Gustavo Jordán Astaburuaga - Los almirantes Blanco y Cochrane

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El 9 de octubre de 1818 se hacía a la mar desde Valparaíso la primera Escuadra que Chile había podido organizar, fuerza en torno a la cual se consolidaría un poder naval de crucial importancia para la emancipación no sólo de nuestro país, sino también del Perú. A dos siglos de este hecho, el libro Los almirantes Blanco y Cochrane y las campañas navales de la Guerra de Independencia, de Gustavo Jordán Astaburuaga y Piero Castagneto Garviso, es la única obra disponible centrada en el aspecto naval de este conflicto, que toma como ejes a ambos personajes retratados en toda riqueza de sus vidas, con sus puntos altos y bajos, virtudes y defectos. En paralelo a sus biografías, las operaciones navales se han analizado recurriendo a una amplia documentación y bibliografía, así como a un atractivo acompañamiento iconográfico que incluye imágenes inéditas o muy poco conocidas.

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Y en efecto, esta actitud de evitar formar élites intelectuales, industrias o trabajadores con cierta calificación en América, también fue causa de que en Chile no hubiese marinos cuando eran más necesarios, al comienzo de las guerras por la emancipación.

Manuel realizó este viaje bajo el cuidado de dos oidores, colegas de su difunto padre, a bordo del buque Infante Don Francisco de Paula, con destino al puerto de La Coruña, Galicia que era, recordemos, la tierra natal de su progenitor. Conjetura el autor Pedro Pablo Figueroa que acaso este viaje “le inspiró el amor a las olas y a las brisas del océano, y quiso ser soldado naval”.43

Llegado a La Coruña, se alojó en casa del Almirante José Joaquín de Bustamante y Guerra, de destacada trayectoria, tanto pasada como futura. En efecto, para ese entonces Bustamante ya tenía su renombre, tanto por acciones de guerra como por la extensa expedición científica que dio la vuelta al mundo entre 1779 y 1784, realizada junto a su camarada, Alessandro Malaspina. Posteriormente, Bustamante seguiría teniendo una carrera tan destacada como controvertida, y nos hemos detenido brevemente en su figura por ser el primer personaje del mundo naval que el casi adolescente Manuel conocería en su vida, un típico representante de la Armada española formado en la época de la Ilustración, con una hoja de servicio a caballo entre dos siglos.

Pero el objeto de su viaje no estaba en La Coruña, sino en Madrid, donde gracias a los contactos de su tío pudo ingresar al Seminario de Nobles para continuar su educación. Gracias a sus maneras finas y distinguidas, Manuel pudo vencer la distancia inicial de sus condiscípulos peninsulares por los criollos americanos y supo ganarse afectos, recibiendo el apodo cariñoso de “Blanquito”,44 y recibir enseñanzas de destacados profesores de la época. Allí también –acota Vicuña Mackenna–, tuvo como compañero de estudios al futuro escritor y dramaturgo Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, amistad “que fue guardada medio siglo”.45 También conoció al Conde de Montijo, padre de Eugenia, futura esposa de Napoleón III y emperatriz de Francia, origen de otra amistad duradera.

No tardaría mucho en evidenciarse su vocación, y en 1805 pasaría a la Academia Náutica de la Isla de León. Si la información de sus años de infancia y juventud es más bien parca, lo referente a este, su período formativo como marino, es realmente escasa, y una de las pocas fuentes disponibles se conserva en un testimonio de Bernardo O’Higgins, de sus años de exilio en Perú. Este, que tuvo dispares relaciones con Blanco, incluyendo momentos de francas diferencias, relataba a su secretario privado, en tono un tanto socarrón, que se había informado que: “durante su aprendizaje el joven Guardiamarina, tuvo que aprender como adrizar, timonear y lanzar el escandallo, pero mostró también gran diligencia en aprender a bailar, a jugar, impresionar a las señoras y cuidarse de su propia persona”.46

En 1807, Blanco egresó al servicio de la Armada española embarcándose como Guardiamarina de la cañonera Carmen. Su bautismo de fuego fue en Cádiz, en la acción desarrollada entre el 8 y el 14 de junio de 1808, cuando fuerzas navales y terrestres bajo el mando del Almirante Juan Ruiz de Apodaca, capturaron una Escuadra francesa de seis navíos, en una de las primeras acciones de la guerra contra Napoleón. En la ocasión, el joven Blanco tenía a su cargo un mortero, con el que perfeccionó sus conocimientos de artillería y tuvo su bautismo de fuego, defendiendo con él uno de los accesos al arsenal gaditano de La Carraca, y causando gran daño al enemigo. Su desempeño le valió ser condecorado y ascendido a Alférez de Fragata efectivo.

