Elena G. de White - Los Ungidos

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El único Rey y Profeta que no pecó fue Jesús, el Cordero de Dios. Y solamente él puede llevar los pecados del mundo, nuestros pecados. Sin embargo, podemos aprender de los éxitos y los fracasos de los ungidos de Dios, conforme está registrado en la Biblia. Los relatos de su vida revelan el gran amor y la paciencia que Dios tiene por todos nosotros, y su deseo de perdonarnos y darnos un nuevo corazón y una mente renovada, para que podamos vivir una vida mejor en este mundo y alcanzar la vida eterna en el mundo por venir.Resalta las grandes lecciones morales que deben aprenderse de los triunfos, las derrotas, las apostasías, el cautiverio y las reformas de Israel.

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Considerando su habilidad extraordinaria, Hiram exigió un salario elevado. Gradualmente, los principios erróneos que él seguía llegaron a ser aceptados por sus asociados. Mientras trabajaban día tras día con él, hacían comparaciones entre el salario que él recibía y el propio, y empezaron a olvidar el carácter santo de su trabajo. Perdieron el espíritu de abnegación. Pidieron salarios mayores, y les fue concedido.

Los pasos que llevaron a la apostasía

Las influencias funestas así creadas se extendieron por todo el reino. Los altos salarios daban a muchos la oportunidad de vivir en el lujo y el despilfarro. Los ricos oprimían a los pobres; casi se perdió el espíritu de altruismo. En los efectos abarcantes de estas influencias puede encontrarse una de las causas principales de la terrible apostasía de Salomón.

El agudo contraste entre el espíritu y las motivaciones del pueblo que había construido el Tabernáculo en el desierto y los que impulsaron a quienes erigían el Templo de Salomón, encierra una lección de profundo significado. El egoísmo gobierna el mundo hoy. En todas partes la gente busca los puestos y los sueldos más altos. Muy rara vez se ve la gozosa abnegación de los que construían el Tabernáculo. Pero un espíritu tal es el único que debiera impulsar a quienes siguen a Jesús. Cuando dijo: “Vengan, síganme, y los haré pescadores de hombres” (Mat. 4:19), no ofreció ninguna suma definida como recompensa por sus servicios. Debían compartir su abnegación y sacrificio.

Al trabajar, no debemos hacerlo por el salario que recibimos. La devoción abnegada y un espíritu de sacrificio han sido siempre y seguirán siendo el primer requisito de un servicio aceptable. Nuestro Señor quiere que no haya una sola fibra de egoísmo entretejida con su obra. Debemos dedicar a nuestros esfuerzos el tacto y la habilidad, la exactitud y la sabiduría, que el Dios de perfección exigió de los constructores del Tabernáculo terrenal; y sin embargo, en todas nuestras labores debemos recordar que los mayores talentos o los servicios más brillantes son aceptables tan solo cuando el yo se coloca sobre el altar, como un holocausto vivo consumido.

Otra de las desviaciones de los principios correctos, que condujeron finalmente a la caída del rey de Israel, se produjo cuando este cedió a la tentación de atribuirse a sí mismo la gloria que pertenece solo a Dios. Desde el día en que fue confiada a Salomón la obra de edificar el Templo hasta el momento en que se terminó, su propósito abierto fue “construir un Templo en honor del Señor, Dios de Israel” (2 Crón. 6:7). Este propósito lo confesó ampliamente delante de las huestes de Israel congregadas cuando fue dedicado el Templo. Uno de los pasajes más conmovedores de la oración elevada por Salomón es aquel en que suplica a Dios en favor de los extranjeros que viniesen de países lejanos a aprender más de él. Salomón elevó esta petición en favor de cada uno de esos adoradores extranjeros: “Cuando ese extranjero venga y ore en este Templo, óyelo tú desde el cielo, donde habitas, y concédele cualquier petición que te haga. Así todos los pueblos de la Tierra conocerán [...] que en este Templo que he construido se invoca tu nombre” (vers. 42, 43).

Uno Mayor que Salomón había diseñado el Templo. Los que no sabían esto admiraban y alababan naturalmente a Salomón como arquitecto y constructor; pero el rey no se atribuyó ningún mérito por la concepción ni por la construcción.

