Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris

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El texto narra las razones y acontecimientos que llevaron a los y las trabajadoras a luchar decididamente por la supervivencia, y resistir el ultraje de la burguesía francesa y las fuerzas alemanas, hasta el violento derrumbamiento de la Comuna en 1871.

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La Internacional y la Cámara Federal de Sociedades Obreras, mudas durante el sitio, volvieron a alzar su programa: «Es necesario que figuren trabajadores entre las gentes del poder». Se entendieron con el comité de los veinte distritos, y los tres grupos publicaron un manifiesto común. «Esta es la lista –decía– de los candidatos presentados en nombre de un mundo nuevo por el partido de los desheredados. Francia va a reconstituirse nuevamente: los trabajadores tienen derecho a hallar y ocupar su puesto en el orden que se prepara. Las candidaturas socialistas revolucionarias significan denegación a quienquiera que sea, de poner a discusión la República; afirmación de la necesidad del advenimiento político de los trabajadores; caída de la oligarquía gubernamental y del feudalismo industrial». Aparte de algunos nombres familiares al público, como Blanqui, Gambon, Garibaldi, Félix Pyat, Ranvier, Tridon, Malon, Lefrançais, Vallès, Tolain, los candidatos socialistas no eran conocidos fuera de los medios populares: empleados, mecánicos, zapateros, obreros siderúrgicos, sastres, carpinteros, cocineros, ebanistas, cinceladores. Los pasquines fueron escasos. Disponían de muy pocos periódicos para hacer competencia a las trompetas burguesas. Ya les llegará el momento dentro de unas semanas, cuando se elijan los dos tercios de la Comuna. Hoy solo los aceptados por los periódicos burgueses obtendrán un acta. En total, cinco –Garibaldi, Garnbon, Félix Pyat, Tolain y Malon.

La lista que salió el 8 de febrero fue un arlequín de todos los matices republicanos y de todas las fantasías. Louis Blanc, que había sido una buena comadre durante el sitio, y a quien presentaban todos los comités, salvo la Corderie, abrió la marcha con 216.000 votos, seguido de Victor Hugo, Gambetta y Garibaldi. Delescluze, al que hubiera sido preciso aliarse antes, reunió 154.000 sufragios. Luego contaban con un baratillo de jacobinos, radicales, oficiales; alcaldes, periodistas, excéntricos. Uno de ellos fue elegido por haber inventado una cañonera; otro, por místico. Un solo miembro del gobierno se escurrió entre ellos, Jures Favre, al que Millière acababa de denunciar, con pruebas auténticas en la mano, de falsificación, de bigamia, de suplantación de estado. Millière, es cierto, fue elegido. Por una cruel injusticia, el vigilante centinela que durante todo el sitio había demostrado tan gran sagacidad, Blanqui, no obtuvo más que 52.000 votos –aproximadamente los de los opositores del plebiscito– mientras que Félix Pyat sacó 145.000 por sus cantinelas de Le Combat .

Este escrutinio confuso y descabellado daba testimonio, por lo menos, de la idea republicana. París, derrumbado por el Imperio y los liberales, se aferraba a la República, que volvería a abrirle el camino hacia el porvenir. Pero he aquí que, aun antes de haber visto proclamar su voto, se oyó salir de las urnas de provincias un salvaje grito de reacción. Antes de que uno solo de sus elegidos hubiese abandonado la ciudad, vio encaminarse hacia Burdeos una tropa de campesinos, de Pourceaugnacs 70, de sombríos clericales, espectros de 1815, de 1830, 1849, que llegaban pavoneándose, furiosos, a tomar posesión de Francia, por medio del sufragio universal. ¿Qué era esta siniestra mascarada? ¿Cómo había podido subir, cual subterránea vegetación, a la superficie y desplegarse en la cumbre del país?

Fue preciso que París y las provincias fuesen aplastados, que el Shylock prusiano se llevara nuestros millones y cortase dos jirones en nuestros flancos, que el Estado de Sitio se abatiese durante cuatro años sobre cuarenta y dos departamentos, que cien mil franceses fuesen borrados de la vida o del suelo natal, que las cucarachas echasen a la calle sus procesiones en toda Francia, para que se reconociese la existencia de aquella gran maquinación reaccionaria que, desde el primer momento hasta la explosión final, los republicanos de París y de provincias, infatigables, denunciaron a los poderes traidores o languidecientes.

