Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris
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Nuestro ejército del Loire –el 15º cuerpo, en Salbris; el 16º, en Blois–, contaba con 70.000 hombres. El 26 de octubre, D’Aurelles de Paladine recibió orden de ir a tomar Orleans a los bávaros. El día 28 entra en Blois con 40.000 hombres, por lo menos. Por la noche, a las nueve, el comandante de las tropas alemanas le manda decir que Metz ha capitulado. Pasa Thiers, que se dirige a París, y le aconseja que espere. D’Aurelles telegrafía inmediatamente a Tours que aplaza el movimiento.
Un general de mediana vista, en cambio, lo hubiera precipitado todo. Puesto que el ejército alemán de Metz iba a quedar libre para operar y dirigirle hacia el centro de Francia, no había momento que perder para adelantarle. Cada hora que pasaba empeoraba las cosas. Fue el momento crítico de la guerra.
La delegación de Tours, en lugar de destituir a D’Aurelles, se contentó con decirle que concentrase todas sus fuerzas. Esta concentración estaba terminada el 3 de noviembre, y D’Aurelles disponía de 70.000 hombres repartidos entre Mer y Marchenoir. Los acontecimientos le ayudaban. Ese mismo día, la caballería prusiana (una brigada) se vio obligada a abandonar Mantes y a replegarse sobre Vert, intimidada por las poderosas bandas de francotiradores; al mismo tiempo, se había señalado la presencia de considerables fuerzas francesas, compuestas de todas las armas, y que desde Courville se dirigían a Chartres. Si el ejército del Loira hubiese atacado el día 4, arrojando a los bávaros a Orleans y a la 22º división prusiana a Châteaudun, derrotando uno tras otro a los alemanes gracias a su aplastante superioridad numérica, la ruta de París habría quedado libre, y es casi indudable que la capital hubiera sido libertada.
Moltke estaba lejos de ignorar el peligro. Estaba decidido a obrar en caso de necesidad, como Bonaparte ante Mantua, y levantar el bloqueo, sacrificar el parque de asedio que se estaba formando en Villacoublay, concentrar su ejército para la acción en campo raso, y no volver a formar el sitio hasta después de la victoria; es decir, después de la llegada del ejército de Metz. Los bagajes del cuartel general de Versalles estaban ya en los coches; no quedaba más que «enganchar los caballos», ha dicho el coronel suizo D’Erlach, testigo ocular.
D’Aurelles no se movió. La delegación, tan paralítica como él, se contentó con cambiar cartas de delegado a ministro: «Señor ministro –escribe el 4 de noviembre Freycinet–, desde hace algunos días, el ejército y yo mismo ignoramos si el gobierno quiere la paz o la guerra... En el momento en que nos disponemos a ejecutar proyectos laboriosamente preparados, rumores de armisticio turban el ánimo de nuestros generales; incluso yo, si trato de levantar su moral y de empujarlos hacia adelante, ignoro si habré de verme desautorizado mañana». Gambetta responde: «Señor delegado, me doy cuenta como usted de la detestable influencia de las vacilaciones políticas del gobierno... Hay que detener desde hoy nuestra marcha hacia adelante». El 7 de noviembre, D’Aurelles sigue aún inmóvil. El 8 se mueve y recorre unos quince kilómetros; por la noche habla de detenerse. Sus fuerzas reunidas pasan de cien mil hombres. El día 9 se decide a atacar a los bávaros en Coulmiers. Los bávaros evacúan inmediatamente Orleans y se retiran hacia Toury. Lejos de perseguirlos, D’Aurelles anuncia que va a hacerse fuerte delante de la ciudad. La delegación le deja hacer, y Gambetta, que viene al cuartel general, aprueba el plan. Mientras tanto, dos divisiones prusianas, la 3ª y 4ª, expedidas de Metz por ferrocarril, habían llegado al pie de París, circunstancia que permitió a Moltke dirigir la 17ª división prusiana contra Toury, donde llegó el día 12. Además, tres cuerpos del ejército de Metz se aproximaban al Sena a marchas forzadas. Gracias a la voluntaria inacción de D’Aurelles y a la debilidad de la delegación, el ejército del Loira dejó de inquietar a los alemanes.
