Camilo José Cela - La forja de un escritor (1943-1952))

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La forja de un escritor (1943-1952)): краткое содержание, описание и аннотация

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La forja de un escritor recopila cincuenta artículos, escritos entre 1943 y 1952, ordenados en tres apartados temáticos que abarcan las experiencias vitales del joven artista, las reflexiones sobre la escritura, y las consideraciones sobre la pintura, el cine, la música o la fotografía. Proceden de periódicos y revistas como
Arriba,
La Vanguardia Española,
Ínsula,
La Tarde o
Correo Literario.Los textos seleccionados ayudan a entender la obra creativa de Cela, así como otros aspectos de su personalidad.

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La golondrina anida en los tejados, la maternal paloma en los desvanes, y la gallina familiar, el cerdo familiar, la vaca familiar, el perro familiar —¡oh, manes de Renan!— duermen a la vera misma de la matrona celta, del patrón campesino y de los catorce hijos.

Mientras haya una matrona irlandesa, bretona, gallega, en el mundo, el mundo perdurará. Dios, como lo sabe todo, colocó con sabiduría en el Occidente grupos de madres.

En el balcón de madera, ya carcomido por la fecundidad, las mazorcas de maíz brillan —coloradas, doradas— madurando al viento, el hórreo guarda bajo la cruz el pan del año, y el palleiro, con su gabardina de heno, esconde en su vientre la aromática paja de la cosecha.

De la parra, sostenida por granito milenario, se cuelga la abundancia, y a su sombra juegan sus cuatro años de juegos los niños campesinos.

Un aire beatífico flota sobre Iria-Flavia, ingrávido como el vuelo de una estival libélula y lento como las rosas de la decadencia.

Don Ramón, que nació donde empieza la ría que aquí acaba y a la misma banda del mar, en la marinera Puebla del Caramiñal, escribió cualquier mañana, y bajo un manzano cualquiera, su son de muiñeira.

Cantan las mozas que espadan el lino,

cantan los mozos que van al molino,

y los pardales en el camino.

¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!… Bate la espadela.

¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!… Da vueltas la muela.

Y corre el jarro de la Arnela…

El vino alegre huele a manzana

y tiene aquella color galana

que tiene la boca de una aldeana.

El molinero cuenta un cuento,

en la espadela cuentan ciento,

y atrujan los mozos haciendo el comento.

¡Fun unha noite a o muiño cun fato de neñas novas

todas elas en camisa, eu n’o medio sin cirolas!

¡Ilustre chivo pagano, dulcísimo poeta! Y a su lado, más cerca aún de no­sotros, en la misma latina ciudad, Rosalía que se estremece ante el cementerio de alrededor de la Colegiata,

O simiterio d’Adina

N’hai duda qu’é encantador

C’os seus olivos escuros

mais vellos c’os meus abós!,

y que arrastra en su casa de la Retén, en su casa de Padrón, todo el duro lastre que el destino coloca, para hacerlo sangrar, en el corazón de los poetas.

Más atrás, Juan Rodríguez del Padrón, Macías el Enamorado, y la millenta de poetas que no pasaron de las puertas de sus casas porque tan tenue fuera su poesía que nadie sino ellos —y en cierto estado de ánimo, nada más— pudieran comprenderla.

Y sobre todos Virgilio.

Y cristianizando a Virgilio, Nuestro Señor Sant Yago. He ahí el milagro que nada tiene de milagroso más que la oscuridad que gentes oscuras intentan ver en el fondo, profundísimo y elemental —ancestralmente, depuradamente elemental—, del alma de la vieja Iria-Flavia, el último nombre latino de Occidente (un poco más al norte, finis terrae, no es cierto que haya nada más allá), y donde Dios, que tan bueno es conmigo, ha querido que naciera.

REMORDIMIENTO Y NOSTALGIA DE UNA PUESTA DE SOL

El Teatro Real termina en un cajón cuadrado. Encima del cajón, dos tejados que forman dos vertientes y la raya morada del horizonte. Palacio recoge sus cien chimeneas con cautela, casi con pudor, y el lago brilla allá a lo lejos, agazapado contra el suelo, semioculto entre los viejos árboles.

Tejados de las calles de Preciados, de la Ternera, de Tudescos, de Silva, de Jacometrezo, tejados de la plaza de Santo Domingo, de la Costanilla de los Ángeles, pobres y desvencijados como ancianos cocheros, tristes y misteriosos como señoritas solteronas, eternamente jóvenes y coquetas, perennemente presumidas y olvidadas.

