Camilo José Cela - La forja de un escritor (1943-1952))

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La forja de un escritor (1943-1952)): краткое содержание, описание и аннотация

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La forja de un escritor recopila cincuenta artículos, escritos entre 1943 y 1952, ordenados en tres apartados temáticos que abarcan las experiencias vitales del joven artista, las reflexiones sobre la escritura, y las consideraciones sobre la pintura, el cine, la música o la fotografía. Proceden de periódicos y revistas como
Arriba,
La Vanguardia Española,
Ínsula,
La Tarde o
Correo Literario.Los textos seleccionados ayudan a entender la obra creativa de Cela, así como otros aspectos de su personalidad.

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En Londres lloré y me conformé. A los cinco años era un grave ejemplo de conformidad. Entonces ya sabía que una reina montaraz y valerosa, y con más madera de mandar, ¡ay!, que mis abuelos, me había usurpado una corona entre bucólica y culta, entre eclesiástica y pastoril, mitad verde del campo que visitaban los cristianos del mundo, mitad verde de la mar que navegaban los últimos paganos del Atlántico —casi cristianos ya— con un santo pirata normando a la cabeza, san Olaf, y las campanas de la ciudad sumergida sonándoles en los oídos, cuando andaban la derrota del Gran Sol.

Miré para el agua gris del Canal y pensé que no podía desertar. Mi abuelo el mariscal no me lo habría perdonado. Ni mis otros abuelos, los pares corn­walleses que armaban al corso. Ni aun los otros, los pisanos más viejos, hartos ya por entonces de contar capitanes y cardenales: los Bertorini, a quienes odiaba el pueblo, los Este y los Cicognani.

Es el Atlántico, pensé, mi mar. Y me aguanté. Nadie, en mi casa, ha puesto jamás un mal gesto. Mi tía María, reina de Escocia, murió como una señora. Pedro, el mariscal, conde de la Frouxeira y de Castrón d’Ouro, señor de once lugares, perdió el cuello rezando la salve en latín.

Y mis tres amigos —¿por qué el destino se complace, a veces, en no desa­rraigarnos del todo?—, de cara al mar de Barcelona, quizás ni pensaran en mi desdicha, en la negra sombra que, como un hado maligno, me llevaba hacia el norte.

Pasaron los años golpeándome las carnes hasta que un día…

Fue como en los cuentos escandinavos. Un día llegué del brazo del buen tiempo; a la orilla del mar, una muchacha rubia me decía: ¿Adónde vas, caminante, tan deprisa, tan pensativo, que ni miras para mí?

Quiero que sepáis el día en que redescubrí Barcelona: fue el 23 de octubre de 1945, San Servando. La muchacha del cuento me llevó de la mano: Esta es mi casa, toda de cristal; cuando me desnudo, nadie pasa por la calle; tengo un caballo blanco que corre veloz como el viento, te lo voy a regalar.

La muchacha se marchó dejándome un ligero temblor en las yemas de los dedos…

Tardé en reponerme cuando regresé a Madrid. Barcelona fue esa amante enamorada que no nos deja, a fuerza de amor y amor —un beso, una reverencia, otro beso, otra reverencia—, tiempo para la ducha. Volé por las calles donde gozaba perdiéndome y me dejé llevar por los amigos —esa fruta que sabéis producir— del mar a la montaña, de Gaudí a Freyje —¿se acuerdan ustedes, don Juan Ramón [Masoliver], don Ángel [Zúñiga], don Álvaro [Ruibal]?—, del cafetín al gran restaurante.

No conocí el comedor del hotel donde viví —ustedes, don Augusto [Matons], don José [Janés], don Luys [Santamarina], don Luis [Miracle] no más (sin y griega), don Carlos [Maristany], don Guillermo [Díaz-Plaja], don Juan [Cortés], no me lo permitieron—, ni supe, ¡oh, bendición de Dios!, de la sucia color del dinero. Fui en el coche de don Ramón [Juliá], a casa de don Dionisio [Ridruejo], divagué con don Carlos [Mir] en su clínica, y conocí los manteles de don Xavier [Salas] y de don Pierre [Meunier]. Llegué en el tren de la costa a casa de don César [González Ruano], dejé una tarjeta en casa del ausente don Ignacio [Agustí] —a quien el día siguiente había de abrazar— y di la mano, las dos manos, a los museos. La mar se enfureció, ligeramente, en mi obsequio y unas monísimas apátridas cruzaron, por mí, sus largas, elegantes piernas de galgas de otros meridianos.

