José Alfredo Páramo - Allegro Molto. 60 Años de Anécdotas

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Allegro Molto. 60 Años de Anécdotas: краткое содержание, описание и аннотация

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Artistas, escenarios y públicos son elementos, si no «condenados a la perfección» como hubiera dicho Juan José Arreola por lo menos obligados a no estorbar y no estorbarse en su misión delicada. Las bambalinas de un concierto no comienzan con él, ni se extinguen al aplauso final. Los anecdotarios han hecho de directores y solistas; de salas de concierto y aun de los más modestos aficionados, actores protagónicos a veces dignos de la inmortalidad. Toda una vida ha hecho de José Alfredo Páramo, maestro de Periodismo, un escritor musical autorizado por su cultura, con experiencia y humor que aquí demuestra contando sus propias anécdotas, donde comprobamos una vez más que la música también da risa.

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Desde que sus seis pequeñines se convirtieron en mozalbetes; es decir, llegaron a la adolescencia y adquirieron la mentalidad, usos, costumbres, pompas y vanidades de los jovencitos de su edad o, en otras palabras, “se pusieron en la onda de los demás chavos”, se acabó para siempre su bienestar.

Escuchaban incansablemente cantantes y grupos que, en aquel tiempo, estaban de moda: los Bostoh, los Revanche y la Electric Light Orchestra; Nanette Workman (la cantante canadiense que empuñaba la guitarra eléctrica como si fuera una ametralladora)... Todos ellos taladraban su nervio acústico durante la tarde y gran parte de la noche.

Familiares, vecinos y compañeros de trabajo aseguraban que se había vuelto agresivo, irritable... neurótico. No faltaba quien sospechara que empezaba a dar muestras de una conducta francamente antisocial: un día pretendió golpear a uno de sus hijos que comparaba a Lennon con Beethoven.

Mea culpa

Desde mi lejana infancia, pude comprobar el tremendo poder que posee la música para acongojar a algunas personas. Confieso avergonzado haber hecho llorar a mi abuela Julia el día que, a pesar de su insistencia, desoí su orden de bajar el volumen de la radio en que escuchaba la transmisión en vivo de El poema del amor y del mar, de Chausson.

No podía concebir que esa música suave y encantadora pudiera causarle molestia alguna. Ahora comprendo que la definición de música detestable podría ser: “la que escucha el otro”. Y en verdad que soy sincero al dar a mi abuelita una disculpa post mortem.

Bájale a ese ruido

Uno de los primeros mártires de mi diletantismo fue mi padre, a pesar de que las relaciones fueron, en nuestro caso, bastante buenas.

En aquellos tiempos, no solía hablarse de la “brecha de las generaciones”. Como quiera que haya sido, no nos separó brecha alguna... una rendijita si acaso.

Esa diminuta fisura la abrieron los crescendi de Beethoven, los volúmenes orquestales de Wagner, los ritmos frenéticos de Stravinsky y, por raro que parezca, la tierna y aparentemente inocua música de Chopin, el héroe de mi adolescencia, que canta nostálgico a la patria lejana.

Una noche en que ya dormía toda la familia, me dispuse a escuchar los veinte Nocturnos para piano del músico polaco. Contaba yo 15 años y, como solía suceder a esa edad en tiempos pasados, era presa del romanticismo.

El ambiente tenía que ser propicio: apagué la prosaica luz eléctrica para encender en su lugar una vela, síntesis de la poesía. Cerré los ojos y entré en éxtasis. Pero en cuanto vibraron en el aire las primeras notas del Nocturno en si bemol menor con el que se inicia el ciclo, papá despertó sobresaltado y se dirigió a mi recámara.

—¡Baja el volumen de ese ruido! –me ordenó con un tono insólitamente autoritario.

Sentí como si me hubiera dado una bofetada. “Ha blasfemado”, pensé. “Llamar ruido a la música del compositor más exquisito de la historia es la más impúdica de las irreverencias”.

—Papá –respondí lleno de orgullo–, estoy dispuesto a bajar el volumen, pero quiero que comprendas que eso no es ruido; es... ¡música de Chopin!

—Es ruido y le bajas.

—Papá, por favor, no digas eso. ¿Cómo va a ser ruido?

Don Alfredo Páramo Castro interpretó la defensa que hacía de la música chopiniana como un desafío a su autoridad y, contra su costumbre, decidió recurrir a otro tipo de argumento.

Aquélla fue, por cierto, la última ocasión en que me sacudió violentamente el polvo del antifonario.

Muera el canto gregoriano

Uno de mis hermanos fue otra de las víctimas de la forma compulsiva en que yo escuchaba la música.

Una noche, al regresar a casa, le avisé que había decidido contraer matrimonio. Al principio creyó que se trataba de una broma; pero cuando le aseguré que hablaba en serio, exclamó eufórico:

—¡Hasta que voy a dejar de escuchar tu canto gregoriano todos los domingos!

Su alegría era sincera y dio muestras de ello. En su euforia me ofreció numerosos regalos de boda, entre los que figuraba una estufa magnífica que, décadas después, seguía en servicio activo.

Tres golpes para matar a Mahler

Hace algún tiempo, mi amigo el pintor me invitó a su atelier a escuchar una versión de la Quinta Sinfonía de Mahler que ponderó mucho.

Cuenta con un aparato estereofónico cuyos amplificadores son capaces de alcanzar un volumen que supera en decibeles el estruendo de un avión de reacción.

Llenó un vaso con whisky y agua mineral; el otro, con vodka y jugo de piña, me lo ofreció. Cerró puertas y ventanas y dispuso las luces después de haber desconectado la bomba de sus acuarios para que el burbujeo no deteriorara la audición. Finalmente, cruzó la estancia de puntillas y se sentó junto a su caballete.

Los sones de la marcha fúnebre que inician esta sinfonía llenaron el estudio a un volumen moderado. Pero Mahler, genio de los contrastes, pronto habría de obsequiarnos con su espléndida pirotecnia orquestal.

Los vecinos se aprestaron al combate desde un departamento cercano:

Cuídate, Juan, que ya por ai te andan buscando; son muchos hombres, no te vayan a matar.

Mahler, heroico, resistió el atentado.

Minutos después, repiqueteó el teléfono con insistencia, pero Mahler seguía invicto.

Cuando nos disponíamos a escuchar un pasaje en el que hay un sorpresivo empleo del triángulo, sonaron tres golpes a la puerta del estudio. Una dama de avanzada edad, muy demacrada, de finos modales y acento extranjero, para quien la situación, evidentemente, resultaba penosa, suplicó:

—Oiga, vecino, esto es un infierno. ¡No puedo dormir! Me revuelvo constantemente en la cama: Mahler a mi izquierda y Juan Charrasqueado a la derecha son demasiado para mí. ¡Tenga piedad!

Murió Mahler.

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