Visita de la reina de Sabá

Así sucedió cuando la reina de Sabá vino a visitar a Salomón. Habiendo oído hablar de su sabiduría y del magnífico Templo que había construido, resolvió “ponerlo a prueba con preguntas difíciles” y conocer por su cuenta sus obras famosas. Acompañada por un séquito de sirvientes, hizo el largo viaje a Jerusalén. “Al presentarse ante Salomón, le preguntó todo lo que tenía pensado”. Salomón la instruyó acerca del Dios de la naturaleza, del gran Creador, que mora en los cielos y lo rige todo. Y “él respondió a todas sus preguntas. No hubo ningún asunto, por difícil que fuera, que Salomón no pudiera resolver” (10:1-3; 2 Crón. 9:1, 2).

“La reina de Sabá se quedó atónita al comprobar la sabiduría de Salomón y el palacio que él había construido”. Reconoció: “¡Todo lo que escuché en mi país acerca de tus triunfos y de tu sabiduría es cierto! No podía creer nada de eso hasta que vine y lo vi con mis propios ojos. Pero, en realidad, ¡no me habían contado ni siquiera la mitad! Tanto en sabiduría como en riqueza, superas todo lo que había oído decir” (1 Rey. 10:4-8; 2 Crón. 9:3-6).

La reina había sido cabalmente enseñada por Salomón con respecto a la Fuente de su sabiduría y prosperidad, y ella se sintió constreñida, no a ensalzar al agente humano, sino a exclamar: “¡Y alabado sea el Señor tu Dios, que se ha deleitado en ti y te ha puesto en el trono de Israel! En su eterno amor por Israel, el Señor te ha hecho rey para que gobiernes con justicia y rectitud” (1 Rey. 10:9). Tal era la impresión que Dios quería que recibiesen todos los pueblos.

Si Salomón hubiese continuado desviando de sí mismo la atención de los hombres para dirigirla hacia quien le había dado sabiduría, riquezas y honores, ¡cuán diferente habría sido su historia! Pero, elevado al pináculo de la grandeza y rodeado por los dones de la fortuna, Salomón se dejó marear, perdió el equilibrio y cayó. Constantemente alabado, permitió finalmente que los hombres hablasen de él como del ser más digno de alabanza, por el esplendor incomparable del edificio proyectado y erigido para honrar el “nombre de Jehová Dios de Israel”.

Así fue como el Templo de Jehová llegó a ser conocido entre las naciones como “el Templo de Salomón”. El agente humano se atribuyó la gloria que pertenecía a Aquel que “más alto está sobre ellos” (Ecl. 5:8). Aun hasta la fecha el Templo del cual Salomón declaró: “Comprenderán que en este Templo que he construido se invoca tu nombre” (2 Crón. 6:33), se designa más a menudo como “Templo de Salomón”.

No podemos manifestar mayor debilidad que la de permitir a los hombres que le tributen honores por los dones que el Cielo les concedió. Cuando exaltamos fielmente el nombre de Dios, nuestros impulsos están bajo la dirección divina y somos capacitados para desarrollar poder espiritual e intelectual.

Jesús, el Maestro divino, enseñó a sus discípulos a orar: “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre” (Mat. 6:9). No debían olvidarse de reconocer: “ Tuya es... la gloria” (vers. 13, RVR). Tanto cuidado ponía el gran Médico en desviar la atención de sí mismo a la Fuente de su poder, que la multitud, asombrada, “al ver a los mudos hablar, a los lisiados recobrar la salud, a los cojos andar y a los ciegos ver”, no lo glorificaron a él, sino que “alababan al Dios de Israel” (15:31).

“Así dice el Señor: Que no se gloríe el sabio de su sabiduría, ni el poderoso de su poder, ni el rico de su riqueza. Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe de conocerme y de comprender que yo soy el Señor” (Jer. 9:23, 24).

Otra enorme perversión del plan de Dios

La introducción de principios que inducían a la gente a glorificarse a sí misma, iba acompañada de otra grosera perversión del plan divino. Dios quería que la gloria de su Ley resplandeciera a través de su pueblo. Había dispuesto que la nación escogida ocupase una posición estratégica entre las naciones de la Tierra. En los tiempos de Salomón, el reino de Israel se extendía desde Hamat en el norte hasta Egipto en el sur, y desde el Mar Mediterráneo hasta el río Éufrates. Por este territorio cruzaban muchos caminos naturales para el comercio del mundo, y las caravanas provenientes de Tierras lejanas pasaban constantemente. Esto daba a Salomón y a su pueblo oportunidades para revelar a todas las naciones el carácter del Rey de reyes, y para enseñarles a reverenciarlo y obedecerlo. Mediante la enseñanza de los sacrificios y ofrendas, Cristo debía ser ensalzado delante de las naciones, para que todos pudiesen conocer el plan de salvación.

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