En casa de su tío (y tocayo) Manuel, conoció también al joven chileno José Miguel Carrera, recién llegado a la Península para incorporarse al regimiento de caballería Farnesio. Acaso este primer encuentro fue importante para el cultivo del germen revolucionario que ambos llevaban.

Siendo ya un oficial naval hecho y derecho, una vez más operaron los contactos del tío Manuel, para recibir un destino que le significara volver a América, como era su deseo. Ahora fue transbordado al Apostadero Naval del Callao, para lo cual se embarcó en la fragata Flora rumbo a Buenos Aires, donde pudo abrazar a su madre y hermanas, para luego atravesar la pampa y el macizo Andino, rumbo a Chile, antes de seguir al Perú.

Llegaba por primera vez a Santiago, y, por lo tanto, conocía el lugar donde había nacido su madre y pudo también conocer a su otro tío materno, Martín, quien también fue una influencia importante para él. Permaneció en la capital chilena algunos meses. No deja de llamar la atención el hecho que, a la larga, Blanco Encalada haya optado por la nacionalidad chilena, pese a que no conoció esta tierra antes de los 18 años. El historiador Rodrigo Fuenzalida lo explica con una razón que hemos anticipado:

“El hecho que el niño Manuel no haya virtualmente conocido a su padre, por cuya memoria siempre tuvo extrema veneración, hizo que sus más tiernos afectos los vaciase hacia su madre, a cuya vida se consagró por entero”.47

Su principal biógrafo complementa este juicio al señalar que, dado el cosmopolitismo que rodeó su cuna, pudo adoptar como patria a la nación que le ofreciese más porvenir; “sin embargo, no titubeó en aceptar como suya la patria de su madre, a la que sirvió como el más amante de sus hijos”.48 Esto se evidencia en su epistolario, del que cabe citar, por ejemplo, su carta del 25 de junio de 1809, donde describe en gratos términos la ciudad de Santiago, que acababa de conocer.49

El Alférez de Fragata Blanco Encalada llegó al Callao a ponerse a las órdenes del Comandante General de Marina, Joaquín de Molina, su primo hermano y en ese destino lo sorprendió el comienzo de los movimientos revolucionarios en América, en 1810. Diversos autores como los ya citados, están de acuerdo en que, al parecer, para ese entonces las simpatías del joven oficial ya se estaban inclinando por el bando que buscaba la emancipación, aun cuando este proceso se fuese decantando de forma paulatina. Al menos hay un hecho concreto: su tío materno ya mencionado, Martín Calvo de Encalada era simpatizante de este movimiento en Chile, fue miembro de la Junta de Gobierno de 1811, integró el mismo año el primer Congreso, y luego estuvo a cargo de la autoridad ejecutiva provisoria. Ambos mantuvieron un activo intercambio epistolar sobre los acontecimientos en curso.

El hecho es que el Virrey Abascal decidió enviar a Blanco Encalada de vuelta a la Península, entonces en plena guerra entre los ejércitos español, británico y portugués más las guerrillas locales, contra el invasor francés. Pese al buen desempeño del joven Alférez de Fragata, esta orden parecía, más que un destino auténtico, un castigo por sus supuestas ideas subversivas, al enviarlo directamente a la guerra, o bien, una forma de deshacerse de un oficial que podría traerle complicaciones. La historia comenzaba a acelerarse en América; la vida de Blanco Encalada, también.

Al retornar a España se le encomendó el mando de una cañonera como parte de las defensas de Cádiz, pero esta nueva destinación duró poco y, una vez más, influencias mediante, el joven oficial naval pudo arreglárselas para regresar a América, en 1811. Esta vez su destino era Montevideo, a las órdenes del General Francisco Javier de Elío, uno de los jefes destacados que habían hecho frente a las invasiones inglesas al Río de la Plata, y que en ese momento era titular de dicho virreinato; de hecho, pasaría a la historia como el último Virrey. Sus nuevos superiores no tardaron en compartir las mismas sospechas que había tenido Abascal en Perú, y para corroborarlas, se envió a Blanco a cumplir tareas de guerra contra las sitiadas fuerzas patriotas de Buenos Aires, las que este oficial rehusó cumplir alegando relaciones de familia con los revolucionarios platenses. En efecto, se le ordenaba atacar a la ciudad donde había nacido, cosa que su hermano Ventura no duda en calificar de “barbarie”, en sus recuerdos.50

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