Patricio Manns - El corazón a contraluz

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"Este personaje terrible, que sobrevuela la historia de Tierra del Fuego todavía hoy, con biografías, fotos y objetos en los museos, es Iuliu Popper (1857-1893), un rumano culto, solitario y amoral, que recorrió la isla hasta en sus rincones más inexplorados maquinando empresas y —aseguran— matando a los indios que molestaran su paso. Europeo errante, de la especie que intentaba hacerse rica a fuerza de obsesiones como la de cosechar oro del mar con una máquina de su invención, estaba estrechamente vinculado con los políticos del lugar y con los círculos letrados de la Capital." Revista La Nación – Buenos Aires
"El amor de la pareja de El corazón a contraluz es más difícil, más imposible que el de Romeo y Julieta, de Shakespeare, porque aquí los amantes mismos (además de los mundos que los enfrentan) existen en universos inconciliables. Julio Popper, judío, cínico y «civilizador» racional hasta la médula, es un asesino de indios, y Drimys Winteri, india selk'nam, siempre desnuda, bella y misteriosa, una hechicera capaz de ver a través de las montañas, de ver el interior del otro." Margara Averbach, Clarín – Buenos Aires
"¡Qué personaje! ¡Y qué libro! El corazón a contraluz es en efecto un gran libro. O quizás, más que un gran libro, es un libro loco, como el viento loco que arremete contra el Cabo de Hornos. Un libro sin parangón, caótico y formidablemente inspirado, que va y viene entre la crónica y el lirismo, la razón y la locura." Le Nouvel Observateur – París
"La belleza del lenguaje de El corazón a contraluz es indiscutible, se trata de una obra maestra no solo por la naturaleza esférica, perfecta de su construcción histórica y ficcional a la vez, sino también por la capacidad poética con que ciertos (la gran mayoría) de los pasajes son articulados." Constanza Vásquez Pumarino – Universidad de Buenos Aires
"En estas páginas, lo esencialmente novelístico alterna con lo biográfico, ciertas conferencias dictadas por Popper, hacen eco a la bitácora de Hernando de Magallanes, las consideraciones etnológicas responden a referencias históricas o a la cosmogonía selknam. De este aparente revoltijo emana, sin embargo, una asombrosa cohesión, como si todos esos fragmentos narrativos y estilísticos, admirablemente cicelados, procedieran de una misma vertiente para expandirse luego en un mar único y universal." Suplemento Literario Diario Le Monde – París

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Hasta los puestos de vigilia venían entonces, en mitad de alguna calma, las sombras incorpóreas de ciudades ya vividas, ya canceladas en la opción del soñador, convertidas en obsesión solo por irrecuperables. Bajo condiciones normales nadie hubiera vuelto a pensar en ellas, puesto que, a causa del tiempo transcurrido, no se podía retornar a ellas mismas. A lo sumo, lograrían ingresar a otra ciudad, que ocuparía entonces el sitio de la anterior, una ciudad reconstruida sobre la antigua, la que moraba en el recuerdo enfermo. En general, las ciudades entrevistas durante la vigilia tienen nombres, figuran en los mapas, y lo mismo sucede con los ríos, con los puertos, las calles, las colinas circundantes, los parques. Y los monumentos de Generales de hierro –solo en las estatuas– cabalgando caballos de hierro, cagados por muchas generaciones de palomas, erguidos sobre una gloria apócrifa, empuñando una apócrifa espada, contenidos al interior de un bélico gesto apócrifo, frente a apócrifos enemigos, lanzando un alarido apócrifo, remedo de la eternidad indiferente, eternidad también cagada por los pájaros. Si un hombre abandona un día aquello, en la memoria de este hombre resurgirá, pero apenas el todo hacinado como una nube de escombros. Las piezas que componen el pasado son nada más que rompecabezas de humo. Y es por tal motivo que el imaginaria veía desfilar bajo la luna o sobre la nieve, los restos petrificados de la totalidad de lo que creía atesorar como suyo, y que no era otra cosa que un empecinado desarrollo tumoral en el maduro espejismo del inconsciente.