Recité versos, canté, bebí y no dormí, como los poetas de la antigüedad. Mi corazón se llenó de resonancias igual que una vieja y mohosa caja de música a quien, de repente, la mano de un niño hace temblar…

Esto fue.

UN ESCRITOR PASA POR MADRID

Por Madrid acaba de pasar, veloz como un meteoro, el escritor César González Ruano, el tantas veces olvidado de su nombre. César vive —va ya para dos años— retirado en la dulce costa de Sitges, de cara al mar latino, dándose incesantemente a la amistad, trabajando sin tregua y sin descanso, cantando en verso violento al violento amor, narrando en la prosa tersa y difícil la llana anécdota, la deleitosa historia.

Si el hombre es su dedicación y el nombre su mismo espejo, no fácil ha de venir a resultar encontrar hoy en España un escritor como César González ­Ruano, al que le cuadre —tan exactamente como anillo al dedo— el calificativo del oficio. Se piensa ya —sobre el equilibrio inestable de los treinta años— que el nombre de escritor, tan impreciso que no lo admiten ni en los contratos de inquilinato, solo podría darse, a poco que afinásemos, al escritor que, como el rayo del poeta, no cesa. Desconfiemos —ya va siendo, quizá, la hora de las desconfianzas— del escritor de un solo libro, del escritor cuya fortuna viene guardada por los perros —o los gansos capitalinos— del silencio o la omisión. Es posible que nos vayamos dando cuenta ya de que este oficio —entre bendición de Dios y malhadada forma de matar el tiempo— requiere un constante batirse, día a día, en la brecha, un permanente entregarse sin una sola claudicación, siempre gentil y sonriente, como una amante recién descubierta, a la ira o al aplauso de eso que no se conoce exactamente, de eso que tan exigente resulta como una recién casada y tan desleal, a veces, como un compañero de colegio; de eso que —en singular da menos miedo decirlo— hemos convenido en llamar «lector». Insisto en que no cuentan más que los que se entregan sin reservas: en la amistad, en el amor, en el odio, en la literatura, en las nobles artes del corazón, donde no caben ni el subterfugio ni el escondrijo. Yo lo he visto trabajar en su casa de Sitges —en su estudio, que le ofrece el mar sobre los tejados— o en el cafetín de la playa, el Chiringuito, que es ya el mismo mar, con su olor, su color y su sabor, y he recordado la vieja anécdota del viejo Baudelaire —que sabía el oficio de leer los corazones confusos— cuando, ante una dama que le preguntaba el porqué del insondable misterio de la inspiración, respondió, con una gracia elemental y antigua, con una sabiduría de hombre al borde de morir de madurez, con aquellas palabras que los escritores deberíamos llevar tatuadas en el dorso de nuestra mano derecha: «La inspiración, señora, es trabajar todos los días».

Por Madrid ha pasado y de Madrid se ha ido, una vez más, nadie sabe si en busca de la paz o en pos de la incertidumbre, el hombre que camina dejando tras de sí una estela firmísima de obra cumplida. Para muy pronto nos anuncia la aparición de varios eslabones más de la cadena que, aprisionándolo, nos libera. En estos días pasados en que volvió a escribir en los viejos cafés familiares, y volvió a caminar bajo las renovadas acacias, y dejó oír su poderosa voz al borde mismo de la madrugada en el corazón de la ciudad, César González Ruano tocó con las yemas de sus dedos las almas de sus amigos, que dormían de tedio —en un ambiente enmohecido cuando no hostil— porque preferían, ¡bendito sea Dios!, el sueño del aburrimiento a la muerte segura de la indiferencia.

Desde Sitges, como un vendimiador del Viejo Testamento, César González Ruano sonreirá quizás al leer estas líneas. Nosotros, los amigos que conocemos su secreto, su piedra filosofal, recogemos como un eco su sonrisa, que brilla luminosa a la luz violenta del mirador del Cau Ferrat, aquel mirador al que un día, sin saber lo que hacíamos, nos asomamos a ver el mar.

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