Durará este encierro

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Frente al desconcierto y el miedo por la irrupción de la pandemia, frente a la, casi inmediata, cuarentena impuesta por el gobierno, las tres editoras de este libro convocaron a escritoras peruanas para que expresaran sus emociones a través de las palabras.
Cincuenta y tres escritoras aceptaron el reto, y durante el inicio de la crisis trabajaron los textos que componen esta miscelánea de desconcierto, optimismo, desesperanza, solidaridad, desorden, vigilancia, miedo y mucho más.
Durará este encierro es un registro de los primeros días de la pandemia, la memoria de estas mujeres, desde distintas ciudades del Perú y del mundo, voces que, en medio de una tragedia, con diversos relatos, poemas, crónicas o cuentos construyen a retazos una radiografía de un momento significativo en la historia.

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Lunes 23 de marzo

Agnes Darnell

Alina Gadea

Lima

Agnes Darnell no concebía la vida sin un hombre al lado. Un viejo amor de juventud, una ilusión, una fuga, un matrimonio, un hijo muerto, un horrible suicidio. Un divorcio. Otro matrimonio, una traición y una ruptura. Una hija lejana. El desamor y el desengaño. La daga del recuerdo; el hijo adorado en sus últimos momentos traspasa su ser. Varios intentos más en el camino. Agnes pinta grandes lienzos que por temporadas le permiten olvidar el dolor de ese puñal y su enorme cama solitaria.

Ya está mayor, pero conserva su figura de niña, sus ojos rasgados y celestes. Tiñe desde hace años su pelo de rojo, con un corte asimétrico y moderno. Viste casacas de cuero negro o rojo, como una vocalista de rock, y canta con una voz de soprano canciones pop. Ella ya lo sufrió todo, lo dio todo y lo vivió casi todo. Solo quisiera dormir mecida todas las noches en los brazos de un hombre propio. No de uno circunstancial, efímero.

Un último intento. «Vamos, Agnes», se dice mirándose al espejo con sus puntiagudos zapatos de tacón. Sale, baila, canta, ríe, coquetea, besa y abraza. Se acuesta con un hombre más joven. Unos meses después se repite que ha sido un error. Otro desencanto. Él solo quiere alejarse. Calla. No la mira, no la besa y no la toca. Agnes está sola entre sus lienzos. Sesenta años, varias vidas, varias caídas, vueltas de campana y descarrilamientos. Choques y naufragios. En su casa, el domingo es un día aterrador en que toda la soledad del mundo parece agolparse en su pecho. Pero aun así ella insiste en que la vida la espera en alguna parte. Es un día claro y con sol y ha aparecido un hombre en el barrio. Unos días después comprueba que el sexo y el amor no han quedado atrás. Los meses pasan en la tibieza de la cotidianidad y ambos hacen de esa casa un lugar especial. Caminan de la mano y regresan cada tarde a ese cuarto como a un nido. Antes de dormir, oyen las noticias. Una pandemia. Orden de inamovilidad. Se miran. Un contagioso virus invade el planeta. Se abrazan. Mascarillas, guantes, dos metros de distancia. Se acarician. Aislamiento social. Toque de queda. Las personas mayores deben tener más cuidado que nadie y no salir de casa. Duermen.

Los días pasan y ninguno de los dos sabe cuándo podrán salir. Cuándo verán a alguien más. Pero Agnes nunca se sintió mejor. Lee y toma sol en su terraza. Riega sus flores. Pinta sus grandes lienzos de colores, piensa, se estira y canta en el balcón. El mundo está detenido afuera, pero más vivo que nunca dentro. Algo como un velo transparente la protege del antiguo dardo del dolor. Y entre películas y conversaciones, la mesa está puesta para dos, las copas están llenas y la cama es un mundo con un hombre al lado que la mece hasta hacerla dormir. Un hombre propio que no es circunstancial ni efímero y que nunca se sintió mejor.

Hoy: pasado constante

Andrea Cabel

Lima

A lo largo del día me detengo muchas veces a entender el arte de domesticar espacios. Katelyn Ohashi, Surya Bonaly, Simone Biles crean infinitas dimensiones en un plano lleno de esquinas. Su cuerpo es una herramienta moldeada para trascender el aire, la gravedad; para trascender la altura de sus saltos. Y yo quisiera sentir esa libertad, sentir ese ritmo que persigue a la música, y que no es la música misma. Eugeni Plushenko, por su lado, tiene alas invisibles. Con ellas corta el aire, el hielo, tiene la precisión de un cuchillo afilado contra el frío. Respiro y tomo mis pulsaciones. Camino una y otra vez hasta reunir los kilómetros que mi cuerpo necesita. Estoy sin zapatos midiendo cuánto espacio queda entre mi mirada y la de ellos. El tiempo marcando cada centímetro se amplía y llegan bostezos a la puerta, tímidamente queriendo abrirla.

