El viejo y el desnudo
La primera impresión es claustrofóbica, de falta de espacio: el cuadro no es pequeño, pero las cuatro figuras están como encerradas en una caja. La impresión aumenta debido a la ausencia de un fondo: los maravillosos paisajes, tan característicos de Bellini, aquí han sido reemplazados por un telón de densos sarmientos de vides, que apenas deja entrever una roca a la derecha y un palo a la izquierda. El pie derecho de Jafet y, sobre el lado opuesto, el dorso de Sem y el pie de Noé tocan el borde de la tela, como si esta hubiese sido intencionalmente cortada demasiado justa. El espacio, sí, pero incluso el aire parece faltar; no obstante la desnudez del viejo tendido en el suelo, con la cabeza apoyada sobre una piedra, emana una luz tan deslumbrante que de golpe la caja se abre de par en par, y olvidamos que hasta hace un momento casi no podíamos respirar.
Longhi, que fue el primero en atribuir el cuadro a Bellini, lo definió como una obra tardía, “la primera obra de la pintura moderna”, compuesta tal vez un año antes de su muerte, cuando el príncipe de los pintores venecianos miraba con curiosidad las lecciones de Giorgione y de su “creado” Tiziano. Quizás en el viejo ebrio, desnudo, expuesto al ridículo y, a la vez, a la piedad es posible que el maestro se representase a sí mismo y a los pintores que estaban por ocupar su sitio en la escena veneciana.
¿Cuál es –más allá de los indicios autobiográficos– el motivo del cuadro, qué intentó representar el pintor? Todos conocen la historia de Génesis 9, 20-27: el patriarca borracho ha sido descubierto en la tienda y el hijo menor, Cam, ve su desnudez y corre a contárselo a sus hermanos, quienes, avanzando de espaldas para no ver a su padre desnudo, lo cubren púdicamente con un manto. Es probable que Bellini, quien hasta entonces nunca había pintado una escena del Antiguo Testamento, no estuviese interesado en el contexto teológico de la escena ni en la maldición que condena a la esclavitud a los descendientes de Cam. El sujeto del cuadro es el cuerpo desnudo, un tema en el cual el artista casi nunca se había afianzado. Como se ha observado, el viejo está acomodado en primer plano como la Venus que Giorgione había pintado un tiempo atrás. Bellini sustituye la incomparable belleza de la diosa por el cuerpo de un viejo, de quien delinea con cuidado el vientre magro pero flácido, el pezón izquierdo bien visible y el ombligo hundido. Y mientras que en la tradición iconográfica del episodio bíblico la escandalosa desnudez del padre se entiende al pie de la letra y lo que el viejo muestra descubierto es ante todo el sexo, en el lienzo de Bellini los hijos malamente han cubierto con un borde del manto rojo que destaca el cuerpo del yacente, ese falo que Cam había visto y habría querido mostrarles.
Al escoger este tema, Bellini recordaría el altorrelieve que desde niño había visto en innumerables ocasiones mientras caminaba a lo largo de la orilla frente al Palacio Ducal. En el relieve, ubicado sobre la columna precisamente en la esquina sur del palacio, Noé es representado de pie, sosteniendo en una mano una escudilla de vino que derrama en el suelo (en el cuadro la escudilla se halla inclinada en la tierra en primer plano, con apenas un resto de vino). A su lado y por encima de él se retuerce un denso sarmiento, del cual el viejo borracho toma un racimo. Del otro lado de la esquina, justamente como en la pintura, Sem sin mirar al padre cubre su desnudez, mientras Cam, con un doble gesto de las manos, parece querer interrogarla.
El tema del cuadro no es, entonces, la desnudez, sino una desnudez que ha de ser cubierta. El viejo maestro no quiere rivalizar con las estupendas Venus de los jóvenes, nuevos maestros. La desnudez que muestra es la suya, la de un viejo que se ha desnudado en su obra y ahora quiere sólo ser cubierto, con un gesto sometido que apenas desplaza el borde de un paño rojo encendido por una luz albicante, que en poco tiempo más podría ser un sudario. Y no interesa si alguien ríe, como Cam, cuyo gesto que intenta frenar a los hermanos no es ciertamente hostil. Como se ha sugerido, el cuadro podría ser en realidad una Piedad, o, más aún, como lleva a pensar el plano inclinado en el cual Noé está acomodado, una Deposición en el sepulcro. Pero tampoco esto cuenta. Al viejo maestro le importa sólo el juego de las seis manos que parecen perseguirse y llamarse, las líneas horizontales de las rodillas y de los codos, y luego de nuevo ese rojo, que se jaspea de oro al contacto del cuerpo tan blanco, tan luminoso.