—Oh Carcassone, oh Montmorency, oh Hemmebont, oh Nevers, oh Arràs —murmurarían los labios escarchados de los imaginarias galos. Al anca de los imaginarias cosacos, galoparían Dnieperpetrvsk, y Majach Kala, y Gómel, y Zitomir, y hundido en la frígida resaca ultramarina, adosado al costado occidental de la estepa siberiana, San Petersburgo, donde por aquel entonces Alexander Borodin componía sus óperas, sus sinfonías y sus poemas sinfónicos entre dos campañas militares sobre el Asia Central. A varios, que estaban cerca de allí, les caerían encima las escamas plateadas de Trabzón, de Bursa, de Esmirna, de Uskudar. Más lejos, soñolientos, inertes entre el abismo negro de arriba y el abismo blanco de abajo, se hallarían los que espejeaban con Mulhacén, Badalona, Zaragoza, Vigo o Motril. A cualquiera de ellos, Timisoara se le derrumbaba en el oeste del fortín, pegándose con algún arbitrio a Galatz o a Bucarest. Y esta ciudad –¿qué duda podría caber?– fantasmearía en la pipa de opio de Julio Popper, que vigilaba desde su cuarto la vigilancia de los imaginarias. Quizás por el este, fueron reconstituidas, desdibujadas y giratorias, bañadas por un sol obsceno de tan anacrónicas que resultaban al ser soñadas allí, Taormina, Agrigento, Siracusa, Foggia o Reggio di Calabria. Varios juraron un día que recordaban perfectamente Inveraray. Uno admitió que soñaba con Ayt, el segundo con Liverpool, el tercero con Reading, y el cuarto con Bournemouth. Los lentos pasos con que los imaginarias calentaban los pies hollando la nieve, repercutían como los pasos de otros hombres que marchaban en ese momento, calentando los pies sobre nieves parecidas, pero distantes, caídas en Groningue, Sarrebruck, Kiel, Erfurt, Wilhelmhaven, Hamburgo. O en Bjelovar, en Zadar, en Subótica, ¿y por qué no?, en Kecskomet, en Veszpren, en Nagykanzsa. Los imaginarias más callados parecían venir de Carinthia, de Graz, de Klagenfurt. Sus émulos, de Plovdiv, de Stara Yagora, de Varna. Sus competidores, de Brno, de Bratislava, de Tatras, de Maránske Lázné (también soñada por los de lengua alemana con el nombre de Marienbad). Los de voz dulce y puño duro, eran capaces de oler a distancia la primavera de Porto, o la lluvia tibia cayendo sobre Mondago, y el frío océano del Finis Terrae les recordaría, por contraposición, o una operación de analogía antipódica, el manso y caliente mar de Sétubal o El Algarbe. Habían llegado verdaderamente de lejos los imaginarias del capitán Julio Popper, los jugadores de cartas, los afiladores de cuchillos, los deshollinadores de la memoria, pero en manos del explorador eran una sola y misma entidad, un solo hombre múltiple, necesitado, rencoroso, defendiendo con ciega constancia sus postreros días a costa de los pavorosos postreros días de la raza fueguina, la raza primigenia del Onasín. Es decir, las tierras usurpadas por Popper. Es decir, la Isla Grande de Tierra del Fuego.

—No somos extranjeros en esta parte del mundo, soldados, los extranjeros son todos los otros. Aquí manda y hace tierra el que sabe leer, el que tira primero y mejor. Aquí manda el que enarbola la bandera del progreso como divisa. Yo reconozco América en estas cuatro palabras: Descubrimiento, Conquista, Colonización y Rapiña. Son los otros los que se han llevado todo. Yo lo gano para dejarlo aquí, y quien no está conmigo, está en mi contra.

Por tales razones había noches en que sobre El Páramo caía de repente una lluvia de balas o una lluvia de flechas, y los imaginarias, y los que reposaban en La Pulpería perdiendo sus magros jornales para atravesar una noche más, y los que dormían sobre camastros de hierro, corrían hacia la obscuridad perfectamente inhabitable y borraban las agudas voces de la memoria con el acento grave de los rémington.

