Jaime Maximiliano Casas Barril - Una raíz para Gustavo
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Durante el tiempo pasado en Sevilla, Hernández aprendió que su vida consistía en sobrevivir. Veía a los invulnerables escogiendo esclavos en las graderías de la Catedral o avaluando el mundo cerca de la Casa de Contratación; los veía pasar en andas sobre hombros mulatos, otros en carrozas o a caballo flanqueados por guardias, haciendo brillar el sol en el filo de sus espadas. Eran para él seres dotados de un poder mágico, más peligrosos que los escorpiones del desierto. Por tan sólo tocarlos podía uno perder la vida. Hablarles era un insulto, mirarlos sosteniendo la vista, un atrevimiento. Se comentaba en las tolderías que comían todos los días alimentos extraños, desconocidos para él, sentándose a la mesa en más de dos ocasiones por jornada. Y las vestimentas eran como las comidas. También se comentaba que pensaban su vida en años, considerando herederos, posesiones en ultramar, relaciones sociales, títulos. La iglesia, madre superiora de todos los súbditos, pensaba en siglos, decidiendo el destino de continentes enteros. Y Dios, bueno, Dios no tenía que pensar: decidía no más.
A ras del suelo, donde María y su hijo padecían la existencia como una condena, se pensaba poco; a lo más, en días. Y en ese pasar, los sentimientos de más largo alcance venían de las heridas dejadas por la miseria. La mayoría de los habitantes dejaba secar la costra aceptando las cicatrices como algo natural. Los sufrimientos largos provienen de sentimientos largos y eso está permitido sólo a los dioses. Pero María no, porque en una cueva se le había permitido rasguñar el cielo. Ante la imposibilidad absoluta de volver a mirar por sobre las nubes, optó por la herejía, y su descreimiento por la justicia se trasladó hacia alturas mayores, transformándose en atea.
Hernández –buen hijo de María y su forma de concebir el mundo– era un hombre sin más fe que la confianza en sus manos. Miraba con recelo a cualquier dueño de algún bien, y su único anhelo era dejar este mundo podrido y maloliente. En las calles se hablaba de todos los lugares del mapa, porque venía a Sevilla gente de todas partes. En las Indias un criador de puercos se alzó como Virrey, se comentaba, y cualquier delincuente llegado en las primeras expediciones pudo ser tratado como un gran señor. Durante un siglo los pordioseros de Sevilla vieron pasar por el Guadalquivir los tesoros de los dioses capturados en territorios vírgenes. Galeones repletos de oro, plata, pieles, especias y rarezas remontaban las aguas entrando por San Lúcar de Barramea. A bordo venían también las historias de los hijos del Diablo que asaltaban en el mar los tesoros del paraíso. Los reyes de Inglaterra, Holanda y Francia entregaban patentes de corso, permiso para robar a los barcos españoles, los enemigos universales. Las bulas alejandrinas, dictadas por el papa de la familia Borgia, Alejandro VI, establecieron que la tierra y los mares al oeste del meridiano situado a cien leguas de las Azores y Cabo Verde quedaban bajo dominio de Castilla. Se decretó la excomunión para quienes cruzaran el meridiano sin autorización de los reyes de Castilla. Entonces, ya se sabía que el mundo era redondo como tu pelota, Gustavo.
El pensamiento ateo saltó del corazón de la madre, fue recogido de sus faldas por el hijo y convertido en un odio visceral a la Iglesia, Dios y los dueños herederos del mundo por orden del vicario de Cristo. Entonces comenzó a sentir otra cosa: admiración por los demonios que picoteaban el pastel divino en el mar de las Antillas. No soñaba con amontonar pertenencias ni comandar sirvientes en alguna isla del Caribe. Sí trataba de imaginarse frente a banquetes interminables vestido con sedas de Oriente. Se veía con el cinto lleno de cuchillos forjados con acero de Toledo y tal vez un alfanje de la misma cuna. No le seducía dormir en algún palacio con las estrellas escondidas por un techo a prueba de cualquier lluvia. Nunca cambiaría su fogata por nada del mundo, y si debiera decir cuál era su bien más querido, bueno, sin duda hablaría de la voluntad, la fuerza para decidir en cada instante su propio destino, como decía su madre, aunque no durase, pero que fuese real, como un río subterráneo de vida pura que de pronto emerge y lo inunda todo. Eso podía ser posible sólo donde no hubiera cruces ni en los cementerios, donde la palabra señor no fuera pronunciada, donde en la tierra, como en el mar, no hubiera otra soberanía más que la de los animales, las aves y los peces. Los humanos deberían recuperar esa naturaleza para ser libres y cuidarla como a su madre. Como a María, quien tendría que morir para abandonar el imperio más asesino y rapaz de cuantos han existido.