Jan Van Eyck, De Heilige Barbara van Nicomedië, técnica mixta sobre tabla, 32,3 x 18,5 cm
Firmado en el marco: Joh(ann)es De Eick me fecit
Los pliegues del mundo
La leyenda comienza como una fábula: “Había una vez en la ciudad de Nicomedia un hombre de nombre Dióscoro, ilustre por su nobleza, que descollaba por sobre todos por la abundancia de bienes temporales. Tenía una hija bellísima [speciosissima] llamada Bárbara. Su cuerpo era tan bello que su padre la amaba más que a ninguna otra cosa. Por esta razón hizo construir una torre altísima y allí la encerró, para que ningún otro hombre pudiese verla”.
En ese momento, la leyenda áurea quita la palabra a la fábula, la alegoría edificante sustituye a la narración fantástica. “La muchacha beata rebosaba de ingenio [ingeniosa] y desde tierna edad, abandonando todo pensamiento vano, se había puesto a pensar las cosas divinas [coepit divina cogitare]”. Al ver en un templo las estatuas de los dioses paganos que el padre veneraba, comprendió que ellos en realidad eran humanos y no divinos. Y puesto que los cuatro elementos de los que está hecho el ser humano no pueden hacerse a sí mismos, sino que son criaturas, de ello dedujo que debía existir un ser que los hubiese creado. Y sabiendo que había en Alejandría un hombre de nombre Orígenes, que educaba a los humanos en las cosas divinas, le escribió una carta comunicándole sus intuiciones y sus dudas. La respuesta del sabio no se hizo esperar: “Debe saber, muchacha, que el verdadero Dios es uno en la sustancia y trino en las personas, esto es, padre, hijo y espíritu santo”.
Y aquí la leyenda de Bárbara se confunde con la de la torre que el padre estaba haciendo construir para ella. Observando que los arquitectos, al seguir las indicaciones del padre, habían colocado dos ventanas en la torre, la joven solicitó con insistencia y logró que allí se abriese una tercera ventana. Y cuando Dióscoro preguntó la razón de esta intromisión, ella respondió: “tres iluminan el mundo y regulan el curso de las estrellas: el padre, el hijo y el espíritu santo”. El destino de la mártir en ese momento quedó sellado. Los incestuosos celos del padre se transformaron en furia homicida. Tras haberla hecho torturar con hierros ardientes en la esperanza de que se arrepintiese, Dióscoro primero encerró a su hija en la torre para luego conducirla a la cima de un monte y decapitarla, pero mientras descendía del lugar donde había consumado su delito un fuego celestial lo fulminó.
En la grisalla de Van Eyck, Bárbara es representada en primer plano mientras cavila acerca de las cosas divinas. A sus espaldas, una multitud de obreros trabaja en la construcción de la “altísima torre”, la cual funcionará como su prisión. Algunos transportan piedras, otros cuecen ladrillos y preparan la cal, y un tercer grupo forja los metales. Los cuatro caballeros a la izquierda son quizás los arquitectos de la imponente obra, cuya fachada gótica se alza detrás de la cabeza de la muchacha. En lo alto, las tres ventanas testimonian que Bárbara consiguió su intención alegórica. Y, sin embargo, la impresión es que el pintor invistió a la torre de un significado ulterior, que va más allá del que narra la leyenda. La torre –el número y la variedad de los obreros y la ubicación aislada de la ciudad parecen sugerirlo sin reservas– es en verdad la misma que los hombres, en el relato de Génesis 11, 1-9, comenzaron a construir en el país de Senaar y cuyo nombre fue Babel. Al igual que esta –así lo muestran las grúas y los obreros concentrados en las faenas sobre la cima–, aquella es interminable y es posible que Brueghel la recordase cuando pintaba su célebre imagen babélica.
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