Agustín Machado - Crónicas para renacer

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Escribir esta crónica fue el modo que encontré para canalizar esa angustia. Desde que terminé el tratamiento valoro más el tiempo, aunque a veces siento que debería ser más agradecido con este nuevo renacer. Angie fue mi gran soporte antes y durante este tiempo; le debo la vida. Puedo ver a mis hijas crecer, y ese es, sin lugar a dudas, el mejor regalo que me dio la vida.

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—¿Estás bien? —me pregunta una médica—. Te veo un poco amarillo.

—Tengo fiebre, me tienen que dar Novalgina —respondo, mientras le alcanzo la orden firmada.

—¿Te molesta si te hacemos un análisis de sangre? Por cómo te vemos, nos quedaríamos más tranquilas —me dice su compañera.

—Bueno —digo, y busco un lugar para sentarme.

Un enfermero me coloca una vía y me extrae sangre para analizarla. Después, cuelga un sachet con dipirona al lado de un suero que va para una chica sentada junto a mí. Según cuenta, se desmayó en la calle. Está sola como yo y no puede dejar de hablar. Revive una y otra vez lo que le sucedió. Quiero que se calle y deje de torturarme con su voz. Por suerte, sus palabras se convierten en ecos lejanos a medida que la dipirona penetra en mi cuerpo. Me hipnotiza ver entrar el medicamento en mis venas. Fijo la mirada en las otras arterias de mi brazo. Son como raíces de sangre. Y mientras las contemplo, comienzo a sentir que me quedo dormido y cierro los ojos.

Alguien me toca el hombro. Despierto y veo a la doctora de la fiebre con su embarazo de nueve meses. Está parada con los brazos en jarra. Tiene un papel en la mano. Es el estudio de sangre y los resultados están a la vista.

—Te quedaste dormido. Vi que te pidieron un estudio de sangre —dice en tono suave, aunque en la forma noto cierto recelo.

—Sí, unas doctoras que no me vieron bien —respondo.

—¿Cómo estás? Ya te dimos una dosis de Novalgina con la que tendría que bajar la fiebre.

—Perfecto, todavía me siento un poco mareado, pero mejor.

—Qué bueno. Esperame en la sala que en una hora estará listo el estudio, te llamo.

A la hora y veinte decido golpear la puerta de su consultorio. Sale al pasillo y me recibe con unos papeles en la mano.

—Acá tengo el estudio de sangre y nada, debe de ser un virus. A tener paciencia —responde, y se aleja.

Recibo un mensaje de Angie, dice que acaba de llegar y no puede estacionar. Salgo tambaleante de la guardia y la veo a unos metros. Está agotada. Después de hacer mil maniobras logró colocar el auto en un lugar donde apenas se pueden abrir las puertas. Camino a los tumbos en dirección a ella. Su cara se transforma al verme. Soy un zombi amarillo con el brazo pinchado y a punto de desmayarse.

—¡Tu color! ¿Cómo te sentís? ¿Dónde están los resultados de los análisis que te hicieron? —pregunta.

—No lo sé, creo que se los llevó la doctora —respondo.

—¿Cómo que se los llevó la doctora? ¿No se los pediste?

—Me dijo que es un virus, ya va a pasar —digo mientras me siento en el auto—. Necesito descansar.

—Quiero esos análisis, quizá los tenga que ver otro médico. —Su tono no admite disidencias—. Vamos a buscarlos.

Entramos, pero la doctora de la fiebre ya no está, así que vamos al laboratorio y logramos tener en nuestras manos los resultados del estudio. Ahora sí podemos volver. El calor es agobiante y yo estoy sentado en el auto. Tengo algo menos de treinta y ocho de fiebre y mucho sueño. No recuerdo haber estado tan cansado en toda mi vida. Necesito algo que me envuelva y abrigue. La temperatura tiene que bajar pronto, dijo la doctora.

Al llegar a casa me tiro en la cama y duermo. Al despertar, ya son cerca de las cinco de la tarde. La fiebre no baja y ya van más de veinticuatro horas. Me siento en el living y miro el termómetro mientras transpiro. Mi remera está empapada. Empiezo a normalizar esta situación de tener que usar varias camisetas por día. Cata y Martu, a mi alrededor, preguntan qué pasa y les digo que tengo fiebre, que ya tomé el remedio y que pronto jugaré con ellas. Cata insiste con la polilla que le asesina la ropa y dice que es posible que el bicho sea el culpable de mi enfermedad. Me cansa estar con ellas, y sus preguntas me aturden. Así que vuelvo a la cama y pierdo la noción del tiempo. Angie me trae el termómetro por la noche. El aparato hierve a más de treinta y nueve. Esto no es normal.

—Mandale los resultados a María, que es médica —le pido a Angie.

