Le fue necesario detenerse a menudo y explorar hasta donde alcanzaba su mirada en busca de movimiento, pero solo se agitaba la hierba. En los breves relieves circundantes, en el borde desamparado de las lagunas, tras los matojos secos, en las depresiones hinchadas hacia abajo, que rompen de un tajo la monotonía de las tierras planas ocultas por el pasto, los ojos no encontraron nada. Fue entonces que contuvo con impaciencia las bridas, sofrenando al caballo por los belfos para observar con mayor detención. No se trató de una rutina de la vigilia, pues había notado el temblor desconfiado de su montura, su respirar anhelante y nervioso. Sus duros ojos azules engancharon en rápido giro cuanto en ellos cabía del andurrial, apenas teñido a media altura por el reflejo compacto de los nimbos anaranjados. Azules percutaron bajo la visera de la gorra de piel, y, a pesar de la intensidad penetrante de sus rayos, nada vieron que pareciera anormal. (Cuando en la tundra solitaria el viajero solitario busca, es lo anormal que busca). El viento que soplaba desde el otro mar –avanzaba hacia un mar y a la espalda dejaba uno anterior– golpeó su rostro quemado por la resolana, el remolino atollador, el rayo sin circunspección, la grisalla terrestre, la levadura marítima de la espuma envuelta en las olas de la costa. Sacudió la estatura, los anchos hombros, las manos enguantadas. Vapuleó en sucesión los cabellos casi púrpura que asomaban por debajo de la gorra, las grandes orejas blancas estriadas de venillas azules, la frente amplia, la expresión vigilante, impasible y a la vez cruel, y vidrió la mirada de tal modo, que muchas veces a lo largo del camino, apenas el delgado olor de las sales marinas, impregnadas de yodo, fue tal vez perceptible al olfato, de toda evidencia casi abandonado por los otros sentidos.
Había lanzado una exclamación satisfecha, atravesando la pierna sobre el arción. Todavía el aire conservaba restos de luz, pero la noche juntaba ya sus bártulos espesos en todo el hueco espacio, y el tiempo, obligándola a madurar aprisa, cuajaba y apuraba su caída en tierra. Así, desde lejos, él debió en apariencia tomar conciencia de ello. En semejantes latitudes, cuando zambulle el sol, la cresta de la cordillera precipita sombras sobre el litoral del este –pues hay también un litoral al oeste–y la luz se queda un rato reverberando en la agitada superficie de este último océano. Las llamaradas de Tierra del Fuego, esparcidas por toda la tundra, hasta avecinar el contrafuerte de las montañas, se dibujaban mucho más visibles. Fue entonces que sucedió. No bien las espuelas clavaron los ijares para reanudar la marcha, los ojos del caballo percibieron la flecha que volaba, y la cabeza y el pecho del caballo se alzaron acicateados por el terror. El jinete –podemos solamente conjeturar– escuchó con claridad el susurro que vino del hueso. Pese a los disparos, ninguna muestra de vida parpadeó en el montículo. Tampoco el menor signo de muerte. Durante varios minutos, rodilla en tierra, el caballero observó sin pestañear, a todas luces calculando. Seguramente veía a media distancia el cúmulo de hierbas y los pedazos de matas negras, cortadas y dispuestas de tal manera que podían permitir a un hombre ocultarse y acechar a su antojo. Es así como los fueguinos aguardan su presa desde antes del nacimiento oficial de la memoria en Tierra del Fuego. Los guanacos, los ñandúes, las avutardas son cazados de ese modo. La flecha, además procedía de allí. El escondrijo, construido de prisa, trabando pequeñas ramas y cubierto por puñados de hojarasca, era muy endeble (Puede apreciarse bien en varias de las fotografías que él se hizo tomar por aquel entonces). El empleo de algo más sólido, como lo son la piedra y la madera, habrían conjurado esa extrema vulnerabilidad, y el jinete, que estaba contemplándolo, pudo evidenciarlo perfectamente. Apuntó de nuevo y oprimió el gatillo por tercera vez. Concentraba su acechanza y, sin embargo, la ausencia de señales vivientes era una realidad que sin ninguna duda lo dejaba perplejo.
