Leonardo Ordóñez Díaz - Ríos que cantan, árboles que lloran

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Ríos que cantan, árboles que lloran: краткое содержание, описание и аннотация

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Los textos literarios se presentan como una ventana para explorar la dimensión ambiental de la condición humana; por ello, orientado a explorar varios temas clave del canon de las narrativas de la selva, este libro estudia sus imágenes y representaciones en novelas y cuentos hispanoamericanos del lapso 1905-2015, cuya acción se sitúa en la Amazonía —entorno selvático latinoamericano por excelencia—, pero también en la cuenca del Paraná, los bosques húmedos de América Central y otros entornos relevantes. Si bien la metodología privilegió las herramientas del ecocriticismo, la ecología política y la ética ambiental, se apoya igualmente en desarrollos recientes de la filosofía ecológica, la biogeografía de la selva tropical, la historia ambiental y la antropología cultural. Así, mediante este acercamiento pluridisciplinar, Ríos que cantan, árboles que lloran abre un escenario de diálogo fecundo entre la crítica literaria y otras áreas de las ciencias naturales, sociales y humanas, para proveer ideas y puntos de vista que contribuyen a la construcción de una relación distinta, simbiótica y no simplemente extractiva, entre las sociedades humanas y los ecosistemas naturales.

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Por otra parte, sucede con frecuencia que los españoles cometen errores fatales debido a su desconocimiento del entorno y de las culturas locales. Desde antes de la salida de la expedición, ya algunas decisiones de los capitanes tienen consecuencias nocivas. Es el caso de Ursúa, que hace armar los bergantines y las chatas y los deja expuestos a las lluvias torrenciales del invierno amazónico: la humedad acaba por dañar las maderas y acarrea la pérdida de varios barcos y de buena parte de sus bastimentos (33-35). Pero los ejemplos más reveladores sobrevienen durante la navegación río abajo, en plena travesía selvática. Pensemos en el soldado que, con una curiosidad entendible en esas circunstancias, se interesa por las cerbatanas y, mediante gestos, le pide a un indio que le explique su uso; el indio extrae un dardo, lo introduce en la cerbatana y luego sopla con fuerza apuntando en dirección al río; el soldado quiere imitarlo, empuña la cerbatana y alarga el brazo para coger un dardo, pero el indio se niega a dárselo. «Trató el soldado de arrebatárselo, del atado que llevaba a la espalda, por fuerza. Hubo una breve lucha. Tan silenciosa y breve que nadie la advirtió. El español cogió el dardo. Sintió la breve punzada de la aguda punta en un dedo. Pero no pudo hacer más. Sintió una gran pesadez y torpeza como si todos los miembros empezaran a hinchársele y aflojársele» (42). El soldado cae agonizante y horas más tarde otro soldado tropieza con su cadáver ya frío. En este ejemplo, la ineptitud del español para apropiarse del conocimiento local está ligada a cierto desprecio por el indígena, a un sentimiento de superioridad que lo lleva a imponerse a las malas en vez de atender a las indicaciones y los gestos del otro, que conoce el efecto mortal del curare con el que están empapados los dardos. El hecho de que el soldado español se pinche a sí mismo con el dardo recalca la faceta autodestructiva de su actitud.

Otras veces, es la imprudencia sobre el terreno lo que lleva a los españoles a un resultado aciago. Así le ocurre al soldado que, para alcanzar los frutos de un árbol cargado de guayabas, se apoya en la horqueta del tronco sin fijarse dónde pone la mano (un descuido incomprensible para cualquier indígena de la región) y es mordido mortalmente por una serpiente de manchas blancas y rojas que estaba allí enrollada (47). También es el caso de otro soldado que, habiendo recibido un ligero corte en su brazo mientras probaba sus armas, lo hunde en el agua del río para lavar la herida; emergen entonces pirañas que asaltan el brazo a mordiscos y, para horror de quienes acuden al oír los gritos del soldado, solo dejan los huesos ensangrentados: «Los indios servidores les explicaron que aquellos eran unos peces que, en numerosos bandos, atacaban y devoraban cualquier ser vivo que tuviese una herida o mancha de sangre fresca. Sin esto, uno podía sumergirse en medio de ellos sin riesgo» (48). Es cierto que, en estos pasajes, los indios figuran solo como comparsas; no obstante, sus pocas intervenciones permiten suponer que muchas de las calamidades sufridas por expediciones como la de Ursúa fueron aún peores debido a la actitud poco receptiva de los europeos con respecto a los pueblos nativos y sus saberes tradicionales.

