Jaime Maximiliano Casas Barril - Una raíz para Gustavo

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Siglo XVII en la Isla de la Tortuga. Decenas de piratas se refugiaron y crearon la «Cofradía de los Hermanos de la Costa», resistiendo a todos los imperios y levantando las banderas de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad.

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La madre, llamémosla María en recuerdo de la virgen, era una mujer temerosa de Dios. Después de saber lo que habían hecho los curas en las Indias y estar a punto de ser quemada como bruja puta por la Inquisición, buscaba estar lo más lejos posible del Demiurgo, tan bien asentado en los altares de las cortes. Le enseñó a su hijo que toda la riqueza del mundo era un robo tan gigantesco que nunca nadie podría cuantificarlo. Entonces era inútil pedir justicia. Pero sí cabía hacer otra cosa. Con mucha habilidad y prudencia se podían cambiar los bienes, en especial metálicos, de una bolsa a otra. Nadie sería capaz de asegurar al pequeño una vida larga, pero él sí podía, si no tenía miedo, hacer más llevaderos los tiempos reducidos. No tan larga, pero sí más intensa.

Ya en Sevilla, María hizo una cueva junto al arroyo Tagarete, cerca de la desembocadura del Guadalquivir. Allí pasaba las noches durmiendo con un ojo abierto. Al frente tenía los grandes muros de la ciudad; un poco más lejos, la vista de las naves que partían a las Indias y volvían obligadas al destino fijado por la ley. Al poco tiempo, la mujer y su hijo se trasladaron a la calle de la Pajería. Los burdeles de esta vía angosta y tortuosa sobrevivirán a las órdenes de prohibición dadas por Felipe IV. María dejó de ser una puta aventurera para convertirse en una residente del Arenal, en las inmediaciones del arrabal de la Carretería. Este sería el ambiente donde educaría a Hernández en la dura tarea de sobrevivir.

En esos barrios de la sucia Sevilla se hacía de todo. En las gradas de la Catedral se vendía a los esclavos, muchos de ellos sujetos por argollas en la nariz y con la frente marcada a fuego con una DSE, «de Sevilla»; también oro, sedas, plata labrada, piedras preciosas y diversas mercancías de Oriente. Hasta el arrabal llegaban las telas y las baratijas para los marineros y los soldados. Las casas se levantaban adosadas a los muros de la ciudad. Según el relato de Antonio Cavanillas, Murillo opina sobre su propia ciudad: «La basura en las calles y los malos olores eran un mal general. Terminar con el grito de: ¡agua va!, común en todas las ciudades europeas, era el sueño de los munícipes. No era raro que un viandante sordo o remiso, a la hora de ponerse a buen recaudo, se viese salpicado de meados o heces fecales. Se sucedían los bandos prohibiendo tirar a la vía pública animales muertos, estiércol de caballo, escombros o aguas sucias. Mierda humana, en román paladino. En pleno Arenal se levantaba el monte del Malbaratillo, formado por las basuras e inmundicias que arrojaban desde siempre los vecinos».

La ciudad conservaba el mismo espíritu que tenía cuando Miguel de Cervantes estuvo prisionero en ella. El escritor hizo esfuerzos por viajar al Nuevo Mundo. A los cuarenta y tres años, dolido por su pobreza, envió una petición al rey Felipe II: «Pido y suplico humildemente cuanto puede a V.M. sea servido de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres o cuatro que al presente están vacos, que es el uno en la Contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la gobernación en la provincia de Soconusco en Guatemala o corregidor de la ciudad de La Paz; que en cualquiera de estos oficios que V.M. le haga merced le recibiría, porque es hombre hábil y suficiente y benemérito para que V.M. le haga merced, porque su deseo es continuar siempre en servicio de V.M.». El gobernante escribió al pie de la petición: «Busque por acá en que se le haga merced».

Hernández creció al amparo de otras prostitutas mientras la madre cumplía sus labores. En la intimidad, doña María lo sometió a un singular entrenamiento, a falta de poder allegarle algo de cultura más refinada. Apenas aprendió a leer pasando el índice sobre las letras, diciéndolas de una en una para juntarlas después en su lengua y escupir una palabra completa. En cuanto al arte de los números, con sumar y restar también con los dedos tenía más conocimientos a su haber que la mitad de los habitantes de España.