Hubiera sido necesario destituir al tal D’Aurelles, pero se había dejado pasar la única ocasión para ello; el ejército del Loira, dividido en dos, luchó con Chanzy solo por defender el honor. La delegación tuvo que trasladarse a Burdeos.
A finales de noviembre, era evidente que se estaba perdiendo el tiempo. Los prefectos, encargados de organizar a los móviles y a los movilizados, de hacer la leva en los campos, estaban en lucha perpetua con los generales y no conocían cuál era la situación con respecto al armamento. Los pobres generales del antiguo ejército, que no sabían sacar el menor partido de estos contingentes faltos de toda instrucción militar, actuaban, como ha dicho Gambetta, «cuando no les quedaba otro remedio».
Debilidad de la delegación
La debilidad de la delegación daba alas a la mala voluntad de estos mismos generales. Gambetta preguntaba a algunos de ellos si se avendrían a servir a las órdenes de Garibaldi; admitía que se negasen, hacía liberar a un cura que desde su púlpito ponía precio a la cabeza del general, condescendía en dar explicaciones a los oficiales de Charette, y permitía a los zuavos pontificios que enarbolaran otra bandera que no fuera la de Francia. Confió el ejército del Este a Bourbaki, completamente extenuado y que acababa de llevar a la emperatriz una carta de Bazaine.
¿Le faltaba autoridad? Sus colegas de la delegación no se atrevían siquiera a levantar los ojos, los prefectos no conocían a nadie más que a él, los generales adoptaban en presencia suya maneras de colegiales. El país obedecía, lo daba todo con ciega pasividad. Los contingentes se reclutaban sin dificultad alguna. Las campañas no encontraban ningún refractario, a pesar de hallarse en el ejército todos los gendarmes. Las Ligas más ardorosas cedieron a la primera observación. No estalló movimiento alguno hasta el 31 de octubre. Los revolucionarios marselleses, indignados por la debilidad del Consejo Municipal, proclamaron la Comuna. Cluseret, que desde Ginebra había pedido al «prusiano» Gambetta el mando de un cuerpo de ejército, apareció en Marsella, se hizo nombrar general, desapareció de nuevo y volvió a Suiza, porque su dignidad le impedía servir como simple soldado. En Toulouse, la población expulsó al general, un sanguinario día de junio del 48. En Saint-Etienne, la Comuna duró una hora. En todas partes bastaba una palabra para poner la autoridad en manos de la delegación; hasta tal punto se temía crearle la menor dificultad.
Esta abnegación sirvió exclusivamente a los reaccionarios. Los jesuitas pudieron urdir sus intrigas, parapetándose detrás de Gambetta que los había enviado nuevamente a Marsella, de donde los había expulsado la indignación del pueblo: el clero se encontró en condiciones de seguir negando a las tropas sus edificios, sus seminarios, etcétera; los antiguos jueces de las comisiones mixtas pudieron seguir insultando a los republicanos. El prefecto de Haute-Garonne fue destituido al momento por haber suspendido en el ejercicio de sus funciones a uno de esos honorables magistrados. Los periódicos podían publicar proclamas de pretendientes. Hubo consejos municipales que, olvidándose de todo patriotismo, votaron la sumisión a los prusianos. Por todo castigo, Gambetta los abrumó con un sermón.
Los bonapartistas se reunían descaradamente. El prefecto de Burdeos, republicano ultramoderno, pidió autorización para detener a algunos de estos agitadores. Gambetta respondió: «Esas son prácticas del Imperio, no de la República».
En vista de esto, se alzó, la Vendée conservadora. Monárquicos, clericales, especuladores, esperaban su hora, agazapados en los castillos, en los seminarios intactos, en las magistraturas, en los consejos generales, que la delegación se negó durante mucho tiempo a disolver en masa. Eran lo bastante hábiles como para hacerse representar, por poco que fuera, en los campos de batalla, con el fin de conservar las apariencias del patriotismo. En unas semanas calaron perfectamente a Gambetta, descubriendo detrás del tribuno grandilocuente al hombre irresoluto.
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