Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris

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El texto narra las razones y acontecimientos que llevaron a los y las trabajadoras a luchar decididamente por la supervivencia, y resistir el ultraje de la burguesía francesa y las fuerzas alemanas, hasta el violento derrumbamiento de la Comuna en 1871.

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El 24 de febrero, en Wauxhall, ante dos mil delegados de compañías y guardias nacionales, la comisión leyó su proyecto de estatutos e instó a los delegados a que procedieran inmediatamente a la elección de un Comité Central.

Ese día, la reunión era tumultuosa, inquieta, nada capacitada para un escrutinio. Cada uno de los ocho últimos días había traído de Burdeos nuevas amenazas: Thiers, el enterrador de la República del 48, nombrado jefe del poder ejecutivo, que tenía por ministros a Dufaure, a De Larcy, a Pouyer-Quertier, la reacción burguesa legitimista e imperialista; Jules Favre, Jules Simon, Picard, los que habían entregado París; el salario, todavía indispensable hasta que se abriesen los talleres, transformado en limosna 72, y, sobre todo, la terrible humillación inminente. El armisticio, prorrogado por ocho días, expiraba el día 26. Los periódicos anunciaban para el 27 la entrada de los prusianos en París. Desde hacía una semana, una pesadilla velaba en los lechos de toda la ciudad. De ahí que la reunión tratase en seguida las cuestiones más candentes. Un delegado propuso: «La Guardia Nacional no reconoce por jefes más que a sus elegidos». Esto equivalía a emanciparla de la plaza Vendôme. Otro: «La Guardia Nacional protesta contra todo intento de desarme, y declara que se resistirá a ello, incluso por la fuerza de las armas». Votado por unanimidad. Y ahora, ¿va a sufrir París la visita del prusiano, a dejarle que se pasee por los bulevares, como en 1815? No hay discusión posible. La Asamblea, caldeada, lanza un grito de guerra. Algunas observaciones de prudencia son ahogadas. Sí, ¡se opondrán por las armas a la entrada de los prusianos! Esta proposición será sometida por los delegados a su círculo de compañía: Y, aplazándose hasta el 3 de marzo, la reunión se dirige en masa a la Bastilla, arrastrando consigo a un gran número de «móviles» y de soldados.

París, ansioso de libertad, se apiñaba desde por la mañana en torno a su columna revolucionaria, de igual manera que había rodeado la estatua de Estrasburgo cuando temía por la patria. Los batallones desfilaban con tambores y banderas a la cabeza, cubriendo la verja y el pedestal de coronas de siemprevivas. A veces, un delegado subía al zócalo y arengaba al pueblo, que respondía: «¡Viva la República!». Una bandera roja ondea sobre la multitud, acaricia el monumento, vuelve a aparecer en la balaustrada. Un gran clamor la saluda, seguido de un largo silencio. Un hombre, escalando la cima del Genio. Y, en medio de las frenéticas aclamaciones del pueblo, se ve, por vez primera desde el 48, la bandera de la Igualdad sombrear esta plaza más roja que ella, teñida por la sangre de mil mártires.

El gobierno hizo tocar alarma en los barrios burgueses. Ningún batallón respondió. Al día siguiente continuaron las peregrinaciones de guardias nacionales, de «móviles», de soldados, conducidos por sus furrieles. Cuando aparecieron llevando grandes coronas de siemprevivas, los clarines, en pie en las cuatro esquinas del pedestal, dieron el toque de carga. Siguió el ejército. Desfiló un batallón de cazadores de a pie. Mujeres vestidas de negro colgaron una bandera tricolor: «¡A los mártires, las mujeres republicanas!». Banderas y estandartes se enrollaron a la columna, la envolvieron, colgaron de la balaustrada, y, por la noche, la columna revolucionaria, revestida de siemprevivas y de oriflamas, apareció triunfante y sombría, duelo del pasado, esperanza del porvenir, hito y mayo gigantesco.