El bastardo Hernández no era malo, Gustavo. Tampoco era un hombre bueno. Para eso se necesita voluntad. Era, como te dije, sobreviviente en el submundo. Lope de Vega escribió una seguidilla que decía: «Vienen de San Lúcar, rompiendo el agua, a la Torre del Oro, barcos de plata». Desde el siglo anterior muchos grabadores difundieron la imagen de la gran ciudad con una rima tan ostentosa como simple: «Quien no ha visto Sevilla no ha visto maravilla». En 1647, el cronista Gil González Dávila escribió sobre la ciudad: «Corte sin Rey. Habitación de Grandes y Poderosos del Reyno y de gran multitud de Gente y de Naciones… compuesta de la opulencia y riqueza de dos Mundos, Viejo y Nuevo, que se juntan en sus plazas a conferir y tratar la suma de sus negocios. Admirable por la felicidad de sus ingenios, templanza de sus aires, serenidad de su cielo, fertilidad de la tierra…».
En la otra Sevilla situada al margen de tantas alabanzas, un día en la noche, a orillas del Tagarete, María recibió por la espalda una puñalada que le perforó el pulmón izquierdo. No llevaba bolsa. Primero la encontraron los perros. No quiero hablarte de esta escena, nieto. Para Hernández, la puñalada fue directa a su corazón. No quiso llorar sobre la tierra aborrecida, y junto a la pena sintió un alivio, porque la única soga que lo ataba a esta Corte sin Rey se había cortado.
Quienes creen en designios celestiales podrán pensar en alguna jugada del destino. La peste bubónica que saltó desde África y atacó Valencia en junio de 1647 llegó a Sevilla dos años después, matando a unos setenta mil habitantes, la mitad de la población. Hernández no estaba; fue apresado antes en una leva de reclutamiento y enviado al Nuevo Mundo en una urca de origen holandés como marinero improvisado. Tuvo suerte. Como es sabido, nadie podía viajar a América ni embarcar mercancías sin permiso de la Casa de Contratación de Sevilla. Todo lo que provenía de las Indias tenía la obligación de someterse al control de la Casa y pagar allí mismo el impuesto de un veinte por ciento a la Corona. La mayoría de quienes se convertían en marineros eran reclutados por la Carrera de Indias para objetivos comerciales. De aquí eran sacados para entrar a la Armada y reforzar el poderío naval del imperio. Por regla general era preciso obligarlos, porque la navegación comercial era más ventajosa y menos arriesgada. Los reclutados eran gente cuya única experiencia en el mar consistía, por lo general, en haber vivido en algún puerto cumpliendo labores asociadas al cabotaje. La calidad de esos navegantes estaba, a no dudar, en entredicho. Después de ser obligados, subían a los barcos pensando en sacar cualquier provecho, establecerse en América o, si la suerte no los favorecía, regresar con algún pellizco de la fortuna esquiva. En los buques de la Armada existía el aliciente de burlar los controles de la Casa de Contratación, recibir un sueldo y poder desertar en cualquier momento. Al regreso, los capitanes rellenaban los huecos con tripulantes nuevos y así se hacía la vista gorda sobre estos manejos.
Una nave era una empresa comercial antes que nada. Algunos capitanes solían ser los dueños de las embarcaciones y vigilaban su cuidado, asumiendo las labores de comando los contramaestres, personas con experiencia reconocida. El objetivo era el negocio, y las naves de la armada, la escolta de estas operaciones. Los capitanes pensaban más en maximizar beneficios que en servir a la Corona. Solían embarcar a miembros de su servidumbre, haciéndolos pasar por marineros, y cobraban la soldada, el sueldo pagado por el Estado. Además, reservaban un espacio para el contrabando. Sin poder eliminarlo, se llegó al extremo de establecer reglamentos, como fue el caso del tabaco, asignando un número de botijas correspondiente al rango del contrabandista. De un extremo a otro: 500 para el capitán, 10 para cada marinero. Por su parte, la Corona sacó a la venta los cargos de generales, almirantes y capitanes de mar y guerra. Ocupando sus navíos más en asuntos mercantiles que en militares, estos capitanes competían con los barcos comerciales, quitándoles sus fletes sin pagar un céntimo a la Casa de Contratación. Además, solían llevar pasajeros en las naves de guerra a quienes les cobraban un alto pasaje y una cara manutención. Teniendo en cuenta todo esto, se comprenderá que la conducta de la marinería a la hora del combate no era la más adecuada.
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