No siempre morían. Las heridas eran a menudo atroces, sobre todo porque no existían medios para aliviarlas. Entonces algunos de los conocedores recurrían a la técnica del ungüento. Si la herida fue abierta por una flecha, untaban la flecha con una preparación especial. El preparado lo conservaban siempre dos hombres que habían llegado de Suffolk, uno de los condados orientales de Gran Bretaña, y sus principales componentes lo constituían dos gramos de moho de una calavera humana sin enterrar –lo que en Tierra del Fuego abundaba más que en ninguna otra parte–, un poco de grasa de la rabadilla de un ñandú hembra, y cuarenta miligramos de polvo de los mostachos de un lobo de mar quemados en una cuchara. El lobo de mar tenía que haber muerto sin ayuda del hombre. Los especialistas de las heridas de cuchillo fueron nativos del Condado de Essex. Su técnica consistía en buscar antes que nada el arma. Cuando no era posible encontrarla, sea porque se perdió en el campo de batalla, sea porque el heridor huyó con ella, echaban mano de un facón muy similar, lo engrasaban metódicamente con una porción de tocino entibiado, y lo colocaban atravesado en el lecho donde yacía el herido. Pero otros curanderos, originarios de Baviera, sostenían que el cuchillo debía ser envuelto en un trozo de lino engrasado y puesto cerca de la herida, cuidando siempre de conservar el filo del arma hacia arriba. Para curar la herida de bala se extraía el proyectil. El imaginaria que oficiaba de curandero, generalmente un tipo oriundo de la Baviera renana o de Hesse, metía el proyectil en su boca hasta limpiarlo completamente de sangre. Lo desinfectaba luego con una bocarada de grapa y lo envolvía en un pedazo de tela cortado de la vestimenta del herido, justo en el punto en que el proyectil había penetrado. El principio general de este tipo de medicina espontánea –vieja como el mundo– era el de curar el arma para sanar la herida.

Nunca se vio ojos como esos ojos. Estaban siempre enrojecidos, cargados de un sueño inatrapable, reblandecido el mirar por tantas noches blancas, secos porque no había nada que llorar, más habituados a la vigilia que al reposo, a espiar que a leer, a fisgonear debajo de la basura que a levantarse hasta el paisaje. Ojos que pasaban cada día de una errancia a otra, de una baraja a otra baraja, de una batalla a otra batalla, hasta que en una de esas se les quedaba el parpadear estacado en el sudario de la neblina. Unos por aquí, algunos por allá, se habían ido acercando. Y no bien oyeron hablar de El Páramo , o de las Estancias y sus libras esterlinas, o del oro que parecía cubrir todas las playas del litoral fueguino, atravesaban el Estrecho de Magallanes en la primera barcaza que se ponía a tiro, o en embarcaciones de fortuna, y cruzaban la tundra de la isla que algunos llamaron el Onasín, porque en ellas vivían los Onas, y otros, como Antonio Pigafetta, cronista oficial de la expedición de Hernando de Magallanes, la Tierra del Fuego. Pues nadie sabía explicar por qué motivo, y así hubiera viento, lluvia o nieve, ciertas llamas rompían la oscuridad con lenguas tan altas que su fulgor era perceptible a mucha distancia. Los primeros navegantes conocidos –históricamente otros les habían precedido sin dejar constancia en las bitácoras de su paso por el Estrecho–, atribuyeron estos fuegos a los indios. No obstante, cualquier pazguato de la región, o un marinero sabelotodo, acodado en un bar de Punta Arenas, juraría que aquellas hogueras crepitantes, delgadas y largas como un roble, flameaban ya cuando ningún Selk’nam había nacido aún, y la Tierra del Fuego estaba poblada, entre un sinnúmero de otras especies, grandes y pequeñas, marinas y terrestres y aéreas, por mastodontes, pequeños caballos de largo pelo rojo, y el llamado elefante peludo de la era glacial.

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