Son las siete y media, las ocho menos cuarto de la tarde, y un leve vaho de sombra se levanta alrededor de las azoteas, de las cúpulas, de las torrecillas de los tejados de la ciudad.

La primavera es siempre un poco triste en su llegada, un poco nostálgica. A uno le remuerde la conciencia de ver de nuevo, ¡siempre de nuevo!, la eterna puesta de sol, de mirar, una vez más y con idéntico pasmo todavía, teñirse el cielo con sus graves y profundos colores, con sus inauditos colores que solo se ven —un brevísimo instante— de doce en doce meses, a cada nacimiento de la primavera.

Ser un bárbaro toda la vida. Cortar, hendir, tajar, incendiar y tronchar. Y de año en año, al nacer el mes de abril, asomarse a un balcón de la Gran Vía a ver morir la tarde,

con inmortales rosas,

con flor que siempre nace,

y cuanto más se goza, más renace.

Así lo quería fray Luis. De la otra manera vivimos los Trastámaras. Pero —¡ay!— un Trastámara que leyese a fray Luis y con fray Luis soñara —el balcón a los pechos, una tarde, en Madrid, mirando al noroeste— quizá fuese un lejano modelo.

La luz está apagada y uno escribe, medio en tinieblas, con el claror que aún la tarde dejó en el espíritu. Hasta aquí arriba no llegan, claros, partidos, los ruidos de la calle. Llega un rumor callado de voceadores de periódicos, de timbres de tranvías, de motores de automóvil. Los anuncios luminosos de la avenida ­

—cines, agencias de seguros, bancos, bombonerías: el mejor anís y refrescos sin alcohol— tiñen al transeúnte de sarampión, de ictericia, de hígado o de azulenca tuberculosis.

Por encima, en la llanura, tres, cuatro luces, dispersas, solitarias.

El tiempo pasa y el sol, lejano ya, alumbrará a estas horas olas estremecidas de la mar, tierras distantes.

La noche ha llegado, como siempre, sin avisar. Ante nosotros —distraídos un instante—, el azul y el granate del horizonte son ya negror intenso, cerrada oscuridad.

En la llanada, solitarias, dispersas, seis, ocho luces más.

Detrás de las ventanas alumbradas, una mujer se peina, un niño duerme, un viejo lee cuidadosamente un olvidado libro.

Unas luces se apagan y otras se encienden. Unas ventanas se abren y otras se cierran.

Aquellas siete de allí son la Osa Mayor. Aquellas forman la figura de Casiopea. Aquellas otras la de Andrómeda. Aquellas de más allá la de la Cabellera de Berenice.

Una nube liviana las vela,

toca de rebozo

porque no las vea.

BREVE ESTAMPA DEL JARDÍN DE UN PAZO

Tiembla el orballo suave, sobre el cristal, y el viejo salesiano mira, vagamente, para los tulipanes y las rosas que cercan el pazo.

El pazo está enfrente de La Coruña, al otro lado de la mar, cerca del otro pazo, el de Meirás, más suntuoso, menos misterioso. Está en un hoyo profundo, oculto casi a la vista del caminante.

Porque el pazo es eso. Es la hierba que nutre al ancestral y dorado buey, es el verdín que nace de la fértil humedad del granito, es el señor —en el nuestro, es un viejo cura rodeado de bienaventuranzas— que mira, día a día, cómo florece la violeta al pie de la piedra del camino, cómo vuela el palomo sobre el tejado que cobija, amoroso, todo un mundo jocoso y tremendo de duendes y ratones, de meigas y frágiles arañas, de viejos baúles arrumbados que fueron bagaje —hace a lo mejor tres siglos ya— de aquel príncipe extranjero cuya leyenda aún cuentan los viejos celtas campesinos y cuya alma anda vagando, hasta que Dios quiera darle su perdón, con la Santa Com­paña.

El cura lee sabidurías en su libro de meditaciones, y a lo lejos, el alma de don Ramón hace cantar a sus mozas la vieja canción que se escucha por dentro, como una caracola que repite, desde la sala en silencio, el bronco mar.

Por el jardín, con sus leiras de jacintos, de nardos, de jazmines, la lluvia persigue incesantemente la tierra agradecida.

El mirto dibujó hace tiempo la senda que los años no quieren sino esfumada, y el boj, casi solemne, asiste impasible al llanto del sauce llorón. El boj, como es cruel, se quedó pequeño, inelegante; no es desgraciado, pero, ¡ay!, tampoco es grácil. El sauce, tierno y esbelto, le perdona…

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