Los sufrimientos y el hambre soportados por el camino, el pavor experimentado ante las amenazas acechantes en la espesura y la magnitud de la desilusión provocada por el fracaso tienen, sin embargo, mayor peso en el imaginario que la indiferencia de los españoles frente a la selva, que las imprudencias y los errores cometidos por desconocimiento. Incidentes como los que he citado tendrían un alcance meramente anecdótico (las narrativas de la selva están repletas de episodios parecidos) si no fuera porque, articulados en el marco de la búsqueda de El Dorado, iluminan a contraluz el tipo de experiencia en cuyo seno cristalizan las representaciones sobre la selva. A este respecto, el capítulo titulado «El humo de los omaguas» resulta de especial interés, pues enfoca dichas representaciones en un momento clave de su gestación, cuando Aguirre y los demás sobrevivientes se acercan a la desembocadura del río y cuando, por lo tanto, el mundo selvático ya no va a ser más una presencia abrumadora sino un cúmulo de recuerdos que empieza su proceso de sedimentación en la memoria. Aunque la salida al Atlántico está próxima, los viajeros tienen la sensación de estar atrapados:

Los dos bergantines parecen detenidos y apresados en un légamo letal. Ya no avanzan. Ya no podrán salir nunca más del inmenso río. Los más han caído enfermos y tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan. Un contacto frío con la piel en la sombra es una serpiente, o un ciempiés gigante o cualquier otro de aquellos extraños insectos monstruosos. Un zumbido en el aire puede ser el de la cerbatana mortal que el indio dispara desde la maleza, o simplemente el vahído de la fiebre que empieza a arder inextinguible a todo lo largo de la sangre. […] Es como si sobre todos aquellos hombres hubiese caído el imperio de un maleficio. (98-99)

Nótese cómo, al cabo de meses de navegación por el río, los expedicionarios tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan: esta fórmula certera define la atmósfera en la que cuaja la visión de la selva como lugar peligroso y anárquico, colmado de amenazas impredecibles. Las penurias derivadas de la indiferencia, del descuido, del desconocimiento son atribuidas a una suerte de maleficio proveniente de la espesura; los riesgos asociados al clima, a la fauna, a los indios aparecen deformados y agigantados por el miedo; la sensación de encierro motivada por la inmensidad selvática es percibida como un síntoma de intenciones letales ínsitas en la corriente del río, en la maleza, en el légamo. Si bien el espacio acotado de los bergantines es para los viajeros un refugio contra las fieras y las flechas, no los exime del tormento de un clima al que no están habituados. El espectáculo de la vegetación y de las aldeas indígenas en las orillas es como una película monótona vista con ojos febriles desde la cubierta de los barcos. La tierra es ante todo un sitio para descansar y encontrar alimentos antes de proseguir la navegación.11

Pero el distanciamiento visual de los viajeros con respecto al entorno amazónico no solo repercute en los imaginarios oscuros (la selva malsana, letal, enmarañada), sino también en los luminosos (la selva fecunda, plena de riquezas). Como es sabido, un personaje, un objeto, un mundo desconocido puede parecer amenazante o maravilloso, aterrador o mágico, dependiendo de las circunstancias. Los conquistadores, enfrentados en América a todo tipo de novedades en una notable variedad de circunstancias, oscilan con frecuencia entre el asombro y el temor, el azoramiento y la maravilla. Así sucede en los primeros viajes al Amazonas; para Orellana y sus acompañantes, la naturaleza americana es sentida «ya como espectáculo fabuloso, ya como continua amenaza» (Pérez 1989: 202). La novela de Uslar Pietri expresa esta ambigüedad en las últimas escenas del viaje por el río: antes de llegar al estuario, los viajeros fatigados y enfermos creen distinguir a lo lejos las torres de la ciudad dorada y se aglomeran en la cubierta, tratando de apreciar mejor el portento, el lugar mágico tantas veces soñado: «Ya les parecía tener en las manos el fabuloso reino. Ya no se acordaban del temor y de las angustias. Todo parecía haber pasado y estar amaneciendo una vida nueva. Allí, al fin, tras las largas leguas y los días terribles, estaban los Omaguas, su rey cubierto de oro, sus ídolos de oro, sus ciudades de oro». Aguirre, sin embargo, ordena que los navíos se alejen enseguida de lo que a su juicio es solo un espejismo y se internen en el río: «Todos callaron, pero hasta el anochecer, muchos todavía permanecían inmóviles, con los ojos fijos, clavados en la distancia, en la que ya nada se veía» (1985: 101). La expedición sigue hacia la isla Margarita, pero queda flotando en los ánimos la ilusión de haber estado cerca del tesoro prometido, a punto de alcanzar El Dorado. Las desilusiones, las angustias, el fracaso agrietan el mito movilizador, pero no deshacen su hechizo; el brillo del oro entrevisto en la distancia continúa poblando la imaginación y atizando la codicia de incontables viajeros y exploradores en los siglos siguientes.12

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