Fiebre patriótica

El 26 de febrero se redoblaron las manifestaciones. Un agente de policía, sorprendido por los soldados cuando les tomaba el número de sus regimientos, fue aprehendido y arrojado al canal, que le arrastró al Sena, hasta donde le siguieron algunos furiosos. Veinticinco batallones desfilaron en esta jornada, preñada de angustia. Los periódicos anunciaban para el día siguiente la entrada del ejército alemán por los Campos Elíseos. El gobierno replegaba sus tropas sobre la orilla izquierda y abandonaba el Palais de l’Industrie. No olvidaba más que los cuatrocientos cañones de la Guardia Nacional acampados en la plaza Wagram y en Passy. Ya la incuria de los capituladores –Vinoy lo ha escrito– había entregado doce mil fusiles de más a los prusianos. ¿Quién sabe si no iba también a extender sus garras aguileñas hasta estas hermosas piezas de artillería salpicadas con la sangre y la carne de los parisinos, marcadas con la cifra de los batallones? Todo el mundo pensó en ello espontáneamente. Los primeros en partir fueron los batallones del orden de Passy y de Auteuil. De acuerdo con la municipalidad, arr astraron al parque Monceau las piezas del Ranelagh. Los demás batallones de París vinieron a buscar sus cañones al parque Wagram y los condujeron a la ciudad, a Montmartre, a La Villette, a Belleville, a la plaza Vosges, a la calle Basfroi, Barrière d’Italie, etc.

Por la noche, París recobró su fisonomía. La llamada, el somatén, los clarines, lanzaron millares de hombres armados a la Bastilla, a Château-d’Eau, a la calle Rivoli. Las tropas enviadas por Vinoy para sofocar las manifestaciones de la Bastilla fraternizaban con el pueblo. La prisión de Sainte-Pélagie fue forzada y Brunel puesto en libertad. A las dos de la madrugada, cuarenta mil hombres subían por los Campos Elíseos y la avenida de la Grande-Armée al encuentro de los prusianos. Los esperaron hasta el amanecer. Los batallones de Montmartre se engancharon a los cañones a su paso, y los llevaron hasta la alcaldía del distrito xviii y en el bulevar Ornano.

A este impulso caballeresco, respondió Vinoy con una insultante orden del día. Este gobierno que injuriaba a París le pedía que, encima, inmolase a Francia. Thiers había firmado la víspera, también con lágrimas en los ojos, los preliminares de paz, dando a Bismarck, a cambio de Belfort, libre acceso a París.

El 27 de febrero, por medio de un bando, seco como un acta, Picard anunció que el 1 de marzo treinta mil alemanes ocuparían los Campos Elíseos.

El 28, a las dos, la comisión encargada de redactar los estatutos del Comité Central se reunió en la alcaldía del distrito iii. Convocó en la calle Rosiers a los jefes de batallones y a los delegados de los diferentes comités militares que se habían creado espontáneamente en París, como el de Montmartre. La sesión, presidida por Bergeret, de Montmartre fue terrible. La mayoría no hablaba más que de batallas, exhibía mandatos imperativos, recordaba la reunión de Wauxhall. Casi por unanimidad, se resolvió tomar las armas contra los prusianos. El alcalde, Bonvalet, muy inquieto por sus huéspedes, hizo rodear la alcaldía y, un poco de buen grado, y otro a la fuerza, consiguió desembarazarse de ellos 73.

Durante toda la jornada se armaron los barrios, se apoderaron de las municiones. Algunas piezas de sitio fueron montadas en sus afustes. Los móviles, olvidando que eran prisioneros de guerra, volvieron a tomar las armas en los sectores. Por la noche invadieron el cuartel de la Pepinière, ocupado por los marinos, y llevaron a estos en manifestación a la Bastilla.

La catástrofe hubiera sido indudable sin el valor de algunos hombres que se atrevieron a ir contra la corriente. Toda la Corderie (Comité Central de los veinte distritos, Internacional, Federación de las Cámaras Sindicales) observaba con suspicaz reserva aquel embrión de comité compuesto por desconocidos, a los que no se había visto en ningún movimiento revolucionario. Al salir de la alcaldía del tercer distrito, algunos de los delegados de batallones, que pertenecían asimismo a los grupos de la Corderie, fueron a esta a contar la sesión y la resolución desesperada que en ella se había adoptado. Se esforzaron en disuadirles, y se enviaron oradores a Wauxhall, donde se celebraba una gran reunión. Los oradores consiguieron hacerse oír. Muchos ciudadanos hicieron también grandes esfuerzos por hacer entrar a la concurrencia en razón. El día 28 por la mañana, los tres grupos de la Corderie publicaron un manifiesto conjurando a los trabajadores a que se abstuvieran. «Todo ataque –decían– servirá para exponer al pueblo a los golpes de los enemigos de la Revolución, que ahogarían las reivindicaciones en un torrente de sangre. Recordemos las lúgubres jornadas de junio».

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