—Sí, justo estaba escribiéndole un mensaje, ahí se los mando —responde sin dejar de mirar el teléfono—. Me contestó, dice que vayamos mañana a la Clínica Adventista Belgrano, donde ella trabaja en la guardia.

—¿Qué te dijo del estudio?

—Que no está bien. —Angie se pone a leer algo en la pantalla de su celular—. Dice que no hay que preocuparse, hay que ocuparse. Los resultados están mal. Tenemos que ir mañana temprano al sanatorio. Vos no podés manejar en este estado, tengo que hacerlo yo. Ella va a encargarte varios estudios para que te hagas ahí y ver qué es lo que te está pasando.

—Bueno, yo me voy a dormir, estoy muy cansado y esta fiebre no baja.

Clínica Adventista

Angie odia manejar, así que tomamos un taxi. Le pido al conductor que apague la radio, necesito que deje de retumbarme la cabeza. Al llegar, pedimos por la Dra. Portillo y esperamos. En la sala, un cuadro, paredes blancas y una fila de sillas con gente enferma esperando su turno. Al frente, un guardia mira aburrido a la nada, y en el mostrador, una recepcionista busca algo en una montaña de papeles.

María viene a recibirnos, está indignada con la médica especialista en fiebre. ¿Cómo que me mandó para casa diciéndome que era un virus? No hay tiempo que perder, afirma. Aún no sabe lo que tengo. Hay que realizar nuevos estudios de sangre, rayos X, ecografías y lo que sea para encontrar la respuesta. Podré hacer todo dentro del sanatorio y hay que empezar ahora. Angie acelera los trámites burocráticos, un enfermero me sube a una silla de ruedas y me lleva al primer pinchazo del día. La enfermera del laboratorio mira el pedido y nos dice que los resultados tardarán unos días, que son muchas cosas, aunque algunos los sabremos en unas horas. No sé qué tengo con las agujas; me duele cuando se clavan bajo la piel, pero me gusta ver cómo se llena la jeringa y el bulto del metal debajo de la vena. A veces pienso que ese aguijón podría atravesar el conducto de lado a lado. Siento escalofríos. De pronto, quiero irme. ¿Qué hago aquí? Angie me toma del brazo y me acompaña a la siguiente parada, que es la ecografía. El ecografista me dice que tendría que haber ayunado, se queja de que así no puede ver bien. Pareciera ser que tengo algunas piedritas en la vesícula y el bazo más grande de lo normal. Ahora debo esperar. Angie se va a trabajar y María me pide paciencia, pronto tendrá los primeros resultados.

Al rato me recibe el doctor Carlos González. Se presenta como el jefe de María, que está a su lado. Me cuenta que los primeros resultados no son buenos, aunque todavía no saben bien qué tengo, y que podría llegar a ser algún tipo de cáncer. Apenas balbuceo alguna pregunta sobre los pasos a seguir. De pronto, me doy cuenta que lloro. Lo hago con vergüenza, pero no puedo parar. Eso que siempre le pasa a otro, ahora me pasa a mí. Carlos responde que es muy probable que haya criterio de internación, o sea, internarme hasta descubrir qué tengo. Me enjugo las lágrimas. Acabo de entender que tengo algo grave.

Me llevan al shock room , una sala que se oculta detrás de la guardia y adonde llegan todos los casos urgentes. Salvo mi cama, todas están vacías. Me colocan suero y un enfermero en remera me trae una manta para darme calor. Ya voy varias horas temblando y razono que debe de ser algo bueno para los músculos. Me río al pensar que tengo electrodos gratis hace más de cuarenta y ocho horas.

Entra una mujer que sufrió un asalto a una cuadra de aquí. No la veo, cerraron las cortinas alrededor de mi cama y estoy aislado del exterior. Su voz es la de una anciana. Gime, tiene un fuerte dolor en el brazo. Le arrancaron la cartera, tropezó y la arrastraron varios metros durante el robo. Perdió el audífono y le cuesta escuchar a los enfermeros cuando intentan tranquilizarla. Le preguntan por algún pariente, alguien que pueda venir a acompañarla, pero nada, no tiene a nadie. Aguarda la muerte en un departamento a pocas cuadras de aquí, pero ya no tiene las llaves que estaban en su cartera y está sola esperando que un médico le arregle ese brazo que no deja de dolerle. Llora, lo hace casi en silencio. Repasa una y otra vez el momento en que le tiraron de la cartera y no encuentra explicación a lo que le sucedió. Se echa la culpa, quizá le dio a entender al ladrón que tenía dinero. Pero no, apenas unos pocos pesos para ir a la verdulería. Era un chico joven, ¿por qué no estaba en la escuela?, se pregunta.

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