—Moloch, ¿qué piensas tú? —Había alzado los ojos hasta clavarlos en los del caballo. Lanzó un puñado de pasto seco sobre su gorra para estudiar la dirección del viento y añadió—: El bastardo aquel ha atrapado al menos una esquirla de plomo. Ven, vamos a comprobarlo.
Irguió toda su estatura, afianzó la visera sobre la frente, trepó a la silla y taconeó los flancos del retinto. Ensayaba una aproximación al túmulo, pero su montura dilataba las narices y resoplaba acongojada por un terror sin nombre. El centauro sostenía las bridas con la rodilla derecha para conservar las manos libres sobre el rémington. Jinete y cabalgadura avanzaron una veintena de metros y luego frenaron mirando y escuchando. En el corazón estepario del paisaje toda vocación de ruido parecía muerta de nuevo.
—Ya ves —susurró— que le hemos dado. Nunca más atacará a mansalva a los viajeros.
Tuvo el tiempo justo para arrojarse sobre las crines del cuello de Moloch: la segunda flecha saltó hacia él sin que un movimiento, la sombra de una mano, el mínimo temblor de un brazo emboscado y en tensión le pusieran en guardia contra el ataque. Los cascos volvieron a chapotear en el aire imposibilitando la instantánea respuesta de plomo del jinete.
—¡Quieto, cabrón! —le gritó golpeando la cabeza en desbandada con la culata del arma.
Los belfos se habían cubierto de cenicienta baba y el soterrado relincho golpeaba como un sollozo. Se hallaban otra vez fuera del mortífero alcance del arquero. El rostro del atacado, bañado por una pátina glacial de altanería y dureza, secreto rictus que podía provenir del mismísimo fondo de su ser, o de una vindicativa conciencia de su vulnerabilidad, que optaba por salir al encuentro de los otros rostros con un villano espasmo en bandolera, comenzaba ahora a parecer estriado y ensombrecido.
—Óyeme bien —dijo, hablando como de costumbre al caballo— en este juego estoy apostando mucho, tengo que apresurarme y obligar a aquel felón a tirar sus propias cartas sobre el pasto.
El pequeño otero del agresor ocupaba el centro de un relieve en cuya superficie mezclaban sus áridas formas las rocas porosas, lavadas por la lluvia y gastadas por la constancia ululante de los cuatro vientos: el blanco, que trepaba desde el sur, el verde, que soplaba del Atlántico, el azul, que arreciaba desde el Pacífico, y el negro, que venía del norte. Las pardas agujas del coirón, el pasto-planta de la tundra patagónica y fueguina, duro y corto como un junco enano, crecía en los intersticios, de ahí que la rala gente del lugar lo conociera con el nombre de hierba intersticial. En estado tierno y húmedo, calafateaba también en forma rápida y durable los intersticios del hambre bovina, equina y ovina. Quienquiera que buscara resguardarse en el montículo, dispondría de una buena visión del contorno y estaría en situación de prevenir todo ataque por sorpresa. Al mismo tiempo, y en contrapartida, le sería imposible escapar sin ser visto, y más que nada, alcanzado por un disparo. Su acto había sido un acto presumido como final.
El cerebro del jinete trabajaba probablemente con fría rapidez. Para un eventual asedio, la ausencia de rocas y de considerables depresiones del terreno vedaban todo avance encubierto. Por la misma razón debió comprender que el arquero invisible se hallaba completamente bloqueado: agotadas sus flechas, no disponía de otro recurso que salir en tromba engranando el combate cuerpo a cuerpo. Y este era irrealizable: el caballo y el rémington bastaban para neutralizarlo como opción. El hombre del caballo supo entonces que el problema consistía en hallar el medio de provocar un rápido agotamiento del carcaj, aunque corriera el riesgo de recibir en todo momento impactos de incalculables consecuencias. Los dos proyectiles arrojados en su contra pudieron ocasionarle la muerte o una grave herida que la preludiaría.
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