La defensa en provincias

En provincias, en el campo, la táctica no fue la misma. En lugar de ser en el propio gobierno, la conspiración fue en torno de él. Durante todo el mes de septiembre, los reaccionarios se agazaparon en sus madrigueras. Las gentes del Hôtel-de-Ville, creyéndose seguras de negociar la paz, no enviaron a provincias más que a un general cualquiera, para el papeleo administrativo. Pero las provincias tomaban la defensa, como la República, en serio. Lyon comprendió, incluso, su deber antes que París, proclamó la República el 4 de septiembre por la mañana, y nombró un Comité de Salud Pública. Marsella y Toulouse organizaron comisiones regionales. Los defensores, seriamente alarmados por esta fiebre patriótica que contrariaba sus planes, dijeron que Francia se dislocaba y delegaron, para rehacerla, en los dos hombres más gotosos de su tropa, Crémieux y Glais-Bizoin, más un antiguo gobernador de Cayena, bárbaro para con los deportados del 52, el almirante bonapartista Fourichon.

Los tres llegaron a Tours el 18 de septiembre, con las oficinas de los Ministerios, todo lo que se llamó después la Delegación. Los patriotas acudieron. En el Oeste y en el Mediodía habían organizado ligas de unión para agrupar a los departamentos contra el enemigo y suplir la falta de impulso central. Rodearon a los delegados de París, pidieron la consigna, medidas vigorosas, el envío de comisarios, y prometieron un apoyo absoluto. Los gotosos respondieron: «Estamos entre gente de confianza, digamos la verdad: no tenemos ejército. Toda resistencia es imposible. Si resistimos, es solo para obtener mejores condiciones». El que lo cuenta lo oyó. No hubo más que una reacción de asco: «¿Cómo? ¿Y esa es vuestra respuesta, cuando millares de franceses os ofrecen sus brazos y su fortuna?».

El movimiento de Lyon

El 28 estallaron los lyoneses. Cuatro departamentos les separaban apenas del enemigo, que podía de un momento a otro ocupar la ciudad, y desde el 4 de septiembre estaban pidiendo armas. La municipalidad elegida el 16, en sustitución del Comité de Salud Pública, no hacía más que disputar con el prefecto ChallemeI-Lacour, jacobino muy quisquilloso. El día 27, por toda defensa, el consejo redujo en 50 céntimos el jornal de los obreros empleados en las fortificaciones, y nombró a un tal Cluseret general de un ejército de voluntarios que aún estaba por crear.

Este general in partibus era un antiguo oficial a quien Cavaignac había condecorado por su comportamiento en las jornadas de junio. Fracasado en el ejército, pidió su separación del mismo, se hizo periodista en la guerra americana de Secesión y se engalanó con el título de general. Incomprendido por la burguesía de los dos mundos, volvió a la política por el otro extremo, se ofreció a los fenianos de Irlanda, desembarcó en ese país, indujo a los fenianos a la sublevación, y una noche los abandonó. La naciente Internacional le vio acudir a ella. Escribió mucho, dijo a los hijos de los mismos a quienes había fusilado en junio: «¡Nosotros o la Nada!», y pretendió ser la espada del socialismo. Como el gobierno del 4 de septiembre se negase a confiarle un ejército, trató a Gambetta de prusiano, y se hizo nombrar delegado de la Corderie –donde le había introducido Varlin, al que engañó mucho tiempo– en Lyon. Este cobarde zascandil persuadió al Consejo de Lyon de que él organizaría un ejército. Todo andaba de mala manera, cuando los comités republicanos de Brotteaux, Guillotière, Croix-Rousse y el Comité Central de la Guardia Nacional decidieron, el día 28, llevar al Hôtel-de-Ville un enérgico programa de defensa. Los obreros de las fortificaciones, capitaneados por Saigne, apoyaron esta actitud con una manifestación, llenaron la plaza Terreaux y, con la ayuda de los discursos y la emoción, invadieron el Hôtel-de-Ville. Saigne propuso que se nombrase una comisión revolucionaria y, al ver entre el público a Cluseret, muy preocupado por sus futuras estrellas, solo salió al balcón para exponer su plan y recomendar calma. Constituida la comisión, no se atrevió a resistir, y partió en busca de sus tropas. En la puerta, el alcalde Hénon y el prefecto le agarraron del cuello: habían entrado en el Hôtel-de-Ville por la plaza de la Comédie. Saigne se lanzó al balcón, gritó la noticia a la multitud, que, cayendo de nuevo sobre el Hôtel-de-Ville, libertó a Cluseret y detuvo a su vez al alcalde y al prefecto.

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