Doña María no le enseñó a robar, sino a recuperar. Entonces, no se consideraba un ladrón, y esta falta de culpa le daba una confianza a toda prueba. Aparte de su aversión a cualquier cosa con aspecto sagrado, la prostituta se formó una cosmovisión con un mundo sin curas, sin ricos, sin leyes, y crió a su retoño en estos grandes valores. Experta en poner los dedos sobre la piel ajena en los afanes del amor, la mujer le enseñó a tantear, a explorar. Se pasaba las horas obligando a su hijo a cumplir con un ritual de ejercicios táctiles que consistían en cambiar cosas de lugar sin ser descubierto, en quitar cadenas de los cuellos sin ser sentido, en extraer cuchillos de los cintos sin que se notara la ausencia. Poco a poco se formó el malabarista capaz de ganar algunos maravedíes haciendo gracias en algunas plazas fuera de las iglesias y volver a la Carretería cargado de objetos recuperados por sus manos maravillosas que parecían imantadas para atraer lo ajeno.

«Fíjate cómo todos miran hacia donde estás nombrando», le decía María. "Tú no. Tú siempre pendiente de la mirada del otro, porque es ahí donde nace la acción. Cuando nombras un objeto que obliga al pajarito a doblar el pescuezo hacia la izquierda, tus dedos vuelan a la derecha. Aunque tu cuerpo tiene una sola cabeza que lo guía, tus brazos y piernas parecerán moverse por cuenta propia. Así como los curas obligan a la gente a creer las tonterías que ellos inventan y que los han obligado a creer a ellos mismos, así harás ver al otro cualquier cosa, apoyando con un gesto, con un sonido o con cualquier movimiento que distraiga».

No era el único hijo de puta del barrio. Tuvo amigos y hasta cómplices, pero ninguno con sus habilidades. Fue mimado y querido por las meretrices. De ellas aprendió a conocer los espíritus ocultos, pues todos los cuentos de la calle entraban en sus orejas.

El hidalgo hideputa no salió de Sevilla hasta abandonar el país. Un cliente de su madre a quien la señora debió tratar muy bien lo invitó a conocer la baraja. Era un comerciante en telas que pasaría el invierno dentro de los muros de Sevilla. En cuarenta días, uno por cada carta del mazo, Hernández aprendió a contarlas, a repartir de arriba, de abajo o de donde quisiera, a marcar los ases con las uñas y a juntar los caballos con los reyes como si estuviera en un arreo. Se entrenaba barajando con una mano, haciendo volar los naipes de una a otra como pájaros obedientes. Aprendió a ganar de a poco, unas veces perdiendo, otras no, pero acumulando a fin de cuentas. Era el mayor jugador de brisca de toda la península, sin duda. Y, cómo no, también aprendió a echar los dados. Sin embargo, el mayor orgullo del muchacho era haber conseguido lanzar cuchillos a buena distancia sin fallar nunca.

El hijo de María se ganó para siempre el amor de las putas cuando le cortó la yugular a un marino que volvía de las Antillas. El hombre, con una cicatriz mal cosida marcándole un camino de culpas desde el ojo derecho hasta la barbilla, abusó de una desgraciada, y en un arranque de ira nacida de su impotencia le cortó el clítoris con las uñas. Apenas supo la desgracia, Hernández lo buscó hasta encontrarlo agachado cerca del Malbaratillo, como queriendo disminuir la estatura para no ser visto. El vengador llevaba dos puñales, uno en cada mano. Con cuatro dedos sobre las cachas y los pulgares sujetándolos como si fueran bastones, tenía las hojas pegadas a los antebrazos con los filos hacia afuera. Al pasar cerca del ofensor hizo un ademán con el pie derecho para levantarlo. Apenas el hombre se irguió pensando en cómo defenderse, el malabarista Hernández giró sobre las puntas de los pies como un bailarín y tan sólo levantó los brazos hasta la altura del cuello enemigo. En una vuelta, la sangre del desgraciado salió a borbotones de los dos surtidores hasta dejarlo seco muy pronto. El vengador había pensado llevarlo en bolsa, como se hacía con los ejecutados por la ley, descuartizados y puestos en sacos, pero decidió arrastrarlo por los pies como un objeto despreciable y aumentar en setenta kilos la densidad de monte Malbaratillo.

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