo, extiendo el tendón de Aquiles, froto las plantas de los pies con el puño, estiro el antepié.

—Has vuelto a hacer un buen trabajo.

Contemplamos mi labor acabada. La señora Guse tiene ochenta y cinco años, y ahora sus pies, tras el tratamiento, son la parte más joven de todo su cuerpo.

Me quito los guantes y vuelvo a bajar el trono al nivel del suelo, meto hacia dentro los reposapiés, doblo la toalla, ayudo a la señora Guse a ponerse los calcetines y los zapatos.

La señora Guse pierde el equilibrio momentáneamente al ponerse de pie, pero se agarra con fuera al reposabrazos y se estabiliza ya erguida. Coge la bolsa de la compra, arroja dentro la toalla y, oscilándola, abandona la habitación.

—¡Tendré que pagar! —grita la señora Guse.

Corro hacia detrás del mostrador. La señora Guse es muy apurada para pagar. No puede esperar ni un segundo. Al contrario que el hombre moderno que se carga de créditos, cuotas, pagos a plazos, la señora Guse no aguanta deber nada ni arrastrar deudas. Se siente mejor una vez ha logrado pagar, a veces incluso consigue pagar a la menor oportunidad, aunque el trabajo no esté todavía terminado. De hecho, ya tiene pagado su entierro. Saca su monedero con un orgullo infantil. Le cobro veintidós euros.

EL SEÑOR PAULKE

Cuando empecé a trabajar en el salón de cosmética, el señor Paulke fue uno de mis primeros clientes. Durante el primer tratamiento, me preguntó entre risas: «¿No sabe usted dónde se ha metido?, en mitad de la mierda de Berlín, antes todo esto no eran más que campos de aguas residuales y luego lo llenaron de rascacielos. Y si rascas un poco en la tierra, todavía notarás el hedor».

El señor Paulke fue uno de los primeros propietarios, vive aquí desde 1983, un oriundo de Marzahn, un proletario, ahora es un anciano que se enfrenta a las miserias y los achaques de la vejez conservándose medio bien, contando chistes sarcásticos y con humildad. El señor Paulke sencillamente no se toma a sí mismo demasiado en serio. En su rostro predomina una especie de desorden asimétrico: ojos entrecerrados, verrugas, manchas de la edad, una dentadura postiza ladeada y destartalada; una mezcolanza hecha de diferentes edades. Tiene las rodillas por completo echadas a perder. Artrosis.

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