Mi memoria engarza sonidos: miles de pelícanos viajando sobre unas rocas escondidas y atrapadas en el corazón del mar. Mi mente adquiere la forma de una gaviota y abro mis pulmones. Miro los ojos de este atardecer tan naranja, y comienzo a dibujar una escena, luego otra, hasta que pasan las horas y mis piernas están cansadas de escribirse una y otra vez. Despegamos todo el tiempo, le digo. Despegamos y nos miramos las manos; no hay heridas, no tenemos sangre caída, es solo agua, un poco de azúcar y este perfume de verano que se extiende. Abres y cierras libros. Miras las páginas como si fueran recuerdos de algún viaje pasado. Yo te miro como si fueras un sueño que se repite hasta dolerme. A veces los planos se mezclan, se cortan, y Plushenko está cortando el suelo tan blandamente sólido de las gimnastas. Debe haber algún heroísmo en encajar tanta fuerza en los brazos. Debe haber alguna reencarnación específica para todos los músculos de sus piernas. Quisiera tener sus lesiones, me repites. Quisiera mover mis brazos como lanzando un infierno afuera.

Nuestro encierro, te digo, está tan lleno de carreras contra el tiempo, está tan lleno de palabras y de silencios, que es imposible sostenerlo. Y te repito lo que dijera Salinas: «Cuando tú me elegiste —el amor eligió— salí del gran anónimo de todos, de la nada». Te conviertes en gato, en una uña, en pedazos de cartílago y yo te amo. Otra vez, nuevamente. La calle aparece. Es imposible cerrar el cuerpo, los ojos. Tampoco somos bestias incapaces de mirar al otro. Hay aún varias mujeres que salen a tanto espacio vacío con tercas bolsas de caramelos. Una pide pañales. Otra suplica fideos, atún, algo para el día. El ritmo abstracto de los videos de Plushenko, de Ohashi, de todos, se detiene, y la prioridad está en la resistencia de estas mujeres que aumenta, que crece, que toca mi puerta, que me pide sin pedirme. Entonces el encierro acaba. Se caen los vidrios, la piel tan cerrada.

Un día despertaremos

Christiane Félip Vidal

Lima

Un día despertaremos y todo habrá cambiado: Bolsonaro, Putin, Trump, Maduro, Erdogan, Kim Jong-un habrán desaparecido bajo una lluvia de virulentas partículas que, tales misiles inteligentes, apuntaron a sus cabezas coronadas.

Un día despertaremos y todo habrá cambiado: en las ciudades las mujeres caminarán sin miedo de día, de noche, por calles, avenidas y malecones. Se sentarán a tomar un café, un té, una copa de vino, a disfrutar de la charla de otr@s, del abrazo de otr@s. En el campo se sentarán a ver el renacer de la naturaleza sobre los antiguos suelos mineros y se juntarán recordando leyendas y ritos, danzas y cantos.

Un día despertaremos y todo habrá cambiado: los delfines y los patos retozarán en los canales de Venecia; ciervos, zorros, cabras, jabalíes, elefantes y pavos reales pasearán por las calles de ciudades vacías, recuperando los espacios que alguna vez el ser humano les arrebató.

Un día despertaremos y todo habrá cambiado: le sacaremos punta a lápices con olor a madera o mojaremos una pluma en tinta violeta y escribiremos cuentos en papel a raya con la letra redonda de nuestros cinco años.

¿Bonito?

¡No me digan que se lo creen!

Porque las utopías que nacen en tiempos de crisis no duran. Porque el ser humano no aprende y la Historia se repite.

Por eso, un día, otro día, despertaremos y nada habrá cambiado.

Pandemia

Claudia Paz

Lima

«Pandemia causada por coronavirus», leí en el Instagram de un diario local. Era viernes 13 de marzo de 2020. ¿2020? El 2020 supuestamente era un número hermoso, según mi romanticoide y sentimentaloide modo de pensar. No me creí tal noticia. Era una mañana soleada y calurosa, y había caminado muchísimo hasta mi taller, donde suelo pintar y crear cosas mágicas junto a mis hermanos. Pasaron las horas y se voceaba una posible cuarentena. Al día siguiente, sábado, las noticias comunicaban que el número de infectados había subido en Lima. No lo tomé a la tremenda. Salí a comprar junto a mi hijo Chavi, el segundo, piqueos y una botella de vino para hacerles una visita a mis padres por la tarde. Tomé un taxi de aplicación, el servicio más costoso, para estar tranquila con la limpieza del auto. Pasamos una linda velada. Al despedirme de mis padres, lo hicimos con un abrazo fuerte, acostumbrado.

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